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– Vi a Madame ayer. No hablé con ella. Pero la vi.

Tommy se quedó mirándome, pero siguió callado.

– Vi cómo se acercaba por la calle y se metía en su casa. Ruth no se equivocó. Era su dirección, su puerta, todo.

Luego le conté cómo el día anterior, dado que estaba en la costa sur, había ido a Littlehampton al atardecer, y como había hecho las dos veces anteriores, había recorrido aquella calle larga -cercana al paseo marítimo-, con hileras de casas adosadas con nombres como «Wavecrest» y «Seaview» [IV] , y al final había ido al banco público contiguo a la cabina telefónica, y me había sentado en él, y había esperado -una vez más, igual que las otras veces- con los ojos fijos en la casa de la acera de enfrente.

– Fue como hacer de detective. Las veces anteriores me había sentado en el banco durante más de media hora, y nada, absolutamente nada. Pero algo me decía que esta vez iba a tener suerte.

(Estaba tan cansada. Casi me quedé dormida en el banco. Pero levanté la mirada y allí estaba, acercándose por la calle hacia su casa.)

– Casi daba miedo -continué-. Porque estaba exactamente igual que en Hailsham. Quizá la cara había envejecido un poco. Pero por lo demás apenas se veía la diferencia. Hasta la misma ropa. Aquel elegante traje gris.

– No podía ser el mismo traje.

– No lo sé. Pero lo parecía.

– ¿Y no intentaste hablar con ella?

– Por supuesto que no, tonto. Tenemos que ir paso a paso. Nunca fue precisamente amable con nosotros, ¿te acuerdas?

Le conté cómo pasó ante mis ojos por la otra acera, sin dirigirme en ningún momento la mirada; cómo, por espacio de un segundo, pensé que al llegar a la cancela de la casa (la que yo había estado vigilando) pasaría de largo, y que Ruth se había equivocado de dirección. Pero Madame había girado bruscamente al llegar a ella, había recorrido el breve camino de entrada de dos o tres zancadas y había desaparecido en el interior de la casa.

Una vez que hube acabado, Tommy se quedó callado unos segundos. Y al final dijo:

– ¿Estás segura de que no vas a meterte en ningún lío? ¿Yendo siempre a sitios adonde no deberías ir?

– ¿Por qué piensas que estoy tan cansada? He estado trabajando horas y más horas para que me diera tiempo a todo. Y ahora por lo menos la hemos encontrado.

La lluvia seguía cayendo fuera. Tommy se volvió hacia un costado y puso la cabeza sobre mi hombro.

– Ruth nos ha allanado el camino -dijo con voz suave-. No se equivocó.

– Sí, lo hizo muy bien. Pero ahora todo depende de nosotros.

– Bien, ¿y cuál es el plan, Kath? ¿Tenemos algún plan?

– Iremos allí. Iremos a verla y se lo preguntaremos. La semana que viene, cuando te lleve a las pruebas que tienen que hacerte. Pediré permiso para que puedas pasar fuera todo el día. Y en el camino de vuelta iremos a Littlehampton.

Tommy suspiró y pegó aún más la cabeza a mi hombro. Si alguien le hubiera estado observando, tal vez habría pensado que no estaba mostrando excesivo entusiasmo, pero yo sabía lo que sentía. Llevábamos tanto tiempo pensando en los aplazamientos, en la teoría de la Galería, en todo, y ahora, de pronto, íbamos a afrontarlo. Definitivamente daba miedo.

– Si lo conseguimos… -dijo Tommy, finalmente-. Supón que lo conseguimos. Supón que nos deja tres años, por ejemplo; tres años para nosotros. ¿Qué haríamos exactamente? ¿Entiendes lo que te digo, Kath? ¿Adonde iríamos? No podríamos quedarnos aquí, esto es un centro para donantes.

– No lo sé, Tommy. Puede que nos diga que volvamos a las Cottages. Pero sería mejor en otra parte. La Mansión Blanca, tal vez. O quizá tienen otros sitios. Sitios especiales para gente como nosotros. Tendremos que esperar a ver qué nos dice.

Seguimos apaciblemente echados en la cama durante unos minutos más, oyendo caer la lluvia. En un momento dado, empecé a clavarle un pie en el cuerpo, como me había estado haciendo él antes. Y luego él contraatacó, y me echó los dos pies fuera de la cama.

– Si vamos a ir de verdad -dijo luego-, tendremos que decidir qué animales. Ya sabes, elegir los mejores para llevarlos. Puede que seis o siete. Tendremos que hacerlo todo con mucho cuidado.

– De acuerdo -dije. Me puse de pie y estiré los brazos-. O puede que más. Quince, veinte. Sí, iremos a verla. ¿Qué daño puede hacernos? Iremos a hablar con ella.

21

Desde días antes de ir a verla yo tenía en la cabeza la imagen de Tommy y de mí delante de su puerta, haciendo acopio del ánimo suficiente para tocar el timbre, y esperando allí luego con el corazón en vilo. Pero la realidad resultó muy otra, y tuvimos la suerte de que se nos ahorrara ese tormento.

Y es que merecíamos un poco de suerte, porque el día no nos había sido en absoluto propicio hasta entonces. El coche nos había dado problemas en el viaje de ida, y llegamos una hora tarde a las pruebas de Tommy. Luego, un error en el laboratorio había hecho que Tommy tuviera que repetir tres de los análisis. Esto lo había dejado un tanto grogui, de forma que cuando, hacia el final de la tarde, salimos finalmente para Littlehampton, empezó a marearse y tuvimos que parar varias veces para que pudiera pasearse un poco hasta que se le pasara.

Por fin, justo antes de las seis, llegamos a nuestro destino. Aparcamos el coche detrás de un bingo, sacamos del maletero la bolsa de deportes con los cuadernos de Tommy, y nos dirigimos hacia el centro urbano. Había hecho buen día, y aunque las tiendas estaban cerrando seguía habiendo mucha gente a la entrada de los pubs, charlando y bebiendo. Cuanto más paseábamos mejor se sentía Tommy, hasta que se acordó de que no había comido a causa de las pruebas, y dijo que tenía que comer algo antes de enfrentarnos a la tarea que nos esperaba. Así que empezamos a buscar un sitio donde comprar un sándwich, y de pronto me agarró del brazo con tal fuerza que pensé que le estaba dando algún tipo de ataque. Pero lo que hizo fue decirme al oído en voz muy baja:

– Ahí está, Kath. Mira. Junto a la peluquería.

Y, en efecto, era ella, caminando por la otra acera, con su pulcro traje gris, idéntico a los que había llevado siempre.

Empezamos a seguir a Madame a una razonable distancia, primero por la zona peatonal y luego por High Street, ahora casi desierta. Creo que en ese momento los dos recordamos el día en que seguimos por las calles de otra ciudad a la posible de Ruth. Pero esta vez las cosas resultaron mucho más sencillas, porque Madame pronto nos condujo a la calle larga cercana al paseo marítimo.

Como la calle era completamente recta y la luz del atardecer la iluminaba hasta el fondo, vimos que podíamos seguir a Madame desde muy lejos -no necesitábamos que fuera mucho más que un punto- sin correr el menor riesgo de perderla. De hecho, en ningún momento dejamos de oír el eco de sus tacones, del que el rítmico golpear de la bolsa de Tommy contra su pierna parecía una especie de réplica.

Seguimos a Madame durante largo rato, y dejamos atrás la hilera de casas idénticas. Entonces se acabaron las casas de la acera de enfrente y aparecieron en su lugar varias zonas llanas de hierba; y, más allá de ellas, se divisaban los techos de las casetas de la playa, alineadas junto a la orilla. El agua no era visible, pero la intuías por el gran cielo abierto y el alboroto de las gaviotas.

Las casas de nuestra acera continuaban sin cambio alguno, y al cabo de un rato le dije a Tommy:

– Ya no falta mucho. ¿Ves aquel banco de allí? Es donde me senté a esperarla. La casa está un poco más allá.

Hasta que dije esto, Tommy había estado bastante tranquilo. Pero de pronto pareció inquietarse y empezó a andar mucho más rápido, como si quisiera alcanzarla enseguida. Pero no había nadie entre Madame y nosotros, y a medida que Tommy iba acortando la distancia yo tenía que agarrarle del brazo para hacerle ir más despacio. Temía que en cualquier momento Madame se diera la vuelta y nos viera, pero no lo hizo, y pronto llegó a su cancela y recorrió el breve trecho que la separaba de su puerta. Se detuvo en ella y buscó las llaves en el bolso, y un instante después estábamos ante la cancela, mirándola. No se había vuelto, y se me ocurrió la idea de que había sabido todo el tiempo que la estábamos siguiendo y había hecho caso omiso de nosotros deliberadamente. Pensé también que Tommy estaba a punto de gritarle algo, y que sería precisamente algo que no debía. Por eso me adelanté, y lo hice rápidamente y sin vacilación, y desde la cancela.

Fue sólo un cortés «Disculpe», pero Madame giró en redondo como si le hubiera arrojado algo. Y cuando su mirada cayó sobre nosotros, me recorrió un frío intenso, muy parecido al que había sentido años atrás la vez que la acosamos en Hailsham, a la entrada de la casa principal. Tenía los mismos ojos fríos, y su cara era quizá aún más severa que la que yo recordaba. No sé si nos reconoció en ese primer momento, pero sin duda vio y decidió en un solo instante lo que éramos, porque la vi ponerse rígida, como si un par de grandes arañas hubieran empezado a avanzar hacia ella.

Entonces algo cambió en su expresión. No es que se volviera más cálida. Pero desapareció de ella la repugnancia, y nos estudió con atención, encogiendo los ojos ante el sol, ya declinante.

– Madame -dije, apoyándome en la cancela-. No queremos asustarla ni nada parecido. Pero estuvimos en Hailsham. Yo soy Kathy H., no sé si me recuerda. Y éste es Tommy D. No hemos venido a causarle ningún problema.

Retrocedió unos pasos hacia nosotros.

– De Hailsham… -dijo, y una pequeña sonrisa se dibujó en su cara-. Bueno, es toda una sorpresa. Si no pensáis causarme ningún problema, ¿por qué estáis aquí?

Tommy, de pronto, dijo:

– Tenemos que hablar con usted. He traído unas cosas -dijo, levantando la bolsa-. A lo mejor las quiere para su Galería. Tenemos que hablar con usted.

Madame siguió allí de pie, sin apenas moverse bajo el tenue sol, con la cabeza ladeada, como si escuchara algún sonido de la orilla del mar. Luego volvió a sonreír, aunque la sonrisa no parecía ir dirigida a nosotros, sino sólo a sí misma.

– Muy bien, pues. Pasad adentro. Veremos de qué queréis hablarme.

Al entrar reparé en que la puerta principal tenía paneles de cristal coloreado, y cuando Tommy la cerró a nuestra espalda, nos envolvió la penumbra. Estábamos en un pasillo tan estrecho que tenías la sensación de poder tocar las dos paredes con sólo extender un poco los codos. Madame se detuvo y se quedó quieta, con la espalda hacia nosotros, y pareció ponerse de nuevo a escuchar. Miré más allá de ella y alcancé a ver que el pasillo, pese a su estrechez, se dividía en dos: a la izquierda había una escalera que subía; a la derecha, un pasaje aún más estrecho que conducía hacia el interior de la casa.

[IV] «Cresta de la ola» y «Vista marítima». (N. del T.)


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