O quizá lo recuerdo mal. Quizá cuando vi a Tommy corriendo por el campo, con expresión de indisimulado deleite por haber sido aceptado de nuevo en el redil, y a punto de jugar al juego en el que tanto destacaba, quizá, digo, sentí una pequeña punzada dentro. Lo que recuerdo es que vi que Tommy llevaba el polo azul claro que había conseguido el mes anterior en los Saldos, y del que tan ufano se sentía. Y recuerdo que pensé: «Qué estúpido, jugar al fútbol con ese polo. Lo va a destrozar, y entonces ¿cómo va a sentirse?». Y dije en voz alta, sin dirigirme a nadie en particular:
– Tommy lleva el polo. Su polo preferido.
No creo que nadie me oyera, porque todas se estaban riendo con Laura -la gran payasa del grupo-, que imitaba las caras que ponía Tommy al correr por el campo, haciendo señas y llamando e interceptando el balón sin descanso. Los otros chicos se movían todos por el terreno con esa languidez deliberada propia del precalentamiento, pero Tommy, en su excitación, parecía ya emplearse a fondo. Dije, ahora en voz mucho más alta:
– Se va a sentir tan mal si se le estropea el polo…
Ruth me oyó esta vez, pero debió de pensar que lo decía como una especie de broma, porque se rió sin demasiadas ganas, y luego soltó alguna ocurrencia de su cosecha.
Entonces los chicos dejaron de pelotear con el balón y se quedaron de pie, formando un grupo compacto en medio del campo embarrado, jadeando ligeramente, a la espera de que se eligieran los equipos para empezar. Los capitanes que salieron eran del año siguiente al nuestro, aunque todo el mundo sabía que Tommy era mucho mejor que cualquiera de ese curso. Echaron la moneda para la primera selección, y el ganador miró a los jugadores.
– Miradle -dijo una compañera a mi espalda-. Está completamente convencido de que lo van a elegir el primero. ¡Miradle!
Había algo cómico en Tommy en ese momento, algo que te hacía pensar, bueno, si va a ser un imbécil tan grande, quizá se merezca lo que se le viene encima. Los otros chicos hacían como que no prestaban atención al proceso de selección, como si les tuviera sin cuidado en qué orden les iban eligiendo. Algunos charlaban en voz baja, otros volvían a atarse las zapatillas, otros simplemente se miraban los pies mientras seguían allí quietos, como empantanados en el barro. Pero Tommy miraba con suma atención al capitán que elegía en ese momento, como si hubiera cantado ya su nombre.
Laura siguió con su pantomima durante todo el proceso de selección de los equipos, remedando las diferentes expresiones que fueron dibujándose en la cara de Tommy: de encendido entusiasmo al principio; de preocupación y desconcierto cuando se habían elegido ya cuatro jugadores y él no había sido ninguno de los agraciados; de dolor y de pánico cuando empezó a barruntar lo que estaba pasando realmente. Yo, entonces, dejé de mirar a Laura, porque tenía la vista fija en Tommy; sólo sabía lo que estaba haciendo porque las otras seguían riéndose y jaleándola. Al final, cuando Tommy se hubo quedado allí de pie absolutamente solo, y los chicos empezaban ya con las risitas solapadas, oí que Ruth decía:
– Ya llega. Atentas. Siete segundos. Siete, seis, cinco…
No pudo terminar. Tommy rompió a gritar a voz en cuello, como un trueno, mientras los chicos, que reían ya a carcajadas, echaban a correr hacia el Campo de Deportes Sur. Tommy dio unas cuantas zancadas detrás de ellos (difícil saber si salía instintiva y airadamente en su persecución o si le había entrado el pánico al ver que se quedaba atrás). En cualquiera de los casos, pronto se detuvo y se quedó allí quieto, mirando hacia ellos con aire furibundo y con la cara congestionada. Y luego se puso a chillar, a soltar todo un galimatías de insultos y juramentos.
Habíamos presenciado ya montones de berrinches de Tommy, así que nos bajamos de taburetes y bancos y nos dispersamos por el recinto. Intentamos empezar una conversación sobre algo diferente, pero seguíamos oyendo los gritos de Tommy en segundo plano, y aunque al principio nos limitamos a poner los ojos en blanco y a tratar de pasarlo por alto, acabamos -quizá diez minutos después de habernos bajado de los taburetes y los bancos- por volver a las ventanas.
Los otros chicos se habían perdido ya de vista, y Tommy ya no seguía tratando de dirigir sus improperios en ninguna dirección concreta. Estaba rabioso, y lanzaba brazos y piernas a su alrededor, al viento, hacia el cielo, hacia el poste de la valla más cercano. Laura dijo que quizá estuviera «ensayando a Shakespeare». Otra chica comentó que cada vez que gritaba algo levantaba un pie del suelo y lo estiraba hacia un lado, «como un perro haciendo pipí». El caso es que yo también había notado ese movimiento, pero lo que a mí me había impresionado era el hecho de que cada vez que volvía a golpear el césped con el pie, el barro le salpicaba ambas espinillas. Y volví a pensar en su preciado polo, pero estábamos demasiado lejos para poder ver si se lo estaba manchando mucho o poco.
– Supongo que es un poco cruel -dijo Ruth- que siempre le hagan ponerse como un loco. Pero la culpa es suya. Si aprendiese a no perder los estribos, lo dejarían en paz.
– Seguirían metiéndose con él -dijo Hannah-. Graham K. tiene un genio parecido, y lo único que pasa es que con él tienen más cuidado. Se meten con Tommy porque es un vago.
Luego se pusieron todas a hablar al mismo tiempo; de cómo Tommy nunca se había esforzado por ser creativo, de cómo no había aportado nada al Intercambio de Primavera. Creo que lo cierto es que, a estas alturas, lo que cada una de nosotras queríamos era que viniera un custodio y se lo llevara del campo de deportes. Y aunque no habíamos tenido ni arte ni parte en este último plan para fastidiar a Tommy, sí habíamos corrido a primera fila para ver el espectáculo, y empezábamos a sentirnos culpables. Pero no había ningún custodio a la vista, así que nos pusimos a exponer razones por las cuales Tommy merecía todo lo que le pasaba. Y cuando Ruth miró la hora en su reloj y dijo que aunque aún teníamos tiempo debíamos volver a la casa principal, nadie arguyó nada en contra.
Cuando salimos del pabellón Tommy seguía vociferando. La casa quedaba a nuestra izquierda, y como Tommy estaba de pie en el campo de deportes, a cierta distancia de nosotras, no teníamos por qué pasar a su lado. De todas formas, miraba en dirección contraria y no pareció darse cuenta de nuestra presencia. Pero mientras mis compañeras echaron a andar por un costado del campo de deportes, yo me dirigí despacio hacia Tommy. Sabía que esto iba a extrañar a mis amigas, pero seguí caminando hacia él (incluso cuando oí el susurro de Ruth conminándome a que volviera).
Supongo que Tommy no estaba acostumbrado a que lo importunaran cuando se dejaba llevar por uno de sus arrebatos, porque su primera reacción cuando me vio llegar fue quedarse mirándome fijamente durante un instante, y luego seguir gritando. Era, en efecto, como si hubiera estado interpretando a Shakespeare y yo hubiera llegado en medio de su actuación. Y cuando le dije: «Tommy, ese polo precioso… Te lo vas a dejar hecho una pena», ni siquiera dio muestras de haberme oído.
Así que alargué una mano y se la puse sobre el brazo. Mis amigas, más tarde, aseguraban que lo que me hizo fue intencionado, pero yo estoy segura de que no fue así. Seguía agitando los brazos a diestro y siniestro, y no tenía por qué saber que yo iba a extender la mano. El caso es que al lanzar el brazo hacia arriba sacudió mi mano hacia un lado y me golpeó en plena cara. No me dolió, pero dejé escapar un grito ahogado, lo mismo que casi todas mis compañeras a mi espalda.
Entonces fue cuando Tommy pareció darse cuenta al fin de mi presencia, y de la de mis amigas, y de sí mismo, y del hecho de que estaba en el campo de deportes comportándose de aquel modo, y se quedó mirándome con expresión un tanto estúpida.
– Tommy -dije con dureza-. Tienes el polo lleno de barro.
– ¿Y qué? -farfulló él.
Y mientras lo hacía bajó la mirada hacia el pecho y vio las manchas marrones, y cesaron por completo sus aullidos. Entonces vi aquella expresión en su cara, y comprendí que le sorprendía enormemente que yo supiera lo mucho que apreciaba aquel polo.
– No tienes por qué preocuparte -dije, antes de que el silencio pudiera hacérsele humillante-. Las manchas se quitan. Y si no puedes quitártelas tú, se lo llevas a la señorita Jody.
Siguió examinando su polo y al final dijo, malhumorado:
– A ti esto no te incumbe, de todas formas.
Pareció lamentar de inmediato este último comentario y me miró tímidamente, como a la espera de que le dijera algo que lo consolara un poco. Pero yo ya estaba harta de él, máxime cuando mis amigas seguían mirándonos (mis amigas y seguramente algunos compañeros más, desde las ventanas de la casa principal). Así que me di la vuelta con un encogimiento de hombros y volví con mis amigas.
Ruth me rodeó los hombros con el brazo, y seguimos alejándonos en dirección a la casa.
– Al menos has hecho que se calle la boca -dijo-. ¿Estás bien? Qué bruto…
Todo esto sucedió hace mucho tiempo, y por tanto puede que algunas cosas no las recuerde bien; pero mi memoria me dice que el que aquella tarde me acercara a Tommy formaba parte de una etapa por la que estaba pasando entonces -que algo tenía que ver con la necesidad de plantearme retos de forma casi compulsiva-, y que cuando Tommy me abordó unos días después yo ya casi había olvidado el incidente.
No sé cómo son los centros donde se educa normalmente la gente, pero en Hailsham casi todas las semanas teníamos que pasar una especie de revisión médica -normalmente en el Aula Dieciocho, arriba, en lo más alto de la casa- con la severa Enfermera Trisha, o Cara de Cuervo, como solíamos llamarla. Aquella soleada mañana un buen grupo de nosotros subía por la escalera central para la revisión con ella, y nos cruzamos con otro gran grupo que bajaba justo después de pasarla. En la escalera, por tanto, había un ruido del demonio, y yo subía con la cabeza baja, pegada a los talones de la de delante, cuando una voz gritó a unos pasos:
– ¡Kath!
Tommy, que venía con la riada humana que bajaba, se había parado en seco en un peldaño, con una gran sonrisa que me irritó de inmediato. Unos años antes, si te encontrabas de pronto con alguien a quien te alegraba ver, quizá ponías esa cara. Pero entonces teníamos trece años, y se trataba de un chico que se encontraba con una chica en una circunstancia pública, a la vista de todos. Sentí ganas de decir: «Tommy, ¿por qué no creces de una vez?», pero me contuve, y lo que dije fue: