De todas formas, en cuanto me cercioré de que la cinta no estaba entre mis cosas, pregunté a todas y cada una de mis compañeras de dormitorio, como de pasada, si la habían visto en alguna parte. Aún no estaba totalmente angustiada, porque existía la posibilidad de que me la hubiera dejado olvidada en la sala de billar; y, por otra parte, tenía la esperanza de que alguien la hubiera cogido prestada con intención de devolvérmela por la mañana.
La cinta no apareció a la mañana siguiente, ni ningún día después, y hoy aún sigo sin saber qué pudo ser de ella. Lo cierto -supongo- es que en Hailsham, a la sazón, había más robos de los que tanto nosotros como los custodios estábamos dispuestos a admitir. Pero la razón de que esté contando ahora esto es que quiero explicar lo de Ruth y su forma de reaccionar entonces. Lo que no se ha de olvidar es que perdí la cinta menos de un mes después de que Midge hubiera interrogado a Ruth en el Aula de Arte sobre el plumier y yo me hubiera apresurado a ayudarla. Desde entonces, como ya he dicho, Ruth había estado intentando hacer algo por mí a cambio, y la desaparición de la cinta le brindó una oportunidad perfecta. Podría incluso decirse que no fue hasta después de que me desapareciera la cinta cuando las cosas volvieron a la normalidad entre nosotras, quizá por primera vez desde aquella mañana lluviosa en la que le conté lo del registro de los Saldos bajo el alero de la casa principal.
La noche en que por primera vez eché en falta la cinta me aseguré de preguntar por ella a todo el mundo, y eso, por supuesto, incluyó también a Ruth. Mirando hoy hacia atrás, veo hasta qué punto debió de darse cuenta exacta, en aquel mismo momento, de lo mucho que para mí significaba tal pérdida, y al mismo tiempo lo importante que era para mí que no se armara ningún revuelo por ello en el dormitorio. Así que aquella noche me había respondido con un distraído encogimiento de hombros, y había seguido con lo que estaba haciendo. Pero a la mañana siguiente, volvía yo del cuarto de baño cuando oí que Ruth le preguntaba a Hannah -en tono despreocupado, sin darle demasiada importancia- si estaba segura de que no había visto mi cinta.
Unas dos semanas después, cuando ya había asumido plenamente el hecho de haber perdido la cinta, Ruth se acercó a mí un día durante el descanso del almuerzo. Era uno de los primeros días realmente primaverales de aquel año, y yo estaba sentada en el césped charlando con un par de chicas más mayores. Cuando Ruth llegó hasta nosotras y me preguntó si quería ir a dar un paseo con ella, supe claramente que tenía en mente algo concreto. Así que dejé a las chicas con las que estaba hablando y la seguí hasta el fondo del Campo de Deportes Norte, y luego ladera arriba de la colina norte hasta la valla de madera, desde donde miramos hacia abajo y vimos el retazo de verde moteado por los grupos de alumnos. En la cima de la colina corría una fuerte brisa, y recuerdo que me sorprendió, porque cuando estaba abajo sentada en el césped no la había percibido. Seguimos allí de pie, quietas, mirando durante un rato los jardines de Hailsham, y en un momento dado Ruth me tendió una pequeña bolsa. Cuando la cogí, supe de inmediato que dentro había una casete, y el corazón me dio un brinco. Pero Ruth me dijo rápidamente:
– No, Kathy, no es la tuya. No es la que has perdido. He intentado encontrarla para dártela, pero ha desaparecido por completo.
– Sí -dije-. Y se habrá ido a Norfolk.
Nos reímos. Luego saqué la cinta de la bolsa con aire de desilusión, y no estoy muy segura de que tal expresión desencantada no siguiera en mi semblante cuando me puse a mirar detenidamente el regalo de mi amiga.
Era una cinta titulada Veinte melodías clásicas de baile. Cuando la oí más tarde, vi que era una música de orquesta de las que ponen en los bailes de salón. En el momento en que me la estaba dando yo no sabía de qué música se trataba, como es lógico, pero sabía que no era nada parecido a Judy Bridgewater. Y comprendí también, casi de inmediato, que Ruth nunca llegaría a saberlo, y que para ella, que no sabía nada de música, aquella cinta que me regalaba podía llenar el hueco que me había dejado la mía. Y de pronto sentí que mi desencanto se esfumaba y que en su lugar iba germinando una genuina dicha. En Hailsham no solíamos abrazarnos mucho. Pero al darle las gracias, le apreté una mano con fuerza entre las mías. Y ella dijo:
– La encontré en el Saldo pasado. Pensé que es del tipo de cosas que te gustan.
La sigo conservando. No la pongo mucho porque su música no tiene nada que ver con nada. Es un objeto, como un broche o un anillo, y ahora que Ruth se ha ido se ha convertido en uno de mis más preciados bienes.
Ahora quiero volver a nuestros últimos días en Hailsham. Hablo del período que va desde que teníamos trece años hasta que dejamos el centro a los dieciséis. En mi memoria, la vida en Hailsham se divide en dos grandes épocas bien diferenciadas: esta última de la que voy a hablar, y la que abarca todo lo vivido anteriormente. Los primeros años -aquellos de los que he estado hablando hasta ahora- tienden a desdibujarse y a superponerse en una especie de edad de oro, y cuando pienso en ellos, incluso en las cosas que no fueron tan buenas, no puedo evitar sentir una especie de fulguración dentro. Los últimos años los siento de una forma diferente. No es que fueran exactamente infelices -tengo multitud de recuerdos muy caros de aquel tiempo-, pero fueron mucho más serios, y, en determinados aspectos, más sombríos. Quizá lo he exagerado mentalmente, pero tengo la impresión de que entonces las cosas cambiaban muy deprisa, tan velozmente como el día entra en la noche.
Tomemos aquella charla con Tommy en la orilla del estanque: hoy pienso que marcó la línea divisoria entre las dos épocas. No es que me empezasen a suceder cosas cruciales inmediatamente después; pero aquella conversación, para mí al menos, supuso un punto de inflexión. Definitivamente empecé a ver las cosas de forma diferente. Si antes reculaba al verme ante situaciones o cosas delicadas, ahora me planteaba más y más preguntas, si no en voz alta sí al menos en mi fuero interno.
Aquella conversación en concreto me hizo ver con otros ojos a la señorita Lucy. La observaba detenidamente siempre que podía, y no por curiosidad sino porque había empezado a verla como la fuente más probable de importantes claves.
Y fue así como, a lo largo del año o los dos años siguientes, llegué a captar diversas cosas extrañas que la señorita Lucy decía o hacía y que a mis amigas les pasaban completamente inadvertidas.
Aquella vez, por ejemplo -quizá unas semanas después de la charla del estanque-, en que la señorita Lucy nos estaba dando Lengua y Literatura. Habíamos estado leyendo poesía, y -no sabría decir cómo- acabamos hablando de los soldados en la Guerra Mundial. Y de dos prisioneros de guerra. Uno de los chicos preguntó si las alambradas que rodeaban el campo estaban electrificadas, y otro comentó lo extraño que tenía que ser vivir en un sitio así, en el que uno podía suicidarse cuando le viniera en gana con sólo tocar la alambrada. Sin duda lo dijo con toda seriedad, pero todos nos lo tomamos a broma. Estábamos, pues, riendo y hablando a un tiempo, y entonces Laura -muy propio de ella- se levantó de su asiento y nos obsequió con una desternillante mímica de alguien que tocaba una alambrada y se electrocutaba. Y al punto se armó un revuelo en el que todo el mundo chillaba y hacía como que tocaba una alambrada electrificada y se electrocutaba de inmediato.
Yo seguí mirando a la señorita Lucy durante todo aquel alboroto, y vi que, mientras miraba a la clase desde su tarima, por espacio de un instante, una expresión fantasmal se adueñó de su semblante. Luego -yo la seguía observando atentamente- se sobrepuso, sonrió y dijo:
– Menos mal que las vallas de Hailsham no están electrificadas. A veces ocurren accidentes terribles.
Dijo esto con una voz muy suave, que quedó casi ahogada en el griterío general. Pero yo la oí claramente: «A veces ocurren accidentes terribles». ¿Qué clase de accidentes? ¿Dónde? Pero nadie pareció oír lo que había dicho, y al poco seguimos analizando el poema.
Hubo otros pequeños incidentes de este tipo, y no mucho después del que acabo de relatar empecé a considerar que la señorita Lucy no era igual que los demás custodios. Es incluso posible que empezara a darme cuenta, ya entonces, de la naturaleza de sus desasosiegos y frustraciones. Pero seguramente exagero; lo más probable es que, a la sazón, reparara en todas estas cosas sin saber qué diablos significaban. Y si estos incidentes se me antojan hoy llenos de significado y coherencia, seguramente es porque hoy los veo a la luz de lo que sucedió después, en especial lo que pasó aquel día en el pabellón, cuando nos guarecimos de un aguacero.
Teníamos quince años, y era nuestro último año en Hailsham. Habíamos estado en el pabellón preparándonos para un partido de rounders. Los chicos atravesaban esa fase en la que «disfrutaban» de los partidos de rounders para poder flirtear con nosotras, y aquella tarde éramos más de treinta chicos y chicas. El aguacero había empezado cuando estábamos cambiándonos, y enseguida nos juntamos todos en la veranda -protegida por el tejado del pabellón- y nos dispusimos a esperar a que escampara. Pero no dejaba de llover, y cuando el último de nosotros se unió al grupo la veranda estaba atestada y todo el mundo hervía de inquietud. Recuerdo que Laura estaba mostrándome un modo de sonarse la nariz particularmente repugnante en caso de querer ahuyentar a un chico.
La señorita Lucy era la única custodia presente. Estaba inclinada sobre la barandilla de enfrente, escrutando la lluvia como si tratara de ver a través del campo de deportes. Por aquella época yo seguía observándola con la misma atención que de costumbre, y, aunque estaba riéndome con Laura, de vez en cuando le lanzaba furtivas miradas a la espalda. Recuerdo que me pregunté si no había algo extraño en su postura, en cómo agachaba la cabeza quizá de forma un tanto exagerada, como un animal agazapado a punto de saltar sobre su presa. Y se inclinaba tanto hacia fuera por encima de la barandilla que las gotas del canalón que sobresalía del tejado casi la rozaban, aunque ella no daba muestras de que le importara. Me recuerdo incluso tratando de convencerme de que no había nada raro en ello -que sólo estaba deseosa de que dejara de llover-, y volviendo a prestar atención a lo que estaba diciendo Laura. Luego, unos minutos más tarde, había olvidado por completo a la señorita Lucy y me estaba partiendo de risa por algo, y de pronto me di cuenta de que todo el mundo se callaba a mi alrededor, y de que la señorita Lucy estaba hablando.