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El álbum se titula Canciones para después del crepúsculo, y es de Judy Bridgewater. La que conservo hoy no es la casete original, la que perdí, la que tenía en Hailsham. Es la que Tommy y yo encontramos años después en Norfolk (pero ésa es otra historia a la que llegaré más tarde). De lo que quiero hablar ahora es de la primera cinta, de la que me desapareció en Hailsham.

Antes debo explicar lo que en aquel tiempo nos traíamos entre manos con Norfolk. Fue algo que duró muchos años -llegó a ser una especie de broma privada de Hailsham, supongo-, y había empezado en una clase que tuvimos cuando aún éramos muy pequeños.

Fue la señorita Emily quien nos enseñó los diferentes condados de Inglaterra. Colgaba del encerado un gran mapa del país, y, a su lado, ponía un caballete. Y si estaba hablando, por ejemplo, de Oxfordshire, colocaba sobre el caballete un gran calendario con fotos de ese condado. Tenía una gran colección de estos calendarios, y así fuimos conociendo uno tras otro la mayoría de los condados. Señalaba un punto del mapa con el puntero, se volvía hacia el caballete y mostraba una fotografía. Había pueblecitos surcados por pequeños arroyos, monumentos blancos en laderas, viejas iglesias junto a campos. Si nos estaba hablando de algún lugar de la costa, había playas llenas de gente, acantilados y gaviotas. Supongo que quería que nos hiciéramos una idea de lo que había allí fuera, a nuestro alrededor, y me resulta asombroso, aún hoy, después de todos los kilómetros que he recorrido como cuidadora, hasta qué punto mi idea de los diferentes condados sigue dependiendo de aquellas fotografías que la señorita Emily ponía en el caballete. Si voy en coche, por ejemplo, a través de Derbyshire y me sorprendo buscando la plaza de un determinado pueblo, con su pub de falso estilo Tudor y un monumento a la memoria de los caídos, no tardo en darme cuenta de que lo que busco es la estampa que la señorita Emily nos enseñó la primera vez que oímos hablar de Derbyshire.

De todos modos, a lo que voy es que a la colección de calendarios de la señorita Emily le faltaba algo: en ninguno de ellos había ninguna fotografía de Norfolk. Cada una de estas clases se repetía varias veces, y yo siempre me preguntaba si la señorita Emily acabaría encontrando alguna foto de Norfolk. Pero era siempre la misma historia. Movía el puntero sobre el mapa y decía, como si se le hubiera ocurrido en el último momento:

– Y aquí está Norfolk. Un sitio muy bonito.

Recuerdo que aquella vez en concreto hizo una pausa y se quedó pensativa, quizá porque no había planeado lo que tenía que venir después en lugar de una fotografía. Y al final salió de su ensimismamiento y volvió a golpear el mapa con la punta del puntero.

– ¿Veis? Está aquí en el este, en este saliente que se adentra en el mar, y por tanto no está de paso hacia ninguna parte. La gente que viaja hacia el norte o el sur -movió el puntero para arriba y para abajo- pasa de largo. Por eso es un rincón muy tranquilo de Inglaterra, y un sitio muy bonito. Pero también es una especie de rincón perdido.

Un rincón perdido. Así es como lo llamó, y así empezó todo. Porque en Hailsham teníamos nuestro propio «rincón perdido» en la tercera planta, donde se guardaban los objetos perdidos. Si perdías o encontrabas algo, ahí es donde ibas a buscarlo o a dejarlo. Alguien -no recuerdo quién- dijo después de esa clase que lo que la señorita Emily había dicho era que Norfolk era el «rincón perdido» de Inglaterra, el lugar adonde iban a parar todas las cosas perdidas del país. La idea arraigó, y pronto llegó a ser aceptada como un hecho por todo el curso.

No hace mucho tiempo, cuando Tommy y yo recordábamos esto, él afirmó que en realidad nunca creímos lo del «rincón perdido», que fue más bien una broma desde el principio. Pero yo estoy segura de que se equivocaba. Bien es verdad que cuando cumplimos doce o trece años el asunto de Norfolk se había convertido ya en algo jocoso. Pero mi recuerdo del «rincón perdido» me dice -y la memoria de Ruth coincide con la mía- que al principio creímos en ello de forma literal y a pies juntillas; que de la misma forma que los camiones llegaban a Hailsham con la comida y los objetos para los Saldos, tenía lugar una operación similar -a mucha mayor escala- a todo lo largo y ancho de Inglaterra, y todas las cosas que se perdían en los campos y trenes del país iban a parar a ese lugar llamado Norfolk. Y el hecho de que nunca hubiéramos visto ninguna fotografía de ese lugar sólo contribuía a incrementar su aura de misterio.

Puede que suene a tontería, pero no se ha de olvidar que para nosotros, en esa etapa de nuestra vida, cualquier lugar más allá de Hailsham era como una tierra de fantasía. No teníamos sino nociones muy vagas del mundo exterior, y de lo que en él podía ser posible e imposible. Además, nunca nos molestamos en analizar con detenimiento nuestra teoría sobre Norfolk. Lo que nos importaba -como dijo Ruth un día en aquella habitación alicatada de Dover, mientras estábamos sentadas contemplando cómo caía la tarde- era que «cuando perdíamos algo precioso, y buscábamos y buscábamos por todas partes y no lo encontrábamos, no debíamos perder por completo la esperanza. Nos quedaba aún una brizna de consuelo al pensar que un día, cuando fuéramos mayores y pudiéramos viajar libremente por todo el país, siempre podríamos ir a Norfolk y encontrar lo que habíamos perdido hacía tanto tiempo».

Estoy segura de que Ruth tenía razón en eso. Norfolk había llegado a ser una verdadera fuente de consuelo para nosotros, probablemente mucho más de lo que estábamos dispuestos a admitir entonces, y por eso seguimos hablando de ello -aunque en un tono más bien de broma- cuando nos hicimos mayores. Y por eso también, muchos años después, el día en que Tommy y yo encontramos en la costa de Norfolk otra cinta igual a la que yo había perdido antaño, no nos limitamos a pensar que era algo en verdad curioso, sino que, en nuestro interior, los dos sentimos como una especie de punzada, como un antiguo deseo de volver a creer en algo tan caro a nuestro corazón en un tiempo.

Pero quería hablar de la cinta, de Canciones para después del crepúsculo, de Judy Bridgewater. Supongo que al principio fue un LP -la fecha de grabación es 1956-, pero lo que yo tenía era una casete, cuya portada debía de ser la misma que la de la funda del disco. Judy Bridgewater lleva un vestido de raso violeta, uno de aquellos vestidos sin hombros que se llevaban en aquel tiempo, y se le ve de cintura para arriba porque está sentada en un taburete. Creo que se supone que es Suramérica, porque detrás de ella hay palmeras y unos camareros de tez morena con esmoquin blanco. Ves a Judy desde el punto de vista de quien en ese momento le estuviera sirviendo las bebidas. Y te devuelve una mirada amistosa, no demasiado sexy, como si te conociera desde hace mucho tiempo y estuviera flirteando contigo sólo un poquito. Y hay otra cosa en esta portada: Judy tiene los codos encima de la barra, y entre sus dedos hay un cigarrillo encendido. Y fue precisamente por este cigarrillo por lo que, desde que la encontré en un Saldo, me había mostrado tan sigilosa en relación con la cinta.

No sé cómo habrá sido en otros centros, pero en Hailsham los custodios eran sumamente estrictos con el hábito de fumar. Estoy segura de que habrían preferido que ni nos hubiéramos enterado de la existencia del tabaco; pero dado que tal cosa era imposible, cada vez que surgía cualquier referencia al hecho de fumar se aseguraban de aleccionarnos firmemente en contra de un modo u otro. Cuando se nos mostraba la fotografía de algún escritor famoso, o de algún líder mundial, y éste sostenía un cigarrillo entre los dedos, se hacía un alto en la clase para afearle la conducta en tal sentido. Circulaba incluso el rumor de que algunos libros clásicos -como los de Sherlock Holmes, por ejemplo- no tenían cabida en nuestra biblioteca porque los personajes principales fumaban mucho, y cuando nos topábamos con alguna página arrancada de un libro ilustrado o una revista, sabíamos que era porque en esa página aparecía la fotografía de alguien fumando. Y además estaban las clases expresamente dedicadas a mostrarnos fotografías de los terribles efectos del tabaco en nuestro organismo. De ahí la conmoción de aquella vez en que Marge K. le preguntó aquello a la señorita Lucy.

Estábamos sentados en el césped después de un partido de rounders, y la señorita Lucy nos había estado dando la típica charla sobre el tabaco cuando de pronto Marge le preguntó si ella había fumado alguna vez un cigarrillo. La señorita Lucy se quedó callada unos instantes, y luego dijo:

– Me gustaría poder decir que no. Pero si he de ser sincera, fumé durante una temporada. Unos dos años. Cuando era más joven.

Fue toda una conmoción. Antes de que la señorita Lucy hubiera tenido tiempo para responder, todos miramos furibundamente a Marge, indignados por la rudeza de la pregunta (para nosotros era como si le hubiera preguntado si alguna vez había atacado a alguien con un hacha). Y recuerdo que durante cierto tiempo le hicimos la vida imposible a Marge; de hecho, lo que he contado antes -la noche en que la obligamos a pegar la cara a la ventana y mirar el bosque-no fue sino una parte de lo que tendría que soportar los días siguientes. Pero en el momento del incidente, cuando la señorita Lucy dijo lo que dijo, estábamos demasiado confusos para pensar en Marge. Creo que lo que hicimos fue quedarnos mirando fijamente a la señorita Lucy, horrorizados, a la espera de lo que diría a continuación.

Cuando por fin habló, pareció sopesar con sumo cuidado cada palabra.

– En mi caso, no estuvo bien. Fumar no era bueno para mí, así que lo dejé. Pero lo que debéis entender es que para vosotros, para todos vosotros, fumar es mucho, mucho peor de lo que pueda serlo para mí.

Hizo una pausa y se quedó callada. Alguien dijo después que se había sumido en una ensoñación, pero yo estaba segura, al igual que Ruth, de que estaba midiendo cuidadosamente cómo continuar. Y al final dijo:

– Se os ha advertido de ello. Sois estudiantes. Sois… especiales. De modo que el manteneros bien, el hecho de mantener en óptimo estado el interior de vuestro cuerpo, es mucho más importante para cada uno de vosotros de lo que pueda serlo para mí.

Volvió a guardar silencio y nos miró de un modo extraño. Luego, cuando hablamos de ello, algunos de nosotros estábamos seguros de que la señorita Lucy había deseado vivamente que alguien le preguntara por qué. Por qué era mucho peor para nosotros. Pero nadie lo había hecho. A menudo he pensado en aquel día, y hoy, a la luz de lo que pasó después, estoy convencida de que si se lo hubiéramos preguntado la señorita Lucy nos lo habría contado todo. Sólo habría hecho falta una pregunta más sobre el hábito de fumar.

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