La controversia de los Vales, supongo, formaba parte del hecho de que, con los años, el ansia de poseer se hizo más y más intensa en nuestros corazones. Durante años -creo haberlo dicho ya- pensamos que la elección de alguno de nuestros trabajos para la sala de billar suponía un gran triunfo, por mucho que se lo llevara Madame luego, pero al llegar a los diez años albergábamos una mayor ambivalencia a este respecto. Los Intercambios, con su sistema de Vales a modo de moneda, nos habían proporcionado un preciso útil de apreciación para valorar lo que producíamos. Nos interesaban ya las camisetas, la decoración de la cama, el personalizar el pupitre. Y, por supuesto, también nos interesaban mucho nuestras «colecciones».
No sé si donde normalmente estudian los niños se hacen «colecciones». Pero cuando te topas con algún antiguo alumno de Hailsham, tarde o temprano acaba aflorando con nostalgia el tema de las «colecciones». En aquella época, claro, era algo que dábamos por descontado. Todos teníamos debajo de la cama un arcón de madera con nuestro nombre en el que guardábamos nuestras pertenencias: lo que comprábamos en los Saldos o en los Intercambios. Puedo acordarme de uno o dos compañeros a quienes no les importaban demasiado sus colecciones, pero la mayoría de nosotros le dedicábamos a la nuestra un celo exquisito, y sacábamos algunos tesoros para enseñarlos y escondíamos otros con cuidado para que nadie los viera.
El caso es que, cuando cumplimos los diez años, la idea de que era un gran honor el que Madame se llevara alguna de tus obras ya había entrado en conflicto con el sentimiento de que nos estábamos quedando sin nuestros bienes con mayor valor de mercado. Y esta nueva situación llegó a su punto álgido con la controversia de los Vales.
Todo comenzó cuando cierto número de alumnos, principalmente varones, empezaron a decir entre dientes que cuando Madame se llevaba una obra el autor debería recibir Vales a cambio. Estuvo de acuerdo un gran número de alumnos, pero a otros la idea les pareció escandalosa. Circularon argumentos en favor y en contra durante un tiempo, y un buen día Roy J. -que estaba en el curso siguiente al nuestro y tenía gran cantidad de obras en la Galería de Madame- decidió ir a ver a la señorita Emily para hablar del asunto.
La señorita Emily, jefa de los custodios, era la mayor de todos ellos. No era especialmente alta, pero había algo en su porte -iba siempre muy tiesa y con la cabeza erguida- que te hacía pensar que lo era. Llevaba el pelo plateado recogido atrás, pero siempre tenía hebras sueltas que le ondeaban en torno. A mí me sacaban de quicio, pero la señorita Emily no les prestaba la menor atención, como si ni siquiera merecieran su desprecio. Al atardecer resultaba una visión bastante extraña: una mujer con multitud de cabellos sueltos que ella ni se molestaba en apartarse de la cara mientras hablaba contigo con voz pausada y calma. Nos inspiraba mucho temor, y no pensábamos en ella del modo en que pensábamos en los demás custodios. Pero la considerábamos justa y respetábamos sus decisiones; probablemente hasta en primaria sentíamos que su presencia, aunque intimidatoria, era lo que nos hacía sentirnos tan a salvo a todos en Hailsham.
Se requería cierto valor para ir a verla sin haber sido convocado; y hacerlo con el tipo de exigencias que iba a plantearle Roy parecía poco menos que suicida. Pero Roy no recibió la terrible reprimenda que todos nos esperábamos, y en los días que siguieron nos llegaron rumores de charlas -e incluso discusiones- de custodios sobre el asunto de los Vales. Al final se anunció que recibiríamos vales, pero no muchos, porque era un «honor de lo más alto» que el trabajo de alguien fuera seleccionado por Madame. Pero la decisión no sentó bien en ninguno de los bandos, y continuó la controversia.
Y éste era el mar de fondo cuando aquella mañana Polly T. le formuló aquella pregunta a la señorita Lucy. Estábamos en la biblioteca, sentados alrededor de la gran mesa de roble, y recuerdo que había un leño ardiendo en la chimenea. Leíamos teatro, y en un momento dado, una frase de la obra dio pie a Laura para que hiciera una broma sobre los Vales, y todos reímos, incluida la señorita Lucy. Luego la señorita Lucy dijo que, como en Hailsham no se hablaba de otra cosa, dejáramos la obra que estábamos leyendo y pasáramos el resto de la clase intercambiando puntos de vista sobre los Vales. Y eso es lo que estábamos haciendo cuando Polly preguntó, sin que viniera en absoluto a cuento: «Señorita, ¿por qué Madame se lleva nuestras cosas?».
Nos quedamos todos callados. La señorita Lucy no solía enfadarse a menudo, pero cuando lo hacía ya podías prepararte, y durante un momento pensamos que a Polly se le iba a caer el pelo. Pero enseguida vimos que la señorita Lucy no estaba enfadada, sino sumida en sus pensamientos. Recuerdo que yo sí estaba furiosa con Polly por haber quebrantado de forma tan estúpida una regla no escrita, pero al mismo tiempo sentía una enorme expectación ante la posible respuesta de la señorita Lucy. Y era obvio que no era la única con tan contrapuestas emociones: prácticamente todo el mundo fulminó con la mirada a Polly, para luego volverse con impaciencia hacia la señorita Lucy, lo cual, supongo, no era demasiado justo para la pobre Polly. Al cabo de lo que nos pareció una eternidad, la señorita Lucy dijo:
– Todo lo que puedo decir hoy es que existe una buena razón para que lo haga. Una razón muy importante. Pero si intentara ahora explicárosla a vosotros, creo que no la entenderíais. Un día, espero, se os explicará debidamente.
No la presionamos. El aire que flotaba sobre la mesa se había llenado de embarazo, y pese a la curiosidad que sentíamos por saber más del asunto, deseábamos con todas nuestras fuerzas que la charla se apartara de aquel terreno espinoso. Así, instantes después, todos nos sentimos aliviados al vernos de nuevo discutiendo -acaso un tanto artificialmente- sobre los Vales. Pero las palabras de la señorita Lucy me habían intrigado, y seguí pensando en ellas una y otra vez durante los días que siguieron. Por eso aquella tarde junto al estanque, cuando Tommy me estaba contando su charla con la señorita Lucy, y lo que le había dicho sobre que «no nos enseñaban lo suficiente» acerca de determinadas cosas, el recuerdo de aquella vez en la biblioteca -unido quizá a uno o dos pequeños episodios parecidos- empezó a espolear mi espíritu inquisitivo.
Mientras aún estamos en el asunto de los vales, quiero decir algo acerca de los Saldos, que ya he mencionado un par de veces. Los Saldos eran importantes para nosotros, porque era el medio por el que podíamos hacernos con cosas del exterior. El polo de Tommy, por ejemplo, era de un Saldo. En los Saldos era donde conseguíamos la ropa, los juguetes, las cosas especiales que no habían sido hechas por otros alumnos.
Una vez al mes, una gran furgoneta blanca descendía por la larga carretera, y la excitación podía palparse tanto en los jardines como en el interior de la casa. Cuando se detenía en el patio delantero, toda una multitud la estaba esperando, la mayoría alumnos de primaria, porque una vez que dejabas atrás los doce o trece años no era conveniente mostrarte excesivamente ilusionado. Pero lo cierto es que todos sentíamos un gran entusiasmo.
Mirando hoy hacia atrás, resulta curioso pensar en tal excitación, pues los Saldos solían ser muy decepcionantes. Normalmente no se encontraba nada demasiado especial, y nos gastábamos los Vales en renovar lo que se nos había roto o se nos estaba quedando viejo con cosas muy similares. Pero lo curioso del caso, supongo, era que alguna vez todos habíamos encontrado algo en algún Saldo, algo que se había convertido en especial: una chaqueta, un reloj, unas tijeras de artesanía que nunca llegabas a usar pero que guardabas con orgullo junto a la cama. Todos habíamos encontrado algo parecido en el pasado, de suerte que, por mucho que fingiéramos que no nos importaba demasiado, no podíamos liberarnos de los viejos sentimientos de entusiasmo y esperanza.
De hecho no resultaba ocioso rondar en torno a la furgoneta mientras la estaban descargando. Lo que hacías -si eras alumno de primaria- era seguir de la furgoneta al almacén y del almacén a la furgoneta a los dos hombres con mono que cargaban grandes cajas de cartón, y preguntarles lo que había dentro. La respuesta habitual era la siguiente: «Un montón de cosas bonitas, pequeño». Pero si seguías preguntando: «Pero ¿seguro que son muchas y buenas?», ellos, tarde o temprano, acababan por sonreír y decirte: «Oh, yo diría que sí, pequeño. Un buen montón de cosas buenísimas», con lo que te arrancaban un gritito de alborozo.
Las cajas llegaban a menudo sin la tapa de arriba, de forma que podías echar una ojeada al interior y entrever todo tipo de objetos, y a veces, aunque en rigor no debían hacerlo, los hombres te dejaban mover las cosas para poder ver mejor las que te interesaban. Y así, cuando aproximadamente una semana después tenía lugar el Saldo, habían circulado ya todo tipo de rumores, quizá sobre un chándal concreto o una casete, y si en alguna ocasión surgía algún problema, casi siempre era porque varios alumnos habían puesto los ojos en el mismo objeto.
Los Saldos contrastaban vivamente con el callado ambiente de los Intercambios. Se celebraban en el comedor, y eran multitudinarios y ruidosos. De hecho, los empujones y los gritos formaban parte de la diversión, aunque la mayor parte del tiempo reinaba el buen humor. Salvo, como digo, en alguna que otra ocasión en que las cosas se iban de las manos y había alumnos que se agarraban y forcejeaban e incluso llegaban a pelearse. Los monitores, entonces, amenazaban con cerrar el tenderete, y a la mañana siguiente todos debíamos enfrentarnos a una reprimenda colectiva de la señorita Emily.
Nuestra jornada en Hailsham empezaba todas las mañanas con una reunión de custodios y alumnos, por lo general bastante breve: unos cuantos anuncios, quizá un poema leído por un alumno. La señorita Emily no solía hablar mucho; se sentaba muy tiesa en el escenario, asintiendo con la cabeza a cada cosa que se decía, de cuando en cuando dirigiendo una mirada gélida hacia cualquier susurro que hubiera podido oírse entre los alumnos. Pero a la mañana siguiente de un acontecimiento excepcional -como era el caso de un Saldo tumultuoso- las cosas eran diferentes. Nos ordenaba sentarnos en el suelo -en estas reuniones matinales solíamos estar de pie-, y no había comunicados ni actos de ninguna clase. La señorita Emily nos hablaba durante veinte, treinta minutos (e incluso más, a veces). Raramente alzaba la voz, pero en estas ocasiones había en ella algo acerado, y ninguno de nosotros, ni siquiera los de quinto de secundaria, se atrevía a emitir el menor sonido.