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– En aquella ocasión, cuando mandaste a González de Marmolejo a darme la noticia, él insinuó que tú habías elegido a alguien para mí. ¿Era Rodrigo?

– Te conozco demasiado bien como para tratar de imponerte algo, Inés, y menos un marido -me contestó, evasivo.

– Entonces, para tu tranquilidad, te diré que la solución que se te ocurrió fue excelente. Soy feliz y amo mucho a Rodrigo.

– ¿Más que a mí?

– A ti ya no te amo con esa clase de amor, Pedro.

– ¿Estás segura de eso, Inés del alma mía?

Volvió a sujetarme por los hombros y me atrajo, buscándome los labios. Sentí el cosquilleo de su barba rubia y el calor de su aliento, volví la cara y lo empujé suavemente.

– Lo que más apreciabas de mí, Pedro, era la lealtad. Todavía la tengo, pero ahora se la debo a Rodrigo -le dije con tristeza, porque presentí que en ese momento nos despedíamos para siempre.

Pedro de Valdivia partió de nuevo a continuar la conquista y reforzar las siete ciudades y los fuertes recién fundados. Se descubrieron varias minas de ricas vetas, que atrajeron a nuevos colonos, incluso a vecinos de Santiago que optaron por dejar sus fértiles haciendas en el valle del Mapocho y partir con sus familias a los bosques misteriosos del sur, encandilados por la posibilidad del oro y la plata. Tenían a veinte mil indios trabajando en las minas y la producción era casi tan buena como la del Perú. Entre los colonos que se fueron iba el alguacil Juan Gómez, pero Cecilia y sus hijos no lo acompañaron. «Yo me quedo en Santiago. Si quieres ir a hundirte en esos pantanos, allá tú», le dijo Cecilia, sin imaginar que sus palabras serían ominosas.

Al despedirse de Valdivia, Rodrigo de Quiroga le aconsejó que no abarcase más de lo que podía controlar. Algunos fuertes disponían apenas de un puñado de soldados, y varias ciudades estaban desprotegidas.

– No hay peligro, Rodrigo, los indios nos han dado muy pocos problemas. El territorio está sometido.

– Me parece raro que los mapuche, cuya fama de indomables nos había llegado al Perú antes de iniciar la conquista de Chile, no nos hayan combatido como esperábamos.

– Comprendieron que somos un enemigo demasiado poderoso para ellos y se han dispersado -le explicó Valdivia.

– Si es así, en buena hora, pero no te descuides.

Se estrecharon efusivamente y Valdivia partió sin preocuparse por las advertencias de Quiroga. Durante varios meses no tuvimos noticias directas de él, pero nos llegaron rumores de que hacía vida de turco, echado entre almohadones y engordando en su casa de Concepción, que él llamaba su «palacio de invierno». Decían que Juana Jiménez escondía el oro de las minas, que llegaba en grandes bateas, para no tener que compartirlo ni declararlo a los oficiales del rey. Agregaban, envidiosos, que era tanto el oro acumulado y el que todavía quedaba en las minas de Quilacoya, que Valdivia era más rico que Carlos V. Así es de apresurada la gente para juzgar al prójimo. Te recuerdo, Isabel, que a su muerte Valdivia no dejó ni un maravedí. A menos que Juana Jiménez, en vez de ser raptada por los indios, como se cree, haya logrado robarse esa fortuna y escapar a alguna parte, el tesoro de Valdivia nunca existió.

Tucapel se llamaba uno de los fuertes destinados a desalentar a los indígenas y proteger las minas de oro y plata, aunque sólo contaba con una docena de soldados, que pasaban sus días vigilando la espesura, aburridos. El capitán que estaba a cargo del fuerte sospechaba que los mapuche tramaban algo, a pesar de que su relación con ellos había sido pacífica. Una o dos veces por semana los indios llevaban provisiones al fuerte; eran siempre los mismos, y los soldados, que ya los conocían, solían intercambiar señales amistosas con ellos. Sin embargo, había algo en la actitud de los indios que indujo al capitán a capturar a varios de ellos y, mediante suplicio, averiguó que se estaba gestando una gran sublevación de las tribus. Yo podría jurar que los indios confesaron sólo aquello que Lautaro deseaba que los huincas supieran, porque los mapuche nunca se han doblegado ante el tormento. El capitán mandó pedir refuerzos, pero tan poca importancia dio Pedro de Valdivia a esta información, que por toda ayuda mandó cinco soldados a caballo al fuerte de Tucapel.

Corría la primavera de 1553 en los bosques aromáticos de la Araucanía. El aire era tibio y al paso de los cinco soldados se levantaban nubes de insectos translúcidos y aves ruidosas. De pronto, un infernal chivateo rompió la paz idílica del paisaje y de inmediato los españoles se vieron rodeados por una masa de asaltantes. Tres de ellos cayeron atravesados por lanzas, pero dos alcanzaron a dar media vuelta y galoparon a matacaballo hacia el fuerte más próximo a pedir socorro.

Entretanto se presentaron en Tucapel los mismos indígenas que siempre llevaban las vituallas, saludando con el aire más sumiso del mundo, como si no estuviesen enterados del suplicio que habían sufrido sus compañeros. Los soldados abrieron las puertas del fuerte y los dejaron entrar con sus bultos. Una vez en el patio, los mapuche abrieron sus sacos, extrajeron las armas que llevaban ocultas y se abalanzaron sobre los soldados. Éstos lograron reponerse de la sorpresa y volar en busca de sus espadas y corazas para defenderse. En los minutos siguientes se llevó a cabo una matanza de mapuche y muchos fueron hechos prisioneros, pero la estratagema dio resultado, porque mientras los españoles estaban ocupados con los de adentro, miles de otros indígenas rodearon el fuerte. El capitán salió con ocho de sus hombres a caballo para enfrentarlos, decisión muy valiente pero inútil, porque el enemigo era demasiado numeroso. Al cabo de una lucha heroica, los soldados que aún estaban con vida retrocedieron al fuerte, donde la desigual batalla continuó durante el resto del día, hasta que, finalmente, al caer la oscuridad, los atacantes se replegaron. En el fuerte de Tucapel quedaron seis soldados, únicos españoles sobrevivientes, muchos yanaconas y los indios prisioneros. El capitán tomó una medida desesperada para espantar a los mapuche que aguardaban el amanecer para atacar de nuevo. Había oído la leyenda de que yo salvé la ciudad de Santiago lanzando las cabezas de los caciques a las huestes indígenas y decidió copiar la idea. Hizo degollar a los cautivos, luego lanzó las cabezas por encima de la muralla. Un rugido largo, como una terrible ola de mar tormentoso, acogió el gesto.

Durante las horas siguientes, el cerco mapuche que rodeaba el fuerte se fue engrosando, hasta que los seis españoles comprendieron que su única posibilidad de salvación era tratar de cruzar a caballo las filas enemigas al amparo de la noche y llegar al fuerte más cercano, en Purén. Eso significaba abandonar a su suerte a los yanacona, que no tenían caballos. No sé cómo los españoles lograron su audaz cometido, porque el bosque estaba infestado de indígenas, que habían acudido de lejos, llamados por Lautaro, para la gran insurrección. Tal vez los dejaron pasar con algún avieso propósito. En todo caso, con la primera luz de alba los indios, que habían esperado la noche entera en las cercanías, irrumpieron en el fuerte abandonado de Tucapel y se encontraron con los restos de sus compañeros en el patio ensangrentado. Los infelices yanaconas que aún permanecían en el fuerte fueron aniquilados.

La noticia del primer ataque victorioso alcanzó a Lautaro muy pronto gracias al sistema de comunicación que él mismo había ideado. El joven ñidoltoqui acababa de formalizar su unión con Guacolda, después de pagar la dote correspondiente. No participó en la borrachera de la celebración porque no era amigo del alcohol y estaba muy ocupado planeando el segundo paso de la campaña. Su objetivo era Pedro de Valdivia.

Juan Gómez, quien había llegado al sur una semana antes, no alcanzó a pensar en las minas de oro que le habían inducido a separarse de su familia, pues recibió el clamor de socorro del fuerte de Purén, donde los seis soldados sobrevivientes de Tucapel se unieron a los once que allí había. Como todo encomendero, tenía la obligación de acudir a la guerra cuando era llamado, y no vaciló en hacerlo. Gómez galopó hasta Purén y se colocó a la cabeza del pequeño destacamento. Después de escuchar los detalles de lo ocurrido en Tucapel, tuvo la certeza de que no se trataba de una escaramuza, como tantas del pasado, sino de un levantamiento masivo de las tribus del sur. Se preparó lo mejor posible para resistir, pero no era mucho lo que podía hacer en Purén con los escasos medios a su alcance.

Unos días más tarde, al amanecer, oyeron el habitual chivateo, y los centinelas vieron al pie de la colina un escuadrón mapuche que amenazaba con gritos pero aguardaba inmóvil. Juan Gómez calculó que había unos quinientos enemigos por cada uno de sus hombres, pero él llevaba la ventaja de las armas, los caballos y la disciplina, que tanta fama diera a los soldados españoles. Tenía mucha experiencia en luchar contra los indios y sabía que era mejor combatirlos a campo abierto, donde la caballería podía maniobrar y los arcabuceros podían lucirse. Decidió salir a enfrentar al enemigo con lo que disponía: diecisiete soldados montados, cuatro arcabuceros y unos doscientos yanaconas.

Se abrieron las puertas del fuerte y salió el destacamento con Juan Gómez delante. A una señal suya se lanzaron cerro abajo a galope desatado, blandiendo sus temibles espadas, pero se llevaron la sorpresa de que esa vez no se produjo una desbandada de indígenas, sino que éstos esperaron formados. Ya no iban desnudos, llevaban el torso protegido por un peto y la cabeza con una capucha de cuero de foca, tan duro como las armaduras españolas. Empuñaban lanzas de tres varas de largo, que apuntaban al pecho de los animales, y pesadas macanas de mango corto, más manuables que los garrotes de antes. No se movieron de sus sitios y recibieron de frente el impacto de la caballería, que se ensartó en las lanzas. Varios caballos quedaron agónicos, pero los soldados se repusieron rápidamente. A pesar de la espantosa mortandad producida por los hierros españoles, los mapuche no se desanimaron.

Una hora más tarde se oyó el tam-tam inconfundible de los cultrunes y la masa indígena se detuvo y retrocedió, perdiéndose en el bosque y dejando el campo sembrado de muertos y heridos. El alivio de los españoles duró escasos minutos, porque otro millar de guerreros de relevo reemplazó a los que se habían retirado. Los soldados no tuvieron más alternativa que continuar luchando. Los mapuche repitieron la estrategia cada hora: sonaban los tambores, desaparecían las huestes fatigadas y entraban a la batalla otras frescas, mientras los españoles se agotaban. Juan Gómez comprendió que era imposible oponerse a esa hábil maniobra con su reducido número de soldados. Los mapuche, divididos en cuatro escuadrones, rotaban, de modo que mientras un grupo peleaba, los otros tres esperaban su turno descansando. Debió dar orden de recogerse al fuerte, porque sus hombres, casi todos heridos, necesitaban tomar aliento y agua.

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