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El banquete en honor al gobernador fue uno de los más espectaculares que me ha tocado ofrecer en mi larga vida. Nada más que hacer la lista de comensales fue una tarea, porque no podíamos incluir a los quinientos vecinos de la capital con sus familias. Muchas personas principales se quedaron esperando la esquela de invitación. Santiago hervía de comentarios, todos querían acudir a la fiesta, me llegaban regalos inesperados y profusos mensajes de amistad de personas que el día anterior apenas me miraban, pero debimos limitar la lista a los antiguos capitanes que llegaron con nosotros a Chile en 1540, los funcionarios reales y del cabildo. Trajimos indios auxiliares de las chacras y los vestimos con impecables uniformes, pero no pudimos ponerles calzado porque no lo soportaban. Alumbramos con centenares de bujías, lámparas de sebo y antorchas con resina de pino, que perfumaban el aire. La casa lucía espléndida, llena de flores, grandes fuentes con frutas de la estación y jaulas de pájaros. Servimos vino peruano de buena cepa y un vino chileno, que Rodrigo y yo empezábamos a producir. Sentamos a treinta invitados en la mesa principal y a cien mas en otras salas y en los patios. Decidí que esa noche las mujeres se sentarían a la mesa con los hombres, como había oído que se hace en Francia, en vez de que lo hicieran en cojines en el suelo, como en España. Sacrificamos cochinillos y corderos, para ofrecer una variedad de platos, además de aves rellenas y pescados de la costa, que trajimos vivos en agua de mar. Había una mesa sólo para los postres, tortas, hojaldres, merengues, yemas quemadas, dulce de leche, fruta. La brisa paseaba por la ciudad los olores del banquete, ajo, carne asada, caramelo. Los invitados acudieron con sus mejores galas, rara vez había ocasión de sacar los trapos de lujo del fondo de los baúles. La mujer más bella de la fiesta fue Cecilia, por supuesto, con un vestido azulino ceñido por un cinturón de oro y adornada con sus joyas de princesa inca. Trajo a un negrito, que se instaló detrás de su silla a abanicarla con un plumero, finísimo detalle que nos dejó a todos los demás, gente ruda, atónitos. Valdivia apareció con María de Encio, quien no se veía mal, debo reconocerlo, pero no trajo a la otra porque presentarse con dos concubinas habría sido un bofetón a la cara de nuestra pequeña pero orgullosa sociedad. Me besó la mano y me halagó con las galanterías propias de estos casos. Me pareció percibir en su mirada una mezcla de tristeza y celos, pero pueden ser ideas mías. Cuando nos sentamos a la mesa, levantó su copa para brindar por Rodrigo y por mí, sus anfitriones, e hizo un sentido discurso comparando la dura época de la hambruna en Santiago, sólo diez años antes, con la abundancia actual.

– En este banquete imperial, bella doña Inés, sólo falta una cosa… -concluyó, con la copa en alto y los ojos húmedos.

– No me diga más, vuestra merced -contesté.

En ese momento entraste tú, Isabel, vestida de organdí y coronada de cintas y flores, con una fuente de plata, cubierta por una servilleta de lino blanco, que contenía una empanada para el gobernador. Un aplauso cerrado celebró la ocurrencia, porque todos recordaban los tiempos de las vacas flacas, cuando hacíamos empanadas de lo que hubiese a mano, incluso de lagartijas.

Después de la cena hubo baile, pero Valdivia, quien fuera un ágil bailarín, con buen oído y gracia natural, no participó, pretextando dolor de huesos. Una vez que los invitados se fueron y los criados terminaron de repartir los restos del banquete entre los pobres, que acudieron a oír la fiesta desde la plaza de Armas, cerrar la casa y apagar las bujías, Rodrigo y yo caímos extenuados a la cama. Apoyé la cabeza en su pecho, como siempre, y me dormí sin sueños durante seis horas, que para mí, siempre insomne, es una eternidad.

El gobernador se quedó en Santiago tres meses. En ese tiempo tomó una decisión que seguramente había pensado mucho: mandó a Jerónimo de Alderete a España a entregar sesenta mil pesos de oro al rey, el quinto correspondiente a la Corona, suma ridícula si se compara con los galeones cargados de ese metal que salían del Perú. Llevaba cartas para el monarca con varias peticiones, entre otras, que le otorgara un marquesado y la Orden de Santiago. También en eso Valdivia había cambiado, ya no era el hombre que se jactaba de despreciar títulos y honores. Además, él, a quien antes repugnaba la esclavitud, solicitaba permiso para encargar dos mil esclavos negros sin pagar impuesto. La segunda parte de la misión de Alderete consistía en visitar a Marina Ortiz de Gaete, quien todavía vivía en el modesto solar de Castuera, darle dinero e invitarla a venir a Chile a ocupar el rango de gobernadora junto a su marido, a quien no había visto durante diecisiete años. Me encantaría saber cómo recibieron esta noticia María y Juana. Lamento que Jerónimo de Alderete no pudiese traer la respuesta positiva del rey. Su ausencia duró casi tres años, según recuerdo, debido a las demoras de navegar por el océano y porque el emperador no era hombre de andar con prisas. A su regreso, cuando cruzaba el istmo de Panamá, el capitán agarró una pestilencia tropical que lo despachó a mejor vida. Era muy buen soldado y leal amigo este Jerónimo de Alderete, espero que la Historia le reserve el sitial que merece. Entretanto, Pedro de Valdivia murió sin enterarse de que por fin había obtenido las prebendas solicitadas.

Al recibir la invitación de su marido para viajar a ese reino, que ella imaginaba como Venecia, vaya una a saber por qué, y los siete mil quinientos pesos de oro para sus gastos, Marina Ortiz de Gaete se compró un trono dorado, un ajuar imperial y se hizo acompañar por un impresionante séquito que incluía a varios miembros de su familia. La pobre mujer llegó a Chile convertida en viuda; aquí descubrió que Pedro la había dejado arruinada y, para colmo de males, antes de seis meses todos sus sobrinos, a quienes adoraba, murieron en la guerra con los indios. No puedo menos que compadecerla.

Durante el tiempo que Pedro de Valdivia estuvo en Santiago nos vimos poco y sólo en reuniones sociales, rodeados de otras personas que nos observaban con malicia, esperando sorprendernos en un gesto de intimidad o tratando de adivinar nuestros sentimientos. En esta ciudad no se podía dar un paso sin ser atisbada por las ventanas y criticada. ¿Por qué hablo en pasado? Estamos en 1580 y la gente sigue siendo igual de chismosa. Después de haber compartido con Pedro los años más intensos de mi juventud, sentía un raro despego en su presencia, me parecía que el hombre que yo había amado con una pasión desesperada era otro. Poco antes de que él anunciara su regreso al sur, donde pensaba visitar las nuevas ciudades y seguir buscando el escurridizo estrecho de Magallanes, vino a verme González de Marmolejo.

– Quería contarte, hija, que el gobernador ha solicitado al rey que me nombre obispo de Chile -me dijo.

– Eso ya lo sabe todo Santiago, padre. Decidme a qué habéis venido en realidad.

– ¡Qué atrevida eres, Inés! -se rió el clérigo.

– Vamos, desembuchad, padre.

– El gobernador desea hablarte en privado, hija, y como es lógico no puede ser en tu casa, en la de él ni en un lugar público. Se deben guardar las apariencias. Le ofrecí que se encontrara contigo en mi residencia…

– ¿Sabe Rodrigo de esto?

– El gobernador no cree necesario molestar a tu marido con esta nimiedad, Inés.

Me resultaron sospechosos el mensajero, el recado y el secreto, así es que se lo comuniqué a Rodrigo ese mismo día, para evitar problemas, y entonces me enteré de que éste ya lo sabía, porque Valdivia le había pedido permiso para citarse conmigo a solas. ¿Por qué, entonces, pretendía que yo se lo ocultara a mi marido? ¿Y por qué Rodrigo no me lo mencionó? Supongo que el primero quiso ponerme a prueba, pero no creo que ésa fuese la intención del segundo; Rodrigo era incapaz de tales manejos.

– ¿Sabes para qué quiere hablar conmigo Pedro? -le pregunté a mi marido.

– Desea explicarte por qué actuó como lo hizo, Inés.

– ¡Han pasado más de tres años! ¿Y ahora viene con explicaciones? Muy raro me parece.

– Si no quieres hablar con él, se lo diré derechamente.

– ¿No te molesta que me encuentre a solas con él?

– Tengo plena confianza en ti, Inés. Jamás te ofendería con celos.

– Tú no pareces español, Rodrigo. Debes de tener sangre de holandés en las venas.

Al día siguiente acudí a la casa de González de Marmolejo, la más grande y lujosa de Chile después de la mía. La fortuna del clérigo sin duda era de origen milagroso. Me recibió su ama de llaves quechua, una mujer muy sabia, conocedora de plantas medicinales y tan buena amiga mía que no necesitaba disimular que hacía vida marital con el futuro obispo desde hacía años. Cruzamos varios salones, comunicados por puertas dobles talladas por un artesano, que el clérigo hizo traer del Perú, y llegamos a una habitación pequeña, donde tenía su escritorio y la mayor parte de sus libros. El gobernador, vestido con esmero en jubón rojo oscuro de mangas acuchilladas, calzas verdosas y gorra de seda negra con una pluma coqueta, se adelantó para saludarme. El ama de llaves se retiró con discreción y cerró la puerta. Entonces, al verme a solas con Pedro, sentí que me latían las sienes y se me desbocaba el corazón, pensé que no sería capaz de sostener la mirada de esos ojos azules, cuyos párpados había besado a menudo cuando él dormía. Por mucho que Pedro hubiese cambiado, en algún momento fue el amante a quien seguí al fin del mundo. Pedro me puso las manos en los hombros y me dio vuelta hacia la ventana, para observarme a la luz.

– ¡Eres tan hermosa, Inés! ¿Cómo puede ser que para ti no pase el tiempo? -suspiró, conmovido.

– Necesitas vidrios para ver -le dije, dando un paso atrás para desprenderme de sus manos.

– Dime que eres feliz. Es muy importante para mí que lo seas.

– ¿Por qué? ¿Mala conciencia, acaso?

Sonreí, él se rió también y ambos respiramos aliviados, se había roto el hielo. Me contó en detalle el juicio que enfrentó en el Perú y la condena de La Gasca; la idea de casarme con otro se le ocurrió a él como única forma de salvarme del destierro y la pobreza.

– Al proponerle esa solución a La Gasca me clavé una daga en el pecho, Inés, y todavía sangro. Siempre te he amado, eres la única mujer de mi vida, las demás no cuentan. Saberte casada con otro me causa un dolor atroz.

– Siempre fuiste celoso.

– No te burles, Inés. Sufro mucho por no tenerte conmigo, pero celebro que seas rica y te hayas desposado con el mejor hidalgo de este reino.

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