Nadie supo del cumpleaños de Eliza y por lo tanto no lo celebraron, pero de todos modos esa noche del 15 de marzo fue memorable para ella y los demás. Los clientes habían vuelto al galpón, las palomas estaban siempre ocupadas, el Chilenito aporreaba el piano con sincero entusiasmo y Joe sacaba cuentas optimistas. El invierno no había sido tan malo, después de todo, lo peor de la epidemia estaba pasando y no quedaban enfermos en los petates. Esa noche había una docena de mineros bebiendo a conciencia, mientras afuera el viento arrancaba de cuajo las ramas de los pinos. A eso de las once se desató el infierno. Nadie pudo explicar cómo comenzó el incendio y Joe siempre sospechó de la otra madame. Las maderas prendieron como petardos y en un instante empezaron a arder las cortinas, los chales de seda y los colgajos de la cama. Todos escaparon ilesos, incluso alcanzaron a echarse unas mantas encima y Eliza cogió al vuelo la caja de lata que contenía sus preciosas cartas. Las llamas y el humo envolvieron rápidamente el local y en menos de diez minutos ardía como una antorcha, mientras las mujeres a medio vestir, junto a sus mareados clientes, observaban el espectáculo en total impotencia. Entonces Eliza echó una mirada contando a los presentes y se dio cuenta horrorizada que faltaba Tom Sin Tribu. El niño había quedado durmiendo en la cama que ambos compartían. No supo cómo le arrebató una cobija a Esther de los hombros, se cubrió la cabeza y corrió atravesando de un empellón el delgado tabique de madera ardiendo, seguida por Babalú, quien intentaba detenerla a gritos sin entender por qué se lanzaba al fuego. Encontró al chico de pie en la humareda, con los ojos despavoridos, pero perfectamente sereno. Le tiró la manta encima y trató de levantarlo en brazos, pero era muy pesado y un acceso de tos la dobló en dos. Cayó de rodillas empujando a Tom para que corriera hacia afuera, pero él no se movió de su lado y los dos habrían quedado reducidos a ceniza si Babalú no aparece en ese instante para coger uno en cada brazo como si fueran paquetes y salir con ellos a la carrera en medio de la ovación de quienes esperaban afuera.
– ¡Condenado muchacho! ¡Qué hacías allí adentro! -reprochaba Joe al indiecito mientras lo abrazaba, lo besaba y le daba cachetazos para que respirara.
Gracias a que el galpón quedaba aislado, no ardió medio pueblo, como señaló después el "sheriff", quien tenía experiencia en incendios porque ocurrían con demasiada frecuencia por esos lados. Al resplandor acudió una docena de voluntarios encabezados por el herrero a combatir las llamas, pero ya era tarde y sólo pudieron rescatar el caballo de Eliza, del cual nadie se había acordado en la pelotera de los primeros minutos y todavía estaba amarrado en su cobertizo, loco de terror. Joe Rompehuesos perdió esa noche cuanto poseía en el mundo y por primera vez la vieron flaquear. Con el niño en los brazos presenció la destrucción, sin poder contener las lágrimas, y cuando sólo quedaron tizones humeantes escondió la cara en el pecho enorme de Babalú, a quien se le habían chamuscado cejas y pestañas. Ante la debilidad de esa madraza, a quien creían invulnerable, las cuatro mujeres rompieron a llorar a coro en un racimo de enaguas, cabelleras alborotadas y carnes temblorosas. Pero la red de solidaridad comenzó a funcionar aún antes que se apagaran las llamas y en menos de una hora había alojamiento disponible para todos en varias casas del pueblo y uno de los mineros, a quien Joe salvó de la disentería, inició una colecta. El Chilenito, Babalú, y el niño -los tres varones de la comparsa- pasaron la noche en la herrería. James Morton colocó dos colchones con gruesas cobijas junto a la forja siempre caliente y sirvió un espléndido desayuno a sus huéspedes, preparado con esmero por la esposa del predicador que los domingos denunciaba a grito abierto el ejercicio descarado del vicio, como llamaba a las actividades de los dos burdeles.
– No es el momento para remilgos, estos pobres cristianos están tiritando -dijo la esposa del reverendo cuando se presentó en la herrería con su guiso de liebre, una jarra de chocolate y galletas de canela.
La misma señora recorrió el pueblo pidiendo ropa para las palomas, que seguían en enaguas, y la respuesta de las otras damas fue generosa. Evitaban pasar frente al local de la otra madame, pero habían tenido que relacionarse con Joe Rompehuesos durante la epidemia y la respetaban. Así fue como las cuatro pindongas anduvieron un buen tiempo vestidas de señoras modestas, tapadas del cuello hasta los pies, hasta que pudieron reponer sus atuendos rumbosos. La noche del incendio la esposa del pastor quiso llevarse a Tom Sin Tribu a su casa, pero el niño se aferró del cuello de Babalú y no hubo poder humano capaz de arrancarlo de allí. El gigante había pasado horas insomne, con el Chilenito acurrucado en uno de su brazos y el niño en el otro, bastante picado por las miradas sorprendidas del herrero.
– Sáquese esa idea de la cabeza, hombre. No soy maricón -farfulló indignado, pero sin soltar a ninguno de los dos durmientes.
La colecta de los mineros y la bolsa de café enterrada bajo el roble sirvieron para instalar a los damnificados en una casa tan cómoda y decente, que Joe Rompehuesos pensó renunciar a su compañía itinerante y establecerse allí. Mientras otros pueblos desaparecían cuando los mineros se movilizaban hacia nuevos lavaderos, éste crecía, se afirmaba e incluso pensaban cambiarle el nombre por uno más digno. Cuando terminara el invierno volverían a subir hacia los faldeos de la sierra nuevas oleadas de aventureros y la otra madame se estaba preparando. Joe Rompehuesos sólo contaba con tres chicas, porque era evidente que el herrero pensaba arrebatarle a Esther, pero ya vería cómo se las arreglaba. Había ganado cierta consideración con su obras de compasión y no deseaba perderla: por primera vez en su agitada existencia se sentía aceptada en una comunidad. Eso era mucho más de lo que tuvo entre holandeses en Pennsylvania y la idea de echar raíces no estaba del todo mal a su edad. Al enterarse de esos planes, Eliza decidió que si Joaquín Andieta -o Murieta- no aparecía en la primavera, tendría que despedirse de sus amigos y seguir buscándolo.
A finales del otoño Tao Chi´en recibió la última carta de Eliza que había pasado de mano en mano durante varios meses siguiendo su rastro hasta San Francisco. Había dejado Sacramento en abril. El invierno en esa ciudad se le hizo eterno, sólo lo sostuvieron las cartas de Eliza, que llegaban esporádicamente, la esperanza de que el espíritu de Lin lo ubicara y su amistad con el otro "zhong yi". Había conseguido libros de medicina occidental y asumía encantado la paciente tarea de traducirlos línea por línea a su amigo, así ambos absorbían al mismo tiempo esos conocimientos tan diferentes a los suyos. Se enteraron que en Occidente poco se sabía de plantas fundamentales, de prevenir enfermedades o del "qi", la energía del cuerpo no se mencionaba en esos textos, pero estaban mucho más avanzados en otros aspectos. Con su amigo pasaba días comparando y discutiendo, pero el estudio no fue suficiente consuelo; le pesaba tanto el aislamiento y la soledad, que abandonó su casucha de tablas y su jardín de plantas medicinales y se trasladó a vivir en un hotel de chinos, donde al menos oía su lengua y comía a su gusto. A pesar de que sus clientes eran muy pobres y a menudo los atendía gratis, había ahorrado dinero. Si Eliza regresara se instalarían en una buena casa, pensaba, pero mientras estuviera solo el hotel bastaba. El otro "zhong yi" planeaba encargar una joven esposa a China e instalarse definitivamente en los Estados Unidos, porque a pesar de su condición de extranjero, allí podía tener mejor vida que en su país. Tao Chi´en lo advirtió contra la vanidad de los "lirios dorados", especialmente en América, donde se caminaba tanto y los "fan güey" se burlarían de una mujer con pies de muñeca. "Pídale al agente que le traiga una esposa sonriente y sana, todo lo demás no importa", le aconsejó, pensando en el breve paso por este mundo de su inolvidable Lin y en cuanto más feliz hubiera sido con los pies y los pulmones fuertes de Eliza. Su mujer andaba perdida, no sabía ubicarse en esa tierra extraña. La invocaba en sus horas de meditación y en sus poesías, pero no volvió a aparecer ni siquiera en sus sueños. La última vez que estuvo con ella fue aquel día en la bodega del barco, cuando ella lo visitó con su vestido de seda verde y las peonías en el peinado para pedirle que salvara a Eliza, pero eso había sido a la altura del Perú y desde entonces había pasado tanta agua, tierra y tiempo, que Lin seguramente vagaba confundida. Imaginaba al dulce espíritu buscándolo en ese vasto continente desconocido sin lograr ubicarlo. Por sugerencia del "zhong yi" mandó pintar un retrato de ella a un artista recién llegado de Shanghai, un verdadero genio del tatuaje y el dibujo, quien siguió sus precisas instrucciones, pero el resultado no hacía justicia a la transparente hermosura de Lin. Tao Chi´en formó un pequeño altar con el cuadro, frente al cual se sentaba a llamarla. No entendía por qué la soledad, que antes consideraba una bendición y un lujo, ahora le resultaba intolerable. El peor inconveniente de sus años de marinero había sido la falta de un espacio privado para la quietud o el silencio, pero ahora que lo tenía deseaba compañía. Sin embargo la idea de encargar una novia le parecía un disparate. Una vez antes los espíritus de sus antepasados le habían conseguido una esposa perfecta, pero tras esa aparente buena fortuna había una maldición oculta. Conoció el amor correspondido y ya nunca más volverían los tiempos de la inocencia, cuando cualquier mujer con pies pequeños y buen carácter le parecía suficiente. Se creía condenado a vivir del recuerdo de Lin, porque ninguna otra podría ocupar su lugar con dignidad. No deseaba una sirvienta o una concubina. Ni siquiera la necesidad de tener hijos para que honraran su nombre y cuidaran su tumba le servía de aliciente. Trató de explicárselo a su amigo, pero se enredó en el lenguaje, sin palabras en su vocabulario para expresar ese tormento. La mujer es una criatura útil para el trabajo, la maternidad y el placer, pero ningún hombre culto e inteligente pretendería hacer de ella su compañera, le había dicho su amigo la única vez que le confió sus sentimientos. En China bastaba echar una mirada alrededor para entender tal razonamiento, pero en América las relaciones entre esposos parecían diferentes. De partida, nadie tenía concubinas, al menos abiertamente. Las pocas familias de "fan güey" que Tao Chi´en había conocido en esa tierra de hombres solos, le resultaban impenetrables. No podía imaginar cómo funcionaban en la intimidad, dado que aparentemente los maridos consideraban a sus mujeres como iguales. Era un misterio que le interesaba explorar, como tantos otros en ese extraordinario país.