A finales de enero de 1850 cayó una de las peores heladas que se había visto por esos lados. Nadie se atrevía a salir de sus casas, el pueblo parecía muerto y durante más de diez días no acudió un solo cliente al galpón. Hacía tanto frío que el agua en las palanganas amanecía sólida, a pesar de las estufas siempre encendidas, y algunas noches debieron meter el caballo de Eliza al interior de la casa para salvarlo de la suerte de otros animales, que amanecían presos en bloques de hielo. Las mujeres dormían de a dos por cama y ella lo hacía con el niño, con quien había desarrollado un cariño celoso y feroz, que él devolvía con taimada constancia. La única persona de la compañía que podía competir con Eliza en el afecto del chiquillo era la Rompehuesos "Un día voy a tener un hijo fuerte y valiente como Tom Sin Tribu, pero mucho más alegre. Esta criatura no se ríe nunca" le contaba a Tao Chi´en en las cartas. Babalú, el Malo, no sabía dormir de noche y pasaba las largas horas de oscuridad paseando de un extremo a otro del galpón con sus botas rusas, sus aporreadas pieles y una manta sobre los hombros. Dejó de afeitarse la cabeza y lucía una corta pelambrera de lobo igual a la de su chaqueta. Esther le había tejido un gorro de lana color amarillo patito, que lo cubría hasta las orejas y le daba un aire de monstruoso bebé. Fue él quien sintió unos débiles golpes aquella madrugada y tuvo el buen criterio de distinguirlos del ruido del temporal. Entreabrió la puerta con su pistolón en la mano y encontró un bulto tirado en la nieve. Alarmado llamó a Joe y entre los dos, luchando con el viento para que no arrancara la puerta de cuajo, lograron arrastrarlo al interior. Era un hombre medio congelado.
No fue fácil reanimar al visitante. Mientras Babalú lo friccionaba e intentaba echarle brandy por la boca, Joe despertó a las mujeres, animaron el fuego de las estufas y pusieron a calentar agua para llenar la bañera, donde lo sumergieron hasta que poco a poco fue reviviendo, perdió el color azul y pudo articular unas palabras. Tenía la nariz, los pies y las manos quemados por el hielo. Era un campesino del estado mexicano de Sonora, que había venido como millares de sus compatriotas a los placeres de California, dijo. Se llamaba Jack, nombre gringo que sin duda no era el suyo, pero tampoco los demás en esa casa usaban sus nombres verdaderos. En las horas siguientes estuvo varias veces en el umbral de la muerte, pero cuando parecía que ya nada se podía hacer por él, regresaba del otro mundo y tragaba unos chorros de licor. A eso de las ocho, cuando por fin amainó el temporal, Joe ordenó a Babalú que fuera a buscar al doctor. Al oírla el mexicano, quien permanecía inmóvil y respiraba a gorgoritos como un pez, abrió los ojos y lanzó un ¡no! estrepitoso, asustándolos a todos. Nadie debía saber que estaba allí, exigió con tal ferocidad, que no se atrevieron a contradecirlo. No fueron necesarias muchas explicaciones: era evidente que tenía problemas con la justicia y ese pueblo con su horca en la plaza era el último del mundo donde un fugitivo desearía buscar asilo. Sólo la crueldad del temporal pudo obligarlo a acercarse por allí. Eliza nada dijo, pero para ella la reacción del hombre no fue una sorpresa: olía a maldad.
A los tres días Jack había recuperado algo de sus fuerzas, pero se le cayó la punta de la nariz y empezaron a gangrenársele dos dedos de una mano. Ni así lograron convencerlo de la necesidad de acudir al médico; prefería pudrirse de a poco que acabar ahorcado, dijo. Joe Rompehuesos reunió a su gente en el otro extremo del galpón y deliberaron en cuchicheos: debían cortarle los dedos. Todos los ojos se volvieron hacia Babalú, el Malo.
– ¿Yo? ¡Ni de vaina!
– ¡Babalú, hijo de la chingada, déjate de mariconerías! -exclamó Joe furiosa.
– Hazlo tú, Joe, yo no sirvo para eso.
– Si puedes destazar un venado, bien puedes hacer esto. ¿Qué son un par de miserables dedos?
– Una cosa es un animal y otra muy distinta es un cristiano.
– ¡No lo puedo creer! ¡Este hijo de la gran puta, con permiso de ustedes, muchachas, no es capaz de hacerme un favor insignificante como éste! ¡Después de todo lo que he hecho por ti, desgraciado!
– Disculpa, Joe. Nunca he hecho daño a un ser humano…
– ¡Pero de qué estás hablando! ¿No eres un asesino acaso? ¿No estuviste en prisión?
– Fue por robar ganado -confesó el gigante a punto de llorar de humillación.
– Yo lo haré -interrumpió Eliza, pálida, pero firme.
Se quedaron mirándola incrédulos. Hasta Tom Sin Tribu les parecía más apto para realizar la operación que el delicado Chilenito.
– Necesito un cuchillo bien afilado, un martillo, aguja, hilo y unos trapos limpios.
Babalú se sentó en el suelo con su cabezota entre las manos, horrorizado, mientras las mujeres preparaban lo necesario en respetuoso silencio. Eliza repasó lo aprendido junto a Tao Chi´en cuando extraían balas y cosían heridas en Sacramento. Si entonces pudo hacerlo sin pestañear, igual podría hacerlo ahora, decidió. Lo más importante, según su amigo, era evitar hemorragias e infecciones. No lo había visto hacer amputaciones, pero cuando curaban a los infortunados que llegaba sin orejas, comentaba que en otras latitudes cortaban manos y pies por el mismo delito. "El hacha del verdugo es rápida, pero no deja tejido para cubrir el muñón del hueso", había dicho Tao Chi´en. Le explicó las lecciones del doctor Ebanizer Hobbs, quien tenía práctica con heridos de guerra y le había enseñado cómo hacerlo. Menos mal en este caso son sólo dedos, concluyó Eliza.
La Rompehuesos saturó de licor al paciente hasta dejarlo inconsciente, Mientras Eliza desinfectaba el cuchillo calentándolo al rojo. Hizo sentar a Jack en una silla, le mojó la mano en una palangana con whisky y luego se la puso al borde de la mesa con los dedos malos separados. Murmuró una de las oraciones mágicas de Mama Fresia y cuando estuvo lista hizo una señal silenciosa a las mujeres para que sujetaran al paciente. Apoyó el cuchillo sobre los dedos y le dio un golpe certero de martillo, hundiendo la hoja, que rebanó limpiamente los huesos y quedó clavada en la mesa. Jack lanzó un alarido desde el fondo del vientre, pero estaba tan intoxicado que no se dio cuenta cuando ella lo cosía y Esther lo vendaba. En pocos minutos el suplicio había terminado. Eliza se quedó mirando los dedos amputados y tratando de dominar las arcadas, mientras las mujeres acostaban a Jack en uno de los petates. Babalú, el Malo, quien había permanecido lo más lejos posible del espectáculo, se acercó tímidamente, con su gorro de bebé en la mano.
– Eres todo un hombre, Chilenito -murmuró, admirado.
En marzo Eliza cumplió calladamente dieciocho años, mientras esperaba que tarde o temprano apareciera su Joaquín en la puerta, tal como haría cualquier hombre en cien millas a la redonda, como sostenía Babalú. Jack, el mexicano, se repuso en pocos días y se escabulló de noche sin despedirse de nadie, antes que cicatrizaran sus dedos. Era un tipo siniestro y se alegraron cuando se fue. Hablaba muy poco y estaba siempre en ascuas, desafiante, listo para atacar ante la menor sombra de una provocación imaginada. No dio muestras de agradecimiento por los favores recibidos, al contrario, cuando despertó de la borrachera y supo que le habían amputado los dedos de disparar, se lanzó en una retahíla de maldiciones y amenazas, jurando que el hijo de perra que le había malogrado la mano iba a pagarlo con su propia vida. Entonces a Babalú se le agotó la paciencia. Lo cogió como un muñeco, lo levantó a su altura, le clavó los ojos y le dijo con la voz suave que usaba cuando estaba a punto de estallar.
– Ése fui yo: Babalú, el Malo. ¿Hay algún problema?
Apenas se le pasó la fiebre, Jack quiso aprovechar a las palomas para darse un gusto, pero lo rechazaron en coro: no estaban dispuestas a darle nada gratis y él tenía los bolsillos vacíos, como habían comprobado cuando lo desvistieron para meterlo en la bañera la noche en que apareció congelado. Joe Rompehuesos se dio el trabajo de explicarle que si no le cortan los dedos habría perdido el brazo o la vida, así es que más le valía agradecer al cielo haber caído bajo su techo. Eliza no permitía que Tom Sin Tribu se acercara al tipo y ella sólo lo hacía para pasarle la comida y cambiar los vendajes, porque el olor de la maldad le molestaba como una presencia tangible. Tampoco Babalú podía soportarlo y mientras estuvo en la casa se abstuvo de hablarle. Consideraba a esas mujeres como sus hermanas y se ponía frenético cuándo Jack se insinuaba con comentarios obscenos. Ni en caso de extrema necesidad se le habría ocurrido utilizar los servicios profesionales de sus compañeras, para él equivalía a cometer incesto, si su naturaleza lo apremiaba iba a los locales de la competencia y le había advertido al Chilenito que debía hacer lo mismo, en el caso improbable que se curara de sus malas costumbres de señorita.
Mientras servía un plato de sopa a Jack, Eliza se atrevió finalmente a interrogarlo sobra Joaquín Andieta.
– ¿Murieta? -preguntó él, desconfiado.
– Andieta.
– No lo conozco.
– Tal vez se trata del mismo -sugirió Eliza.
– ¿Qué quieres con él?
– Es mi hermano. Vine desde Chile para encontrarlo.
– ¿Cómo es tu hermano?
– No muy alto, con el pelo y los ojos negros, la piel blanca, como yo, pero no nos parecemos. Es delgado, musculoso, valiente y apasionado. Cuando habla todos se callan.
– Así es Joaquín Murieta, pero no es chileno, es mexicano.
– ¿Está seguro?
– Seguro no estoy de nada, pero si veo a Murieta le diré que lo buscas.
A la noche siguiente se fue y no supieron más de él, pero dos semanas más tarde encontraron en la puerta del galpón una bolsa con dos libras de café. Poco después Eliza la abrió para preparar el desayuno y vio que no era café, sino oro en polvo. Según Joe Rompehuesos podía provenir de cualquiera de los mineros enfermos que ellas habían cuidado durante ese período, pero Eliza tuvo la corazonada de que Jack la había dejado como una forma de pago. Ese hombre no estaba dispuesto a deber un favor a nadie. El domingo supieron que el "sheriff" estaba organizando una partida de vigilantes para buscar al asesino de un minero: lo habían encontrado en su cabaña, donde pasaba solo el invierno, con nueve puñaladas en el pecho y los ojos reventados. No había ni rastro de su oro y por la brutalidad del crimen echaron la culpa a los indios. Joe Rompehuesos no quiso verse en líos, enterró las dos libras de oro debajo de un roble y dio instrucciones perentorias a su gente de cerrar la boca y no mencionar ni por broma al mexicano de los dedos cortados ni la bolsa de café. En los dos meses siguientes los vigilantes mataron media docena de indios y se olvidaron del asunto, porque tenían entre manos otros problemas más urgentes, y cuando el jefe de la tribu apareció dignamente a pedir explicaciones, también lo despacharon. Indios, chinos, negros o mulatos no podían atestiguar en un juicio contra un blanco. James Morton y los otros tres cuáqueros del pueblo fueron los únicos que se atrevieron a enfrentar a la muchedumbre dispuesta al linchamiento. Se plantaron sin armas formando un círculo en torno al condenado, recitando de memoria los pasajes de la Biblia que prohibían matar a un semejante, pero la turba los apartó a empujones.