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En la panza del "Emilia" se apilaban el variado equipaje de los viajeros y el cargamento destinado al comercio en California, organizados de manera de sacar el máximo de partido al limitado espacio. Nada de eso se tocaba hasta la destinación final y nadie entraba allí excepto el cocinero, el único con acceso autorizado a los alimentos secos, racionados severamente. Tao Chi´en guardaba las llaves colgadas a la cintura y respondía personalmente ante el capitán por el contenido de las bodegas. Allí, en lo más profundo y oscuro de la cala, en un hueco de dos por dos metros, Eliza. Las paredes y el techo de su cuchitril estaban formados por baúles y cajones de mercadería, su cama era un saco y no había más luz que un cabo de vela. Disponía de una escudilla para la comida, una jarro de agua y un orinal. Podía dar un par de pasos y estirarse entre los bultos y podía llorar y gritar a su antojo, porque el azote de las olas contra el barco se tragaba su voz. Su único contacto con el mundo exterior era Tao Chi´en, quien bajaba con diversos pretextos cuando podía para alimentarla y vaciar la bacinilla.

Por toda compañía contaba con un gato, encerrado en la bodega para controlar las ratas, pero en las terribles semanas de navegación el infortunado animal se fue volviendo loco y al final, por lástima, Tao Chi´en le rebanó el cuello con su cuchillo.

Eliza entró al barco en un saco al hombro de un estibador, de los muchos que subieron la carga y el equipaje en Valparaíso. Nunca supo cómo se las arregló Tao Chi´en para obtener la complicidad del hombre y burlar la vigilancia del capitán y el piloto, quienes anotaban en un libro todo lo que entraba. Había escapado pocas horas antes mediante un complicado ardid, que incluía falsificar una invitación escrita de la familia del Valle para visitar su hacienda por unos días. No era una idea descabellada. En un par de ocasiones anteriores las hijas de Agustín del Valle la habían convidado al campo y Miss Rose le había permitido ir, siempre acompañada por Mama Fresia. Se despidió de Jeremy, Miss Rose y su tío John con fingida liviandad, mientras sentía en el pecho el peso de una roca. Los vio sentados a la mesa del desayuno leyendo periódicos ingleses, completamente inocentes de sus planes, y una dolorosa incertidumbre estuvo a punto de hacerla desistir. Eran su única familia, representaban seguridad y bienestar, pero ella había cruzado la línea de la decencia y no había vuelta atrás. Los Sommers la habían educado con estrictas normas de buen comportamiento y una falta tan grave ensuciaba el prestigio de todos. Con su huida la reputación de la familia quedaba manchada, pero al menos existiría la duda: siempre podían decir que ella había muerto. Cualquiera que fuese la explicación que dieran al mundo, no estaría allí para verlos sufrir la vergüenza. La odisea de salir en busca de su amante le parecía el único camino posible, pero en aquel momento de silenciosa despedida la asaltó tanta tristeza, que estuvo a punto de echarse a llorar y confesarlo todo. Entonces la última imagen de Joaquín Andieta en la noche de su partida acudió con una precisión atroz para recordarle su deber de amor. Se acomodó unas mechas sueltas del peinado, se colocó el bonete de paja italiana y salió diciendo adiós con un gesto de la mano.

Llevaba la maleta preparada por Miss Rose con sus mejores vestidos de verano, unos reales sustraídos de la habitación de Jeremy Sommers y las joyas de su ajuar. Tuvo la tentación de apoderarse también de las de Miss Rose, pero en el último instante la derrotó el respeto por esa mujer que le había servido de madre. En su habitación, dentro del cofre vacío, dejó una breve nota agradeciendo lo mucho que había recibido y reiterando cuánto los quería. Agregó una confesión de lo que se llevaba, para proteger a los sirvientes de cualquier sospecha. Mama Fresia había puesto en la maleta sus botas más firmes, así como sus cuadernos y el atado de cartas de amor de Joaquín Andieta. Llevaba además una pesada manta de lana de Castilla, regalo de su tío John. Salieron sin provocar sospechas. El cochero las dejó en la calle de la familia del Valle y sin esperar que les abrieran la puerta, se perdió de vista. Mama Fresia y Eliza enfilaron rumbo al puerto para encontrarse con Tao Chi´en en el sitio y a la hora convenidos.

El hombre las estaba aguardando. Tomó la maleta de manos de Mama Fresia e indicó a Eliza que lo siguiera. La muchacha y su nana se abrazaron largamente. Tenían la certeza de que no volverían a verse, pero ninguna de las dos vertió lágrimas.

– ¿Qué le dirás a Miss Rose, mamita?

– Nada. Ahora mismo me voy donde mi gente en el sur, donde nadie me encuentre nunca más.

– Gracias, mamita. Siempre me acordaré de ti…

– Y yo voy a rezar para que te vaya bien, mi niña -fue lo último que oyó Eliza de labios de Mama Fresia, antes de entrar a una casucha de pescadores tras los pasos del cocinero chino.

En la sombría habitación de madera sin ventanas, olorosa a redes húmedas, cuya única ventilación provenía de la puerta, Tao Chi´en entregó a Eliza unos pantalones calzonudos y un blusón muy usado, indicándole que se los pusiera. No hizo ademán de retirarse o de volverse por discreción. Eliza vaciló, jamás se había quitado la ropa delante de un hombre, sólo de Joaquín Andieta, pero Tao Chi´en no percibió su confusión, pues carecía del sentido de la privacidad; el cuerpo y sus funciones le resultaban naturales y consideraba el pudor un inconveniente, más que una virtud. Ella comprendió que no era buen momento para escrúpulos, el barco partía esa misma mañana y los últimos botes estaban llevando el equipaje rezagado. Se quitó el sombrerito de paja, desabotonó sus botines de cordobán y el vestido, soltó las cintas de sus enaguas y, muerta de vergüenza, le señaló al chino que la ayudara a desatar el corsé. A medida que sus atuendos de niña inglesa se amontonaban en el suelo, iba perdiendo uno a uno los contactos con la realidad conocida y entrando inexorablemente en la extraña ilusión que sería su vida en los próximos años. Tuvo claramente la sensación de empezar otra historia en la que ella era protagonista y narradora a la vez.

El Cuarto Hijo

Tao Chi´en no siempre tuvo ese nombre. En verdad no tuvo nombre hasta los once años, sus padres eran demasiado pobres para ocuparse de detalles como ése: se llamaba simplemente el Cuarto Hijo. Había nacido nueve años antes que Eliza, en una aldea de la provincia de Kuangtung, a un día y medio de marcha a pie de la ciudad de Cantón. Venía de una familia de curanderos. Por incontables generaciones los hombres de su sangre se transmitieron de padres a hijos conocimiento sobre plantas medicinales, arte para extraer malos humores, magia para espantar demonios y habilidad para regular la energía, "qi". El año en que nació el Cuarto Hijo la familia se encontraba en la mayor miseria, había ido perdiendo la tierra en manos de prestamistas y tahúres. Los oficiales del Imperio recaudaban impuestos, se guardaban el dinero y luego aplicaban nuevos tributos para cubrir sus robos, además de cobrar comisiones ilegales y sobornos. La familia del Cuarto Hijo, como la mayoría de los campesinos, no podía pagarles. Si lograban salvar de los mandarines unas monedas de sus magros ingresos, las perdían de inmediato en el juego, una de las pocas diversiones al alcance de los pobres. Se podía apostar en carreras de sapos y saltamontes, peleas de cucarachas o en el "fan tan", amén de muchos otros juegos populares.

El Cuarto Hijo era un niño alegre, que se reía por nada, pero también tenía una tremenda capacidad de atención y curiosidad por aprender. A los siete años sabía que el talento de un buen curandero consiste en mantener el equilibrio del "yin" y el "yang", a los nueve conocía las propiedades de las plantas de la región y podía ayudar a su padre y hermanos mayores en la engorrosa preparación de los emplastos, pomadas, tónicos, bálsamos, jarabes, polvos y píldoras de la farmacopea campesina. Su padre y el Primer Hijo viajaban a pie de aldea en aldea ofreciendo curaciones y remedios, mientras los hijos Segundo y Tercero cultivaban un mísero pedazo de tierra, único capital de la familia. El Cuarto Hijo tenía la misión de recolectar plantas y le gustaba hacerlo, porque le permitía vagar por los alrededores sin vigilancia, inventando juegos e imitando las voces de los pájaros. A veces, si le quedaban fuerzas después de cumplir con las inacabables tareas de la casa, lo acompañaba su madre, quien por su condición de mujer no podía trabajar la tierra sin atraer las burlas de los vecinos. Habían sobrevivido a duras penas, cada vez más endeudados, hasta ese año fatal de 1834, cuando los peores demonios se abatieron sobre la familia. Primero se volcó una olla de agua hirviendo sobre la hermana menor, de apenas dos años, escaldándola de la cabeza a los pies. Le aplicaron clara de huevo sobre las quemaduras y la trataron con las yerbas indicadas para esos casos, pero en menos de tres días la niña se agotó de sufrir y murió. La madre no se repuso. Había perdido otros hijos en la infancia y cada uno le dejó una herida en el alma, pero el accidente de la pequeña fue como el último grano de arroz que vuelca el tazón. Empezó a decaer a ojos vista, cada día más flaca, la piel verdosa y los huesos quebradizos, sin que los brebajes de su marido lograran demorar el avance inexorable de su misteriosa enfermedad, hasta que una mañana la encontraron rígida, con una sonrisa de alivio y los ojos en paz, porque al fin iba a reunirse con sus niños muertos. Los ritos funerarios fueron muy simples, por tratarse de una mujer. No pudieron contratar a un monje ni tenían arroz para ofrecer a los parientes y vecinos durante la ceremonia, pero al menos se cercioraron de que su espíritu no se refugiara en el techo, el pozo o las cuevas de las ratas, desde donde podría acudir más tarde a penarles. Sin la madre, quien con su esfuerzo y su paciencia a toda prueba mantuvo a la familia unida, fue imposible detener la calamidad. Fue un año de tifones, malas cosechas y hambruna, el vasto territorio de la China se pobló de pordioseros y bandidos. La niña de siete años que quedaba en la familia, fue vendida a un agente y no se volvió a saber de ella. El Primer Hijo, destinado a reemplazar al padre en el oficio de médico ambulante, fue mordido por un perro enfermo y murió poco después con el cuerpo tenso como un arco y echando espumarajos por la boca. Los hijos Segundo y Tercero estaban ya en edad de trabajar y en ellos recayó la tarea de cuidar a su padre en vida, cumplir con los ritos funerarios a su muerte y honrar su memoria y la de sus otros antepasados varones por cinco generaciones. El Cuarto Hijo no era particularmente útil y tampoco había cómo alimentarlo, de modo que su padre lo vendió en servidumbre por diez años a unos comerciantes que pasaban en caravana por las cercanías de la aldea. El niño tenía once años.

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