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El día anterior había visto un grupo de mujeres en el puerto negociando para embarcarse. Por su aspecto tan diferente a las que normalmente cruzaban por la calle, cubiertas invierno y verano por mantos negros, supuso que serían las mismas pindongas con las cuales se divertía su tío John. "Son zorras, se acuestan por plata y se van a ir de patitas al infierno", le había explicado Mama Fresia en una ocasión. Había captado unas frases del capitán, contándole a Jeremy Sommers de las chilenas y peruanas que partían a California con planes de apoderarse del oro de los mineros, pero no podía imaginar cómo se las arreglaban para hacerlo. Si esas mujeres podían realizar el viaje solas y sobrevivir sin ayuda, también podía hacerlo ella, resolvió. Caminaba de prisa, con el corazón agitado y media cara tapada con su abanico, sudando en el calor de diciembre. Llevaba las joyas del ajuar en una pequeña bolsa de terciopelo. Sus botines nuevos resultaron una verdadera tortura y el corsé le apretaba la cintura; el hedor de las zanjas abiertas por donde corrían las aguas servidas de la ciudad, aumentaba sus náuseas, pero caminaba tan derecha como había aprendido en los años de equilibrar un libro sobre la cabeza y tocar el piano con una varilla metálica atada a la espalda. Mama Fresia, gimiendo y mascullando letanías en su lengua, apenas podía seguirla con sus várices y su gordura. Adónde vamos, niña por Dios, pero Eliza no podía contestarle porque no lo sabía. De una cosa estaba segura: no era cuestión de empeñar sus joyas y comprar un pasaje a California, porque no había forma de hacerlo sin que se enterara su tío John. A pesar de las decenas de barcos que recalaban a diario, Valparaíso era una ciudad pequeña y en el puerto todos conocían al capitán John Sommers. Tampoco contaba con documentos de identidad, mucho menos un pasaporte, imposible de obtener porque en esos días se había cerrado la Legación de los Estados Unidos en Chile por un asunto de amores contrariados del diplomático norteamericano con una dama chilena. Eliza resolvió que la única forma de seguir a Joaquín Andieta a California sería embarcándose como polizón. Su tío John le había contado que a veces se introducían viajeros clandestinos al barco con la complicidad de algún tripulante. Tal vez algunos lograban permanecer ocultos durante la travesía, otros morían y sus cuerpos iban a dar al mar sin que él se enterara, pero si llegaba a descubrirlos castigaba por igual al polizón y a quienes lo hubieran ayudado. Ése era uno de los casos, había dicho, en que ejercía con el mayor rigor su incuestionable autoridad de capitán: en alta mar no había más ley ni justicia que la suya.

La mayor parte de las transacciones ilegales del puerto, según su tío, se llevaban a cabo en las tabernas. Eliza jamás había pisado tales lugares, pero vio a una figura femenina dirigirse a un local cercano y la reconoció como una de las mujeres que estaban el día anterior en el muelle buscando la forma de embarcarse. Era una joven rechoncha con dos trenzas negras colgando a la espalda, vestida con falda de algodón, blusa bordada y una pañoleta en los hombros. Eliza la siguió sin pensarlo dos veces, mientras Mama Fresia se quedaba en la calle recitando advertencias: "Ahí sólo entran las putas, mi niña, es pecado mortal." Empujó la puerta y necesitó varios segundos para acostumbrarse a la oscuridad y al tufo de tabaco y cerveza rancia que impregnaba el aire. El lugar estaba atestado de hombres y todos los ojos se volvieron a mirar a las dos mujeres. Por un instante reinó un silencio expectante y luego empezó un coro de rechiflas y comentarios soeces. La otra avanzó con paso aguerrido hacia una mesa del fondo, lanzando manotazos a derecha e izquierda cuando alguien intentaba tocarla, pero Eliza retrocedió a ciegas, horrorizada, sin entender muy bien lo que ocurría ni por qué esos hombres le gritaban. Al llegar a la puerta se estrelló contra un parroquiano que iba entrando. El individuo lanzó una exclamación en otra lengua y alcanzó a sujetarla cuando ella resbalaba al suelo. Al verla quedó desconcertado: Eliza con su vestido virginal y su abanico estaba completamente fuera de lugar. Ella lo miró a su vez y reconoció al punto al cocinero chino que su tío había saludado el día anterior.

– ¿Tao Chi´en? -preguntó, agradecida de su buena memoria.

El hombre la saludó juntando las manos ante la cara e inclinándose repetidamente, mientras la rechifla continuaba en el bar. Dos marineros se pusieron de pie y se aproximaron tambaleantes. Tao Chi´en señaló la puerta a Eliza y ambos salieron.

– ¿Miss Sommers? -inquirió afuera.

Eliza asintió, pero no alcanzó a decir más porque fueron interrumpidos por los dos marineros del bar, que aparecieron en la puerta, a todas luces ebrios y buscando camorra.

– ¿Cómo te atreves a molestar a esta preciosa señorita, chino de mierda? -amenazaron.

Tao Chi´en agachó la cabeza, dio media vuelta e hizo ademán de irse, pero uno de los hombres lo interceptó cogiéndolo por la trenza y dándole un tirón, mientras el otro mascullaba piropos echando su aliento pasado a vino en la cara de Eliza. El chino se volvió con rapidez de felino y enfrentó al agresor. Tenía su descomunal cuchillo en la mano y la hoja brillaba como un espejo en el sol del verano. Mama Fresia lanzó un alarido y sin pensarlo más dio un empujón de caballo al marinero que estaba más cerca, cogió a Eliza por un brazo y echó a trotar calle abajo con una agilidad insospechada en alguien de su peso. Corrieron varias cuadras, alejándose de la zona roja, sin detenerse hasta llegar a la plazuela de San Agustín, donde Mama Fresia cayó temblando en el primer banco a su alcance.

– ¡Ay, niña! ¡Si se enteran de esto los patrones, me matan! Vámonos para la casa ahora mismo…

– Todavía no he hecho lo que vine a hacer, mamita. Tengo que volver a esa taberna.

Mama Fresia se cruzó de brazos, negándose de frentón a moverse de allí, mientras Eliza se paseaba a grandes zancadas, procurando organizar un plan en medio de su confusión. No disponía de mucho tiempo. Las instrucciones de Miss Rose habían sido muy claras: a las seis en punto las recogería el coche frente a la academia de baile para llevarlas de vuelta a casa. Debía actuar pronto, decidió, pues no se presentaría otra oportunidad. En eso estaban cuando vieron al chino avanzar serenamente hacia ellas, con su paso vacilante y su imperturbable sonrisa. Reiteró las venias usuales a modo de saludo y luego se dirigió a Eliza en buen inglés para preguntarle si la honorable hija del capitán John Sommers necesitaba ayuda. Ella aclaró que no era su hija, sino su sobrina, y en un arrebato de súbita confianza o desesperación le confesó que en verdad necesitaba su ayuda, pero se trataba de un asunto muy privado.

– ¿Algo que no puede saber el capitán?

– Nadie puede saberlo.

Tao Chi´en se disculpó. El capitán era buen hombre, dijo, lo había secuestrado de mala manera para subirlo a su barco, es cierto, pero se había portado bien con él y no pensaba traicionarlo. Abatida, Eliza se desplomó en el banco con la cara entre las manos, mientras Mama Fresia los observaba sin entender palabra de inglés, pero adivinando las intenciones. Por fin se acercó a Eliza y le dio unos tirones a la bolsa de terciopelo donde iban las joyas del ajuar.

– ¿Tú crees que en este mundo alguien hace algo gratis, niña? -dijo.

Eliza comprendió al punto. Se secó el llanto y señaló el banco a su lado, invitando al hombre a sentarse. Metió la mano en su bolsa, extrajo el collar de perlas, que su tío John le había regalado el día anterior, y lo colocó sobre las rodillas de Tao Chi´en.

– ¿Puede esconderme en un barco? Necesito ir a California -explicó.

– ¿Por qué? No es lugar para mujeres, sólo para bandidos.

– Voy a buscar algo.

– ¿Oro?

– Más valioso que el oro.

El hombre se quedó boquiabierto, pues jamás había visto a una mujer capaz de llegar a tales extremos en la vida real, sólo en las novelas clásicas donde las heroínas siempre morían al final.

– Con este collar puede comprar su pasaje. No necesita viajar escondida -le indicó Tao Chi´en, quien no pensaba embrollar su vida violando la ley.

– Ningún capitán me llevará sin avisar antes a mi familia.

La sorpresa inicial de Tao Chi´en se convirtió en franco estupor: ¡esa mujer pensaba nada menos que deshonrar a su familia y esperaba que él la ayudara! Se le había metido un demonio en el cuerpo, no había duda. Eliza volvió introducir la mano en la bolsa, sacó un broche de oro con turquesas y lo depositó sobre la pierna del hombre junto al collar.

– ¿Usted ha amado alguna vez a alguien más que a su propia vida, señor? -dijo.

Tao Chi´en la miró a los ojos por primera vez desde que se conocieron y algo debe haber visto en ellos, porque tomó el collar y se lo escondió debajo de la camisa, luego le devolvió el broche. Se puso de pie, se acomodó los pantalones de algodón y el cuchillo de matarife en la faja de la cintura, y de nuevo se inclinó ceremonioso.

– Ya no trabajo para el capitán Sommers. Mañana zarpa el bergantín "Emilia" hacia California. Venga esta noche a las diez y la subiré a bordo.

– ¿Cómo?

– No sé. Ya veremos.

Tao Chi´en hizo otra cortés venia de despedida y se fue tan sigilosa y rápidamente que pareció haberse esfumado. Eliza y Mama Fresia regresaron a la academia de baile justo a tiempo para encontrar al cochero, quien las esperaba desde hacía media hora bebiendo de su cantimplora.

El "Emilia" era una nave de origen francés, que alguna vez fuera esbelta y veloz, pero había surcado muchos mares y perdido hacía siglos el ímpetu de la juventud. Estaba cruzada de viejas cicatrices marineras, llevaba una rémora de moluscos incrustada en sus caderas de matrona, sus fatigadas coyunturas gemían en el vapuleo de las olas y su velamen manchado y mil veces remendado parecía el último vestigio de antiguas enaguas. Zarpó de Valparaíso la mañana radiante del 18 de febrero de 1849, llevando ochenta y siete pasajeros de sexo masculino, cinco mujeres, seis vacas, ocho cerdos, tres gatos, dieciocho marineros, un capitán holandés, un piloto chileno y un cocinero chino. También iba Eliza, pero la única persona que sabía de su existencia a bordo era Tao Chi´en.

Los pasajeros de la primera cámara se amontonaban en el puente de proa sin mucha privacidad, pero bastante más cómodos que los demás, ubicados en cabinas mínimas con cuatro camarotes cada una, o en el suelo de las cubiertas, después de haber echado suerte para ver dónde acomodaban sus bultos. Una cabina bajo la línea de flotación se asignó a las cinco chilenas que iban a tentar fortuna en California. En el puerto del Callao subirían dos peruanas, quienes se juntarían con ellas sin mayores remilgos, de a dos por litera. El capitán Vincent Katz instruyó a la marinería y a los pasajeros que no debían tener el menor contacto social con las damas, pues no estaba dispuesto a tolerar comercio indecente en su barco y a sus ojos resultaba evidente que aquellas viajeras no eran de las más virtuosas, pero lógicamente sus órdenes fueron violadas una y otra vez durante el trayecto. Los hombres echaban de menos la compañía femenina y ellas, humildes meretrices lanzadas a la aventura, no tenían ni un peso en los bolsillos. Las vacas y cerdos, bien amarrados en pequeños corrales del segundo puente, debían proveer de leche fresca y carne a los navegantes, cuya dieta consistiría básicamente en frijoles, galleta dura y negra, carne seca salada y lo que pudieran pescar. Para compensar tanta escasez, los pasajeros de más recursos llevaban sus propias vituallas, sobre todo vino y cigarros, pero la mayoría aguantaba el hambre. Dos de los gatos andaban sueltos para mantener a raya las ratas, que de otro modo se reproducían sin control durante los dos meses de travesía. El tercero viajaba con Eliza.

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