– Venga después de la función a mi camerino y veremos qué puedo hacer por usted -dijo él con su preciosa voz y un fuerte acento austriaco.
Así lo hizo ella, transportada a la gloria. Cuando finalizó la ovación de pie brindada por el público, un ujier enviado por Karl Bretzner la condujo tras bambalinas. Ella nunca había visto las entrañas de un teatro, pero no perdió tiempo admirando las ingeniosas máquinas de hacer tempestades ni los paisajes pintados en telones, su único propósito era conocer a su ídolo. Lo encontró cubierto con una bata de terciopelo azul real ribeteada en oro, la cara aún maquillada y una elaborada peluca de rizos blancos. El ujier los dejó solos y cerró la puerta. La habitación, atiborrada de espejos, muebles y cortinajes, olía a tabaco, afeites y moho. En un rincón había un biombo pintado con escenas de mujeres rubicundas en un harén turco y de los muros colgaban en perchas las vestimentas de la ópera. Al ver a su ídolo de cerca, el entusiasmo de Rose se desinfló por algunos momentos, pero pronto él recuperó el terreno perdido. Le tomó ambas manos entre las suyas, se las llevó a los labios y las besó largamente, luego lanzó un do de pecho que estremeció el biombo de las odaliscas. Los últimos remilgos de Rose se desmoronaron, como las murallas de Jericó en una nube de polvo, que salió de la peluca cuando el artista se la quitó con un gesto apasionado y viril, lanzándola sobre un sillón, donde quedó inerte como un conejo muerto. Tenía el pelo aplastado bajo una tupida malla que, sumada al maquillaje, le daba un aire de cortesana decrépita.
Sobre el mismo sillón donde cayó la peluca, le ofrecería Rose su virginidad un par de días después, exactamente a las tres y cuarto de la tarde. El tenor vienés la citó con el pretexto de mostrarle el teatro ese martes, que no habría espectáculo. Se encontraron secretamente en una pastelería, donde él saboreó con delicadeza cinco "éclaires" de crema y dos tazas de chocolate, mientras ella revolvía su té sin poder tragarlo de susto y anticipación. Fueron enseguida al teatro. A esa hora sólo había un par de mujeres limpiando la sala y un iluminador preparando lámparas de aceite, antorchas y velas para el día siguiente. Karl Bretzner, ducho en trances de amor, produjo por obra de ilusionismo una botella de champaña, sirvió una copa para cada uno, que bebieron al seco brindando por Mozart y Rossini. Enseguida instaló a la joven en el palco de felpa imperial donde sólo el rey se sentaba, adornado de arriba abajo con amorcillos mofletudos y rosas de yeso, mientras él partía hacia el escenario. De pie sobre un trozo de columna de cartón pintado, alumbrado por las antorchas recién encendidas, cantó sólo para ella un aria de "El barbero de Sevilla", luciendo toda su agilidad vocal y el suave delirio de su voz en interminables florituras. Al morir la última nota de su homenaje, oyó los sollozos distantes de Rose Sommers, corrió hacia ella con inesperada agilidad, cruzó la sala, trepó al palco de dos saltos y cayó a sus pies de rodillas. Sin aliento, colocó su cabezota sobre la falda de la joven, hundiendo la cara entre los pliegues de la falda de seda color musgo. Lloraba con ella, porque sin proponérselo también se había enamorado; lo que comenzó como otra conquista pasajera se había transformado en pocas horas en una incandescente pasión.
Rose y Karl se levantaron apoyándose el uno en el otro, trastabillando y aterrados ante lo inevitable, y avanzaron sin saber cómo por un largo pasillo en penumbra, subieron una breve escalinata y llegaron a la zona de los camerinos. El nombre del tenor aparecía escrito con letras cursivas en una de las puertas. Entraron a la habitación atiborrada de muebles y trapos de lujo, polvorientos y sudados, donde dos días antes habían estado solos por primera vez. No tenía ventanas y por un momento se sumieron en el refugio de la oscuridad, donde alcanzaron a recuperar el aire perdido en los sollozos y suspiros previos, mientras él encendía primero una cerilla y luego las cinco velas de un candelabro. En la trémula luz amarilla de las llamas se admiraron, confundidos y torpes, con un torrente de emociones por expresar y sin poder articular ni una palabra. Rose no resistió las miradas que la traspasaban y escondió el rostro entre las manos, pero él se las apartó con la misma delicadeza empleada antes en desmenuzar los pastelillos de crema. Empezaron por darse besitos llorosos en la cara como picotones de palomas, que naturalmente derivaron hacia besos en serio. Rose había tenido encuentros tiernos, pero vacilantes y escurridizos, con algunos de sus pretendientes y un par de ellos llegaron a rozarla en la mejilla con los labios, pero jamás imaginó que fuera posible llegar a tal grado de intimidad, que una lengua de otro podía trenzarse con la suya como una culebra traviesa y la saliva ajena mojarla por fuera e invadirla por dentro, pero la repugnancia inicial fue vencida pronto por el impulso de su juventud y su entusiasmo por la lírica. No sólo devolvió las caricias con igual intensidad, sino que tomó la iniciativa de desprenderse del sombrero y la capita de piel de astracán gris que le cubría los hombros. De allí a dejarse desabotonar la chaquetilla y luego la blusa hubo sólo unos cuantos acomodos. La joven supo seguir paso a paso la danza de la copulación guiada por el instinto y las calientes lecturas prohibidas, que antes sustraía sigilosa de los anaqueles de su padre. Ése fue el día más memorable de su existencia y lo recordaría hasta en sus más ínfimos pormenores, adornados y exagerados, en los años venideros. Ésa sería su única fuente de experiencia y conocimiento, único motivo de inspiración para alimentar sus fantasías y crear, años más tarde, el arte que la haría famosa en ciertos círculos muy secretos. Ese día maravilloso sólo podía compararse en intensidad con aquel otro de marzo, dos años más tarde en Valparaíso, cuando cayó en sus brazos Eliza recién nacida, como consuelo por los hijos que no habría de tener, por los hombres que no podría amar y por el hogar que jamás formaría.
El tenor vienés resultó ser un amante refinado. Amaba y conocía a las mujeres a fondo, pero fue capaz de borrar de su memoria los amores desperdigados del pasado, la frustración de múltiples adioses, los celos, desmanes y engaños de otras relaciones, para entregarse con total inocencia a la breve pasión por Rose Sommers. Su experiencia no provenía de abrazos patéticos con putillas escuálidas; Bretzner se preciaba de no haber tenido que pagar por el placer, porque mujeres de variados pelajes, desde camareras humildes hasta soberbias condesas, se le rendían sin condiciones al oírlo cantar. Aprendió las artes del amor al mismo tiempo que aprendía las del canto. Diez años contaba cuando se enamoró de él quien habría de ser su mentora, una francesa con ojos de tigre y senos de alabastro puro, con edad suficiente para ser su madre. A su vez, ella había sido iniciada a los trece años en Francia por Donatien-Alphonse-François de Sade. Hija de un carcelero de La Bastilla, había conocido al famoso marqués en una celda inmunda, donde escribía sus perversas historias a la luz de una vela. Ella iba a observarlo a través de los barrotes por simple curiosidad de niña, sin saber que su padre se la había vendido al preso a cambio de un reloj de oro, última posesión del noble empobrecido. Una mañana en que ella atisbaba por la mirilla, su padre se quitó el manojo de grandes llaves del cinturón, abrió la puerta y de un empujón lanzó a la chica a la celda, como quien da de comer a los leones. Qué sucedió allí, no podía recordarlo, basta saber que se quedó junto a Sade, siguiéndolo de la cárcel a la miseria peor de la libertad y aprendiendo todo lo que él podía enseñarle. Cuando en 1802 el marqués fue internado en el manicomio de Charenton, ella se quedó en la calle y sin un peso, pero poseedora de una vasta sabiduría amatoria que le sirvió para obtener un marido cincuenta y dos años mayor que ella y muy rico. El hombre se murió al poco tiempo, agotado por los excesos de su joven mujer y ella quedó por fin libre y con dinero para hacer lo que le diera la gana. Tenía treinta y cuatro años, había sobrevivido su brutal aprendizaje junto al marqués, la pobreza de mendrugos de pan de su juventud, el revoltijo de la revolución francesa, el espanto de las guerras napoleónicas y ahora tenía que soportar la represión dictatorial del Imperio. Estaba harta y su espíritu pedía tregua. Decidió buscar un lugar seguro donde pasar el resto de sus días en paz y optó por Viena. En ese período de su vida conoció a Karl Bretzner, hijo de sus vecinos, cuando éste era un niño de apenas diez años, pero ya entonces cantaba como un ruiseñor en el coro de la catedral. Gracias a ella, convertida en amiga y confidente de los Bretzner, el chiquillo no fue castrado ese año para preservar su voz de querubín, como sugirió el director del coro.
– No lo toquen y en poco tiempo será el tenor mejor pagado de Europa -pronosticó la bella. No se equivocó.
A pesar de la enorme diferencia de edad, creció entre ella y el pequeño Karl una relación inusitada. Ella admiraba la pureza de sentimientos y la dedicación a la música del niño; él había encontrado en ella a la musa que no sólo le salvó la virilidad, sino que también le enseñó a usarla. Para la época en que cambió definitivamente la voz y empezó a afeitarse, había desarrollado la proverbial habilidad de los eunucos para satisfacer a una mujer en formas no previstas por la naturaleza y la costumbre, pero con Rose Sommers no corrió riesgos. Nada de atacarla con fogosidad en un desmadre de caricias demasiado atrevidas, pues no se trataba de chocarla con trucos de serrallo, decidió, sin sospechar que en menos de tres lecciones prácticas su alumna lo aventajaría en inventiva. Era hombre cuidadoso de los detalles y conocía el poder alucinante de la palabra precisa a la hora del amor. Con la mano izquierda le soltó uno a uno los pequeños botones de madreperla en la espalda, mientras con la derecha le quitaba las horquillas del peinado, sin perder el ritmo de los besos intercalados con una letanía de halagos. Le habló de la brevedad de su talle, la blancura prístina de su piel, la redondez clásica de su cuello y hombros, que provocaban en él un incendio, una excitación incontrolable.
– Me tienes loco… No sé lo que me sucede, nunca he amado ni volveré a amar a nadie como a ti. Éste es un encuentro hecho por los dioses, estamos destinados a amarnos -murmuraba una y otra vez.
Le recitó su repertorio completo, pero lo hizo sin malicia, profundamente convencido de su propia honestidad y deslumbrado por Rose. Desató los lazos del corsé y la fue despojando de las enaguas hasta dejarla sólo con los calzones largos de batista y una camisita de nada que revelaba las fresas de los pezones. No le quitó los botines de cordobán con tacones torcidos ni las medias blancas sujetas en las rodillas con ligas bordadas. En ese punto se detuvo, acezando, con un estrépito telúrico en el pecho, convencido de que Rose Sommers era la mujer más bella del universo, un ángel, y que el corazón iba a estallarle en petardos si no se calmaba. La levantó en brazos sin esfuerzo, cruzó la habitación y la depositó de pie ante un espejo grande de marco dorado. La luz parpadeante de las velas y el vestuario teatral colgando de las paredes, en una confusión de brocados, plumas, terciopelos y encajes desteñidos, daban a la escena un aire de irrealidad.