Ese día de mayo Eliza colocó la bandeja sobre una banca y ofreció el refresco primero a los trabajadores, para ganar tiempo mientras afirmaba las rodillas y dominaba la rigidez de mula taimada que le paralizaba el pecho, impidiendo el paso del aire, y luego a Joaquín Andieta, quien seguía absorto en su tarea y apenas levantó la vista cuando ella le tendió el vaso. Al hacerlo, Eliza se colocó lo más cerca posible de él, calculando la dirección de la brisa para que le llevara el aroma del hombre quien, estaba decidido, era suyo. Con los ojos entrecerrados aspiró su olor a ropa húmeda, a jabón ordinario y sudor fresco. Un río de lava ardiente la recorrió por dentro, le flaquearon los huesos y en un instante de pánico creyó que en verdad se estaba muriendo. Esos segundos fueron de tal intensidad, que a Joaquín Andieta se le cayó el cuaderno de las manos como si una fuerza incontenible se lo hubiera arrebatado, mientras el calor de hoguera lo alcanzaba también a él, quemándolo con el reflejo. Miró a Eliza sin verla, el rostro de la muchacha era un espejo pálido donde creyó vislumbrar su propia imagen. Tuvo apenas una idea vaga del tamaño de su cuerpo y de la aureola oscura del cabello, pero no sería hasta el segundo encuentro, unos días más tarde, cuando podría por fin sumergirse en la perdición de sus ojos negros y en la gracia acuática de sus gestos. Ambos se agacharon al mismo tiempo a recoger el cuaderno, chocaron sus hombros y el contenido del vaso fue a dar sobre el vestido de ella.
– ¡Mira lo que haces, Eliza! -exclamó Miss Rose alarmada, porque el impacto de ese amor súbito también la había golpeado.
– Anda a cambiarte y remoja ese vestido en agua fría, a ver si sale la mancha -agregó secamente.
Pero Eliza no se movió, prendida de los ojos de Joaquín Andieta, trémula, con las narices dilatadas, oliéndolo sin disimulo, hasta que Miss Rose la tomó por un brazo y se la llevó a la casa.
– Te dije, niña: cualquier hombre, por miserable que sea, puede hacer contigo lo que quiera -le recordó la india esa noche.
– No sé de qué me hablas, Mama Fresia -replicó Eliza.
Al conocer a Joaquín Andieta aquella mañana de otoño en el patio de su casa, Eliza creyó encontrar su destino: sería su esclava para siempre. Aún no había vivido lo suficiente para entender lo ocurrido, expresar en palabras el tumulto que la ahogaba o trazar un plan, pero no le falló la intuición de lo inevitable. De manera vaga, pero dolorosa, se dio cuenta de que estaba atrapada y tuvo una reacción física similar a la peste. Por una semana, hasta que volvió a verlo, se debatió entre cólicos espasmódicos sin que de nada sirvieran las yerbas prodigiosas de Mama Fresia ni los polvos de arsénico diluidos en licor de cerezas del boticario alemán. Bajó de peso y se le pusieron los huesos livianos como los de una tórtola, ante el espanto de Mama Fresia, quien andaba cerrando ventanas para evitar que un viento marino arrebatara a la muchacha y se la llevara rumbo al horizonte. La india le administró varias mixturas y conjuros de su vasto repertorio y cuando comprendió que nada surtía efecto, recurrió al santoral católico. Sacó del fondo de su baúl unos míseros ahorros, compró doce velas y partió a negociar con el cura. Después de hacerlas bendecir en la misa mayor del domingo, encendió una ante cada santo en las capillas laterales de la iglesia, ocho en total, y colocó tres ante la imagen de San Antonio, patrono de las muchachas solteras sin esperanza, de las casadas infelices y de otras causas perdidas. La sobrante se la llevó, junto con un mechón de cabellos y una camisa de Eliza a la "machi" más acreditada de los alrededores. Era una mapuche anciana y ciega de nacimiento, hechicera de magia blanca, famosa por sus predicciones inapelables y su buen juicio para curar males del cuerpo y zozobras del alma. Mama Fresia había pasado sus años de adolescente sirviendo a esa mujer de aprendiz y sirvienta, pero no pudo seguir sus pasos, como tanto deseaba, porque no tenía el don. Nada se podía hacer: se nace con el don o se nace sin él. Una vez quiso explicárselo a Eliza y lo único que se le ocurrió fue que el don era la facultad de ver lo que hay detrás de los espejos. A falta de ese misterioso talento, Mama Fresia debió renunciar a sus aspiraciones de curandera y emplearse al servicio de los ingleses.
La "machi" vivía sola al fondo de una quebrada entre dos cerros, en una cabaña de barro con techo de paja, que parecía a punto de desmoronarse. Alrededor de la vivienda había un desorden de roqueros, leños, plantas en tarros, perros en los huesos y pajarracos negros que escarbaban inútilmente en el suelo buscando algo de comer. En el sendero de acceso se alzaba un pequeño bosque de dádivas y amuletos plantado por clientes satisfechos para indicar los favores recibidos. La mujer olía a la suma de todas las cocciones que había preparado en su vida, vestía un manto del mismo color de tierra seca del paisaje, iba descalza y mugrienta, pero adornada con profusión de collares de plata de baja ley. Su rostro era una máscara oscura de arrugas, con sólo dos dientes en la boca y los ojos muertos. Recibió a su antigua discípula sin dar muestras de reconocerla, aceptó los regalos de comida y la botella de licor de anís, le hizo una señal para que se sentara frente a ella y se quedó en silencio, esperando. Ardían unos vacilantes tizones al centro de la choza y el humo escapaba por un agujero en el techo. En las paredes negras de hollín colgaban cacharros de barro y latón, plantas y una colección de alimañas disecadas. La fragancia densa de yerbas secas y cortezas medicinales se mezclaba con el hedor de animales muertos. Hablaron en mapudungo, la lengua de los mapuches. Durante largo rato la maga escuchó la historia de Eliza, desde su llegada en la caja de jabón de Marsella, hasta la reciente crisis, después tomó la vela, el cabello y la camisa y despidió a su visitante con instrucciones de volver cuando ella hubiera completado sus encantamientos y ritos de adivinación.
– Sabido es que para esto no hay cura -anunció apenas Mama Fresia cruzó el umbral de su vivienda dos días más tarde.
– ¿Se va a morir mi niña, acaso?
– De eso no sé dar razón, pero que ha de sufrir mucho, duda no tengo.
– ¿Qué es lo que le pasa?
– Empecinamiento en el amor. Es un mal muy firme. Seguro dejó la ventana abierta en una noche clara y se le metió en el cuerpo durante el sueño. No hay conjuro contra eso.
Mama Fresia volvió a la casa resignada: si el arte de esa "machi" tan sabia no alcanzaba para cambiar la suerte de Eliza, mucho menos servirían sus escasos conocimientos o las velas de los santos.
Miss Rose observaba a Eliza con más curiosidad que compasión, porque conocía bien los síntomas y en su experiencia el tiempo y las contrariedades apagan aún los peores incendios de amor. Ella tenía apenas diecisiete años cuando se enamoró con una pasión descabellada de un tenor vienés. Entonces vivía en Inglaterra y soñaba con ser una diva, a pesar de la oposición tenaz de su madre y de su hermano Jeremy, jefe de la familia desde la muerte del padre. Ninguno de los dos consideraba el canto operístico como una ocupación deseable para una señorita, principalmente porque se practicaba en teatros, de noche y con vestidos escotados. Tampoco contaba con el apoyo de su hermano John, quien se había incorporado a la marina mercante y apenas asomaba un par de veces al año por la casa, siempre de prisa. Llegaba a trastornar las rutinas de la pequeña familia, exuberante y tostado por el sol de otras partes, luciendo algún nuevo tatuaje o cicatriz. Repartía regalos, los abrumaba con sus cuentos exóticos y desaparecía de inmediato rumbo a los barrios de las rameras, donde permanecía hasta el momento de volver a embarcarse. Los Sommers eran gentilhombres de provincia sin grandes ambiciones. Poseyeron tierra por varias generaciones, pero el padre, aburrido de ovejas torpes y cosechas pobres, prefirió tentar fortuna en Londres. Amaba tanto los libros, que era capaz de quitar el pan a su familia y endeudarse para adquirir primeras ediciones firmadas por sus autores preferidos, pero carecía de la codicia de los verdaderos coleccionistas. Después de infructuosos intentos en el comercio decidió dar curso a su verdadera vocación y acabó abriendo una tienda de libros usados y de otros editados por él mismo. En la parte de atrás de la librería instaló una pequeña imprenta, que manipulaba con dos ayudantes, y en un altillo del mismo local prosperaba a paso de tortuga su negocio de volúmenes raros. De sus tres hijos, sólo Rose se interesaba en su oficio, creció con la pasión de la música y la lectura y si no estaba sentada al piano o en sus ejercicios de vocalización, podían encontrarla en un rincón leyendo. El padre lamentaba que fuera ella la única enamorada de los libros y no Jeremy o John, quienes hubieran heredado su negocio. A su muerte los hijos varones liquidaron la imprenta y la librería, John se echó al mar y Jeremy se hizo cargo de su madre viuda y de su hermana. Disponía de un sueldo modesto como empleado de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y una reducida renta dejada por el padre, además de las esporádicas contribuciones de su hermano John, que no siempre llegaban en dinero contante y sonante, sino en contrabando. Jeremy, escandalizado, guardaba esas cajas de perdición en el desván sin abrirlas hasta la próxima visita de su hermano, quien se encargaba de vender su contenido. La familia se trasladó a un piso pequeño y caro para su presupuesto, pero bien ubicado en el corazón de Londres, porque lo consideraron una inversión. Debían casar bien a Rose.
A los diecisiete años la belleza de la joven empezaba a florecer y le sobraban pretendientes de buena situación dispuestos a morir de amor, pero mientras sus amigas se afanaban buscando marido, ella buscaba un profesor de canto. Así conoció al Karl Bretzner, un tenor vienés llegado a Londres para actuar en varias obras de Mozart, que culminarían en una noche estelar con "Las bodas de Fígaro", con asistencia de la familia real. Su aspecto nada revelaba de su inmenso talento: parecía un carnicero. Su cuerpo, ancho de barriga y enclenque de las rodillas para abajo carecía de elegancia y su rostro sanguíneo, coronado por una mata de crespos descoloridos, resultaba más bien vulgar, pero cuando abría la boca para deleitar al mundo con el torrente de su voz, se transformaba en otro ser, crecía en estatura, la panza desaparecía en la anchura del pecho y la cara colorada de teutón se llenaba de una luz olímpica. Al menos así lo veía Rose Sommers, quien se las arregló para conseguir entradas para cada función. Llegaba al teatro mucho antes que lo abrieran y, desafiando las miradas escandalizadas de los transeúntes, poco acostumbrados a ver una muchacha de su condición sola, aguardaba en la puerta de los actores durante horas para divisar al maestro descender del coche. En la noche del domingo el hombre se fijó en la beldad apostada en la calle y se acercó a hablarle. Trémula, ella respondió a sus preguntas y confesó su admiración por él y sus deseos de seguir sus pasos en el arduo, pero divino sendero del "bel canto", como fueron sus palabras.