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Un tipo en una especie de caja de herramientas sobre ruedas, un camión lleno de herramientas que conducía puesto de pie como un lechero moderno, me cogió y me llevó colina arriba, allí casi sin detenerme me recogió un granjero que iba con su hijo en dirección a Adel, Iowa. En este lugar, bajo un gran olmo próximo a una estación de servicio, conocí a otro autostopista, un neoyorquino típico, un irlandés que había conducido una camioneta de correos la mayor parte de su vida y que ahora iba a Denver en busca de una chica y una nueva vida. Creo que dejaba Nueva York para escapar de algo, probablemente de la ley. Era un auténtico borracho de treinta años con la nariz colorada y normalmente me habría molestado, pero todos mis sentidos estaban aguzados deseando cualquier tipo de contacto humano. Llevaba una destrozada chaqueta de punto y unos pantalones muy amplios y sólo tenía de equipaje un cepillo de dientes y unos pañuelos. Dijo que teníamos que hacer autostop juntos. Debería haberle dicho que no, pues no parecía demasiado agradable para la carretera. Pero seguimos juntos y nos cogió un hombre taciturno que iba a Stuart, Iowa, un sitio donde nos quedamos colgados de verdad. Estuvimos enfrente de las taquillas de billetes de tren de Stuart mientras esperábamos por vehículos que fueran al Oeste hasta que se puso el sol, unas cinco horas, tratando de matar el tiempo, primero hablando de nosotros mismos, después se puso a contarme chistes verdes, después dimos patadas a las piedras e hicimos ruidos estúpidos de todas clases. Nos aburríamos. Decidí gastar un dólar en cerveza; fuimos a una vieja taberna de Stuart y tomamos unas cuantas. Allí él se emborrachó como hacía siempre al volver de noche a su casa de la Novena Avenida, y me gritaba ruidosamente al oído todos los sueños sórdidos de su vida. Empezó a gustarme; no porque fuera una buena persona, como después demostró que era, sino porque mostraba entusiasmo hacia las cosas. Volvimos a la carretera en la oscuridad, y claro, no se detuvo nadie ni pasó casi nadie durante mucho tiempo. Seguimos allí hasta las tres de la madrugada. Pasamos algo de tiempo tratando de dormir en el banco del despacho de billetes del tren, pero el telégrafo sonaba toda la noche y no conseguíamos dormir, y el ruido de los grandes trenes de carga llegaba desde fuera. No sabíamos cómo subir a un convoy del modo adecuado; nunca lo habíamos hecho antes; no sabíamos si iban al Este o al Oeste ni cómo averiguarlo o qué vagón o plataforma o furgón elegir, y así sucesivamente. Conque cuando llegó el autobús de Omaha justo antes de amanecer nos subimos a él uniéndonos a los dormidos pasajeros: pagué su billete y el mío. Se llamaba Eddie. Me recordaba a un primo mío que vivía en el Bronx. Por eso seguí con él. Era como tener a un viejo amigo al lado, un tipo sonriente de buen carácter con el que seguir tirando.

Al amanecer llegamos a Council Bluffs; miré afuera. Todo el invierno había estado leyendo cosas de las grandes partidas de carretas que celebraban consejo allí antes de recorrer las rutas de Oregón y Santa Fe; y, claro, ahora sólo había unas cuantas jodidas casas de campo de diversos tipos y tamaños nimbadas por el difuso gris del amanecer. Después Omaha y, ¡Dios mío!, vi al primer vaquero. Caminaba junto a las gélidas paredes de los depósitos frigoríficos de carne con un sombrero de ala ancha y unas botas tejanas, semejante en todo a cualquier tipo miserable de un amanecer en las paredes de ladrillo del Este si se exceptuaba su modo de vestir. Nos apeamos del autobús y subimos la colina caminando -la alargada colina formada durante milenios por el poderoso Missouri junto a la que se levanta Omaha- salimos al campo y extendimos nuestros pulgares. Hicimos un breve trecho con un rico ranchero con sombrero de ala ancha que nos dijo que el valle del Platte era tan grande como el valle del Nilo, en Egipto, y cuando decía eso, vi a lo lejos los grandes árboles serpenteando junto al lecho del río y los vastos campos verdes a su alrededor, y casi estuve de acuerdo con él. Después, cuando nos encontrábamos en otro cruce y el cielo empezaba a nublarse, otro vaquero, éste de más de seis pies de estatura y sombrero más modesto, nos llamó y quiso saber si alguno de nosotros podía conducir. Desde luego Eddie podía conducir, tenía su carnet y yo no. El vaquero llevaba consigo dos coches y quería volver con ellos a Montana. Su mujer estaba en Grand Island, y necesitaba que condujéramos uno de los coches hasta allí, donde ella se ocuparía de conducirlo. En ese punto se dirigiría al Norte, lo que supondría el límite de nuestro viaje con él. Pero era recorrer unos buenos cientos de kilómetros de Nebraska y, naturalmente, no lo dudamos. Eddie conducía solo, el vaquero y yo le seguíamos, y en cuanto salimos de la ciudad Eddie puso aquel trasto a ciento cincuenta kilómetros por hora, por pura exuberancia.

– ¡Maldita sea! ¿Qué hace ese muchacho? -gritó el vaquero y se lanzó detrás de él.

Aquello empezaba a parecer una carrera. Durante un minuto creí que Eddie intentaba escaparse con el coche (y que yo sepa, eso estaba intentando). Pero el vaquero se pegó a él y luego, poniéndose a su lado, tocó el claxon. Eddie aminoró la marcha. El vaquero a base de bocinazos le mandó que parara.

– Maldita sea, chico, a esa velocidad vas a estrellarte. ¿No puedes conducir un poco más despacio?

– Claro, que me trague la tierra, ¿de verdad iba a ciento cincuenta? -dijo Eddie-. No me daba cuenta. La carretera es tan buena.

– Tómate las cosas con más calma y llegaremos a Grand Island enteros.

– Así será. -Y reanudamos el viaje. Eddie se había tranquilizado y probablemente iba medio dormido. De ese modo recorrimos ciento cincuenta kilómetros de Nebraska, siguiendo el sinuoso Platte con sus verdes praderas.

– Durante la depresión -me dijo el vaquero-, solía subirme a trenes de carga por lo menos una vez al mes. En aquellos días veías a cientos de hombres viajando en plataformas o furgones, y no sólo eran vagabundos, había hombres de todas clases que no tenían trabajo y que iban de un lado para otro y algunos se movían sólo por moverse. Y era igual en todo el Oeste. En aquella época los guardafrenos nunca te molestaban. No sé lo que pasa hoy día. Nebraska no sirve para nada. A mediados de los años treinta este lugar sólo era una enorme nube de polvo hasta donde alcanzaba la vista. No se podía respirar. El suelo era negro. Yo andaba por aquí aquellos días. Por mí pueden devolver Nebraska a los indios si quieren. Odio este maldito lugar más que ningún otro sitio del mundo. Ahora vivo en Montana, en Missoula concretarnente. Ven por allí alguna vez y verás lo que es la tierra de Dios. -Por la tarde, cuando se cansó de hablar, me dormí. Era un buen conversador.

Nos detuvimos junto a la carretera para comer algo. El vaquero fue a que le pusieran un parche en el neumático de repuesto, y Eddie y yo nos sentamos en una especie de parador. Oí una gran carcajada, la risa más sonora del mundo, y allí venía un amojamado granjero de Nebraska con un puñado de otros muchachos. Entraron en el parador y se oían sus ásperas voces por toda la pradera, a través de todo el mundo grisáceo de aquel día. Todos los demás reían con él. El mundo no le preocupaba y mostraba una enorme atención hacia todos. Dije para mis adentros: «¡Whamm!, escucha cómo se ríe ese hombre. Es el Oeste, y estoy aquí en el Oeste.» Entró ruidoso en el parador llamando a Maw, y ésta hacía la tarta de ciruelas más dulce de Nebraska, y yo tomé un poco con una gran cucharada de nata encima.

– Maw, échame el pienso antes de que tenga que empezar a comerme a mí mismo o a hacer alguna maldita cosa parecida -dijo, y se dejó caer en una banqueta y siguió ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!- Y ponme judías con lo que sea.

Y el espíritu del Oeste se sentaba a mi lado. Me hubiera gustado conocer toda su vida primitiva y qué coño había estado haciendo todos estos años además de reír y gritar de aquel modo. ¡Puff!, me dije, y el vaquero volvió y nos largamos hacia Grand Island.

Y llegamos allí de un salto. El vaquero fue a buscar a su mujer y ambos se marcharon hacia lo que les deparara el destino, y Eddie y yo volvimos a la carretera. Hicimos un buen trecho con un par de muchachos -pendencieros, adolescentes, campesinos en un trasto remendado- y nos dejaron en un punto del itinerario bajo una fina llovizna. Entonces un viejo que no dijo nada -y que Dios sabe por qué nos recogió- nos llevó hasta Shelton. Aquí Eddie se quedó en la carretera como desamparado ante un grupo de indios de Omaha, de muy poca estatura, que estaban acurrucados sin tener a donde ir ni nada que hacer. Al otro lado de la carretera estaban las vías del tren y el depósito de agua que decía SHELTON.

– ¡La madre que lo parió! -exclamó Eddie asombrado-. Yo estuve aquí antes. Fue hace años, cuando la guerra, de noche, muy de noche y todos dormían. Salí a fumar a la plataforma y me encontré en medio de la nada, en la oscuridad. Alcé la vista y vi el nombre de Shelton escrito en el despósito de agua. íbamos hacia el Pacífico, todo el mundo roncaba, todos aquellos malditos mamones, y sólo estuvimos unos minutos, para cargar carbón o algo así, y en seguida nos fuimos. ¡Maldita sea! ¿Conque esto es Shelton? Odio este sitio desde entonces.

Y en Shelton nos quedamos colgados. Lo mismo que en Davenport, Iowa, casi todos los coches eran de granjeros, y de vez en cuando uno de turistas, lo que es peor, con viejos conduciendo y sus mujeres señalando los carteles o consultando los mapas y mirando a todas partes con aire de desconfianza.

La llovizna aumentó y Eddie cogió frío; llevaba muy poca ropa encima. Saqué una camisa de lana de mi saco de lona y se la puso. Se sintió un poco mejor. Yo también me resfrié. Compré unas gotas para la tos en una destartalada tienda india de algo. Fui a la diminuta oficina de correos y escribí una tarjeta postal a mi tía. Volvimos a la carretera gris. Allí enfrente estaba Shelton, escrito sobre el depósito de agua. Pasó el tren de Rock Island. Vimos las caras de los pasajeros de primera cruzar en una bruma. El tren silbaba a través de las llanuras en la dirección de nuestros deseos. Empezó a llover más fuerte aún.

Un tipo alto, delgado, con un sombrero de ala ancha, detuvo su coche al otro lado de la carretera y vino hacia nosotros; parecía un sheriff o algo así. Preparamos en secreto nuestras historias. Se tomó cierto tiempo para llegar hasta nosotros.

– ¿Qué chicos, vais a algún sitio o simplemente vais? -no entendimos la pregunta, y eso que era una pregunta jodidamente buena.

– ¿Por qué? -dijimos.

– Bueno, es que tengo una pequeña feria instalada a unos cuantos kilómetros carretera abajo y ando buscando unos cuantos chicos que quieran trabajar y ganarse unos dólares. Tengo la concesión de una ruleta y unas anillas, ya sabéis, esas anillas que se tiran a unas muñecas para probar suerte. Si queréis trabajar para mí os daré el treinta por ciento de los ingresos.

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