Extrañas flores, sin embargo… porque mientras el negro del alto meditaba por encima de la cabeza de todos con gran dignidad, el joven alto, delgado y rubio de la calle Curtis, de Denver, con pantalones vaqueros y cinturón con tachuelas, chupaba la boquilla del instrumento mientras esperaba a que los demás terminaran; y cuando lo hacían, empezaba y tenías que mirar a todas partes para descubrir de donde venía el solo, porque salía de una boca que sonreía angelicalmente junto a la boquilla y era un solo dulce, suave, de cuento de hadas. Solitario como América, un sonido desgarrador en la noche.
¿Qué decir de los otros y de todo aquel ruido? Estaba el bajista, un tipo pelirrojo y nervioso de ojos fulgurantes, que golpeaba las caderas contra el instrumento a cada impulso y que, en los momentos más calientes, tenía la boca abierta y como en trance.
– Tío, ahí tienes a uno capaz de dominar a una mujer.
El baterista triste, igual que nuestro hipster de la calle Folsom de Frisco, estaba completamente pasado; mirada perdida; mascaba chicle, ojos abiertos de par en par, moviendo el cuello en una especie de éxtasis. El pianista, era un fornido camionero italiano con manos gruesas, de potente y taciturna alegría. Tocaron una hora. Nadie escuchaba. Los vagabundos de la vieja North Clark dormitaban en el bar, las putas gritaban enfadadas. Chinos misteriosos se escurrían en silencio. Los ruidos de quienes buscaban plan o ligue se interferían. Siguieron tocando. Afuera en la acera se produjo una aparición: un chaval de unos dieciséis años, con perilla y la maleta de un trombón. Delgado como una paja y con cara de loco, quería unirse al grupo y tocar con ellos. Lo conocían y no lo admitieron. Se metió en el bar sin que nadie se diera cuenta y sacó el trombón y se lo llevó a los labios. No le dieron oportunidad. Terminaron, recogieron sus cosas, y se fueron a otro bar. Aquel delgadísimo chaval de Chicago quería tocar. Se ajustó las gafas oscuras, se llevó el trombón a los labios y soltó un "¡Booou!", Después corrió detrás de los otros músicos. No querían que tocara con ellos.
– Todos estos chicos viven con su abuela lo mismo que Tom Snark y que aquel que tocaba el saxo alto y se parecía a Carlo Marx -dijo Dean. Corrimos detrás de la banda. Fueron al club de Anita O'Day y sacaron los instrumentos y tocaron hasta las nueve de la mañana. Dean y yo estuvimos allí todo el rato bebiendo cerveza.
En los descansos corríamos al Cadillac y andábamos arriba y abajo por todo Chicago intentando ligarnos unas chavalas. Pero se asustaban ante nuestro enorme coche, marcado, profético. En su loco frenesí, Dean bajaba a besuquear las bocas de riego y se reía como un maniático. Hacia las nueve el coche era un auténtico desastre; los frenos ya no funcionaban; los guardabarros estaban abollados; los pistones rateaban. Dean no conseguía detenerlo ante los semáforos rojos; se agitaba convulsivamente sobre la calzada. Era el precio de la noche. Era un trasto cubierto de barro y no un maravilloso coche resplandeciente.
– ¡Vamos! Los chicos esos siguen tocando en el Neets.
De pronto, Dean miró en la oscuridad de un rincón más allá del estrado de la orquesta y dijo:
– Sal, Dios ha llegado.
Miré. Era el mismísimo George Shearing. Y como siempre inclinaba su rostro ciego sobre su pálida mano; sus orejas se abrieron como las de un elefante para escuchar los sonidos americanos y adaptarlos a su propio sonido de noche de verano inglesa. Después le invitaron a subir y le insistieron para que tocara. Lo hizo. Tocó innumerables temas con asombrosos acordes que subían más y más hasta que el sudor salpicó todo el piano y todos escucharon con respeto y asustados. Le retiraron de la plataforma al cabo de una hora. Volvió a su rincón oscuro, aquel viejo dios de Shearing, y los chicos dijeron:
– No queda nada que hacer después de esto, -pero el líder frunció el entrecejo y añadió:
– En cualquier caso, vamos a tocar.
Algo saldría aún. Siempre hay algo más, un poco más, la cosa nunca se termina. Intentaron encontrar frases nuevas después de las exploraciones de Shearing; hacían grandes esfuerzos. Se retorcieron y angustiaron y soplaron. De vez en cuando un grito armónico limpio proporcionaba nuevas sugerencias a un tema que quería ser el único tema del mundo y que haría que las almas de los hombres saltaran de alegría. Lo encontraban, lo perdían, hacían esfuerzos buscándolo, volvían a encontrarlo, se reían, gemían… y Dean sudando en la mesa y diciéndoles que siguieran, que siguieran, que siguieran. A las nueve de la mañana todo el mundo: músicos, chicas, camareros, y el pequeño y delgado trombonista tan desgraciado, salió del club al gran estrépito diurno de Chicago para dormir hasta que comenzara de nuevo la salvaje noche bop.
Dean y yo nos estremecimos. Había llegado la hora de devolver el Cadillac a su dueño que vivía en un ostentoso apartamento de Lake Shore Drive con un enorme garaje atendido por negros manchados de grasa. Fuimos allí y dejamos aquel montón de barro en su sitio. El mecánico no reconoció el Cadillac. Le dimos la documentación. Se quedó rascándose la cabeza al ver el coche. Teníamos que largarnos en seguida. Y eso hicimos. Cogimos un autobús de vuelta al centro de Chicago y eso fue todo. Y nunca volvimos a saber nada de nuestro potentado de Chicago acerca del estado de su coche, y eso que tenían nuestras direcciones y podía haberse quejado.
Era hora de que nos moviéramos. Cogimos un autobús a Detroit. Nuestro dinero bajaba. Cargamos con nuestro miserable equipaje por la estación. Por entonces el vendaje del dedo de Dean estaba negro como el carbón y todo deshecho. Teníamos el aspecto miserable que tendría cualquiera que hubiera hecho las cosas que habíamos hecho. Dean se quedó dormido en el autobús que recorrió el estado de Michigan. Entablé conversación con una apetecible campesina que llevaba una blusa muy escotada y exhibía parte de sus hermosos pechos tostados por el sol. Era medio idiota. Me habló de los atardeceres en el campo haciendo palomitas de maíz en el porche. En otra ocasión eso me hubiera alegrado pero como ella no estaba nada alegre cuando me lo contó, me di cuenta que era algo que hacía porque debía hacerlo, y nada más.
– ¿Y qué más haces para divertirte?
Intentaba hablar de ligues y de sexo. Sus grandes ojos negros me miraron vacíos y con una especie de tristeza que se remontaba a generaciones y generaciones de gente que no había hecho lo que estaba pidiendo a gritos que debía de hacer… sea lo que sea, aunque todo el mundo sabe lo que es.
– ¿Qué esperas de la vida? -añadí queriendo sonsacarla; pero no tenía la más ligera idea de lo que quería o esperaba. Habló vagamente de empleos, del cine, de visitar a su abuela en verano, de que quería ir a Nueva York y ver el Roxy, de la ropa que llevaría… algo parecido a lo que estrenó en Pascua: un gorrito blanco, rosas, zapatos color de rosa y una chaqueta de gabardina color lavanda. -¿Qué haces los domingos por la tarde? -le pregunté. Se sentaba en el porche. Los chicos pasaban en bicicleta y se paraban a charlar un rato. Leía tebeos, se tumbaba en la hamaca.
– Y las noches calurosas de verano, ¿qué haces? Se sentaba en el porche, veía pasar los coches por la carretera. Y ayudaba a su madre a hacer palomitas. -¿Y qué hace tu padre las noches de verano? Trabajaba, tiene el turno de noche en una fábrica de cacharros de cocina, dedica toda su vida a mantener a su mujer y sus hijos sin merecer nada a cambio, ni siquiera respeto.
– Y tu hermano, ¿qué hace tu hermano los veranos por la noche?
– Pasea en bicicleta por delante de la heladería. -¿Y qué quiere hacer tu hermano? ¿Qué queremos hacer todos? ¿Qué hacemos de hecho?
Ella lo ignoraba. Bostezó. Tenía sueño. Aquello era demasiado. Nadie podría expresarlo bien. Todo había terminado. Tenía dieciocho años y era preciosa y estaba perdida.
Y Dean y yo, harapientos y sucios como si hubiéramos vivido en un vertedero, nos apeamos del autobús en Detroit. Decidimos pasar la noche en uno de los cines de sesión continua del barrio chino. Hacía frío para pasarla en un parque. Hassel había vivido en el barrio chino de Detroit, conocía todos los billares y los cines nocturnos y los ruidosos bares. Lo había observado todo con sus ojos oscuros muchísimas veces. Su espíritu se apoderó de nosotros. Nunca volveríamos a verle en Times Square. Pensamos que quizá el viejo Dean Moriarty anduviera casualmente por aquí… pero no estaba. Por treinta y cinco centavos cada uno entramos en un cine destartalado y nos tumbamos en el entresuelo hasta por la mañana, que nos echaron. La gente que había en aquel cine nocturno era de lo peor. Negros destrozados que habían venido desde Alabama a trabajar en las fábricas de automóviles y no tenían contrato; viejos vagabundos blancos; jóvenes hipsters de pelo largo que habían llegado al final del camino y le daban al vino sin parar; putas, parejas normales y corrientes y amas de casa que no tenían nada que hacer, ningún sitio al que ir, ni nadie en quien confiar. Si se pasara a todo Detroit por un tamiz no quedarían reunidos mejor sus desechos. Eran dos películas. La primera era del vaquero cantante Eddie Dean y su valiente caballo blanco Bloop; la segunda era de George Raft, Sidney Greenstreet y Peter Lorre, y se desarrollaba en Estambul. Vimos cada una de ellas seis veces a lo largo de la noche. Las vimos despiertos, las oímos dormidos, las seguimos soñando y cuando llegó la mañana estábamos completamente saturados del extraño Mito Gris del Oeste y del sombrío y siniestro Mito del Este. A partir de entonces, todos mis actos han sido dictados automáticamente por esta terrible experiencia de osmosis. Oí las terribles risotadas de Greenstreet mil veces; oí otras tantas el siniestro "Vamos'" de Peter Lorre; acompañé a George Raft en sus paranoicos temores; cabalgué y canté con Eddie Dean y disparé contra los bandidos innumerables veces. La gente bebía a morro y se volvía y miraba a todas partes buscando algo que hacer, alguien con quien hablar. Al fondo todos estaban quietos y con aire de culpabilidad y nadie hablaba. Cuando llegó el gris amanecer y se coló como un fantasma por las ventanas del cine, estaba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de madera de la butaca y seis empleados me rodeaban con toda la basura que se había acumulado durante la noche; la estaban barriendo y formaron un enorme montón maloliente que llegó hasta mi nariz… estuvieron a punto de barrerme a mí también. Esto me lo contó Dean que observaba desde diez asientos más atrás. En aquel montón estaban todas las colillas, las botellas, las cajas de cerillas, toda la basura de la noche. Si me hubieran barrido, Dean no me habría vuelto a ver. Hubiera tenido que recorrer todos los Estados Unidos mirando en todos los montones de basura de costa a costa antes de encontrarme enrollado como un feto entre los desechos de mi vida, de su vida, y de la vida de todos. ¿Qué le habría dicho desde mi seno de mierda?