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– En este Cadillac pareceremos gángsters.

– ¡Eso es! ¿Y las chicas? Podremos ligarnos un montón de chicas. Sal, he decidido mantener una velocidad extra y así tendremos una noche entera para andar por allí con el coche. Ahora sólo tienes que descansar y yo conduciré todo el rato.

– De acuerdo, ¿a qué velocidad vamos ahora?

– Nos mantenemos más o menos a ciento ochenta… y ni siquiera se nota. Cruzaremos Iowa entero durante el día y luego recorreremos Illinois en muy poco tiempo. -Los chicos se habían dormido y hablamos y hablamos toda la noche.

Era notable hasta qué punto Dean podía volverse loco y a continuación sondear su alma (que a mi juicio está arropada por un coche rápido, una costa a la que llegar y una mujer al final de la carretera), tranquila y sensatamente como si no hubiera pasado nada.

– Ahora me pongo así siempre que estoy en Denver… no puedo hacérmelo en esa ciudad nunca más. Por eso, por eso, porque el pobre Dean es como un poseso. ¡Zas! ¡Zas! -Le conté que yo había recorrido esta carretera de Nebraska antes, en el 47. Él también-. Sal, cuando trabajaba en la lavandería Nueva Era de Los Angeles, en mil novecientos cuarenta y cuatro (había falsificado la edad, claro), hice un viaje a Indianápolis con el propósito exclusivo de ver la carrera del 30 de mayo; de día hacía autostop y por la noche para ganar tiempo robaba coches. También tenía en LA un Buick de veinte dólares, mi primer coche; no podía pasar la inspección de frenos y luces y decidí que necesitaba un permiso de otro estado para usar el coche sin que me detuvieran, así que vine aquí a conseguir la licencia. Cuando estaba haciendo autostop por uno de estos pueblos, con las placas de la matrícula escondidas debajo de la chaqueta, un sheriff metomentodo consideró que era demasiado joven para estar haciendo autostop y me detuvo. Encontró las matrículas y me metió en una celda de la cárcel con un delincuente del condado que debería de haber estado en un asilo de ancianos, pues no podía comer por sí solo (la mujer del sheriff le daba de comer) y se pasaba el día entero babeándose y sollozando. Después de la investigación, que incluyó atenciones y cuidados paternales, y después bruscas amenazas para asustarme, y también una comprobación de mi escritura y otras cosas así, y después de que le soltara el mejor discurso de toda mi vida para que me pusiera en libertad, en el que le dije que era mentira todo lo que le había dicho de mi pasado de ladrón de coches y que sólo andaba buscando a mi padre que trabajaba en una granja de los alrededores, dejó que me fuera. Me perdí las carreras, claro. Al otoño siguiente hice lo mismo para ver el partido Notre Dame-California en South Bend, Indiana… esta vez no tuve ningún problema, Sal, pero tenía el dinero justo para la entrada, ni un centavo de más, y no comí nada ni a la ida ni a la vuelta, excepto lo que pude sacarles a los tipos que conocí en la carretera. Soy el único chico de todos los Estados Unidos de América que se haya tomado tantas molestias por ver un partido de fútbol.

Le pregunté por qué había estado en LA en 1944.

– Me detuvieron en Arizona y me metieron en la cárcel más horrible en que he estado en mi vida. Tuve que escaparme y fue la fuga más grande de toda mi vida, hablando de fugas, ya sabes, de un modo general. Por los bosques, ya me entiendes, y arrastrándome, y por pantanos… subiendo por la parte montañosa. Me esperaban porras de goma y trabajos forzados y una supuesta muerte accidental, así que tuve que seguir por los bosques para mantenerme lejos de senderos y caminos y carreteras. Tuve que deshacerme de mi ropa de presidiario y robé del modo más limpio una camisa y unos pantalones en una estación de servicio de las afueras de Flagstaff. llegando a LA dos días después vestido de empleado de estación de servicio y caminé hasta la primera estación que vi y conseguí una habitación y me cambié de nombre (Lee Buliay) y pasé un año muy divertido en LA, incluyendo un montón de nuevos amigos y algunas chicas realmente estupendas; esta temporada se terminó cuando unos cuantos íbamos en coche por el Hollywood Boulevard una noche y le dije a mi tronco que atendiera el coche mientras yo besaba a una chica… yo iba al volante, ya entiendes… y el tipo no me oyó y chocamos contra un poste, pero sólo íbamos a treinta y me rompí la nariz. Ya la has visto… esa curva griega que tengo ahí. Después de eso fui a Denver y aquella misma primavera conocí a Marylou en una heladería. Tío, sólo tenía quince años y llevaba pantalones vaqueros y esperaba a que alguien se la ligara. Tres días y tres noches de charla en el hotel As, piso tercero, habitación de la esquina sudeste, habitación sagrada y santo escenario de mis días… ella era tan dulce entonces, tan joven, ñam, ñam. ¡Pero oye! Mira eso de ahí afuera; es un grupo de vagabundos junto a una hoguera, ¡hostias! -casi se detuvo-. ¿Lo ves? Nunca sabré si mi padre estaba ahí o no -había unos cuantos tipos tambaleándose junto a la hoguera-. Nunca sé si debo preguntar. Puede estar en cualquier parte -seguimos la marcha. En cualquier sitio detrás o delante de nosotros, en medio de la inmensa noche, su padre podía estar durmiendo la borrachera junto a cualquier matorral, era indudable… saliva en la barbilla, los pantalones mojados, roña en las orejas, costra en la nariz, y quizá sangre en el pelo y la luna brillante encima de él. Cogí a Dean por el brazo.

– Oye, tío, esta vez vamos realmente a casa. -Nueva York iba a ser su residencia permanente por primera vez. Se reía; no podía esperar.

– Fíjate, Sal, en cuanto lleguemos a Pensilvania empezaremos a oír ese bop del Este por la radio. ¡Venga, coche, corre, coche corre! -Aquel magnífico coche cortaba el viento; hacía que las llanuras se desplegaran como un rollo de papel; despedía alquitrán caliente con deferencia… un coche imperial. Abrí los ojos a un ventoso amanecer; nos dirigíamos hacia él. El rostro de Dean duro y terco, inclinado como siempre hacia delante, expresaba determinación.

– ¿En qué estás pensando?

– ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! En lo de siempre, ya sabes… ¡mujeres, mujeres, mujeres!

Me dormí y me desperté en la seca y caliente atmósfera de la mañana de un domingo de julio en Iowa, y Dean seguía conduciendo y conduciendo y no había reducido la velocidad; tomaba las curvas de las hondonadas de Iowa a ciento treinta por lo menos, y en los tramos rectos seguía a ciento setenta y cinco como de costumbre, a no ser que el tráfico en ambos sentidos le obligara a ponerse en línea y arrastrarse a unos miserables ochenta por hora. En cuanto se presentaba una mínima oportunidad se disparaba y adelantaba a los coches de seis en seis y los dejaba detrás en medio de una nube de polvo. Un chaval con un Buick último modelo vio todo esto y decidió echarnos una carrera. Cuando Dean estaba a punto de adelantar a un grupo de coches, el tipo nos pasó a toda marcha sin previo aviso y gritaba y tocaba el claxon y encendía las luces traseras desafiándonos. Nos lanzamos tras él como un ave de presa.

– Espera un poco -rió Dean-. Voy a azuzar a ese hijoputa durante unos cuantos kilómetros. Fíjate bien.

Dejó que el Buick se adelantara y entonces aceleró y lo alcanzó sin ningún miramiento. El tipo del Buick perdió los estribos y se lanzó a ciento sesenta. Tuvimos oportunidad de ver cómo era. Parecía una especie de hipster de Chicago que viajaba con una mujer lo bastante mayor como para ser -y de hecho probablemente lo fuera- su madre. Dios sabe si ella se quejaba, pero lo cierto es que él no se rindió. Tenía el pelo negro y alborotado como un italiano del viejo Chicago; llevaba una camisa sport. Quizá pensaba que éramos una banda de LA dispuesta a invadir Chicago, quizá incluso creyera que éramos hombres de Mickey Cohen porque el coche representaba muy bien ese papel y la matrícula era de California. Pero fundamentalmente sólo se trataba de un pasatiempo de carretera. Corrió riesgos terribles para mantenerse delante de nosotros; adelantaba a los coches en las curvas y conseguía con dificultad volver a ponerse en fila cuando algún enorme camión se le echaba encima. Recorrimos unos ciento cincuenta kilómetros de Iowa en este plan, y la carrera resultaba tan interesante que no tuve ocasión de asustarme. Después el tipo se rindió, se detuvo en una estación de servicio, probablemente siguiendo órdenes de la vieja, y cuando lo adelantamos agitó alegremente la mano. Continuamos, Dean con el pecho al aire, yo con los pies clavados en el salpicadero y los chicos durmiendo detrás. Nos paramos a desayunar en un parador atendido por una señora de pelo blanco que nos dio grandes cantidades de patatas mientras sonaban las campanas de la iglesia del pueblo cercano. Después continuamos.

– Dean, no conduzcas tan de prisa durante el día.

– No te preocupes, tío, sé lo que estoy haciendo. -Yo empecé a acobardarme. Dean se lanzaba sobre las filas de coches como el Ángel del Terror. Casi los embestía mientras buscaba paso. Rozaba sus parachoques, se estiraba y agitaba y levantaba para ver las curvas y, de pronto, el potente coche saltaba hacia delante y pasaba, y siempre por un pelo conseguía volver a la parte derecha mientras otras filas de coches pasaban en sentido contrario y yo temblaba. No podía soportarlo más. Sólo muy de vez en cuando se encuentran en Iowa rectas largas como las de Nebraska, pero cuando las encontraba Dean recuperaba su velocidad habitual de ciento setenta y cinco por hora y vi así cómo a la luz de un relámpago algunos de los lugares que recordaba de 1947… entre ellos, el sitio donde Eddie y yo estuvimos atascados durante dos horas. Aquella carretera del pasado desfilaba vertiginosamente como si la copa de la vida hubiese sido volcada y todo fuera un auténtico disparate. Me dolían los ojos ante aquella pesadilla a la luz del día.

– ¡Hostias, Dean! Me voy al asiento de atrás, no puedo soportar esto más, no puedo mirar.

– ¡Ji-Ji-Ji! -se burló Dean y adelantó a un coche en un puente muy estrecho y levantó una nube de polvo y siguió su marcha. Salté al asiento de atrás y me dispuse a dormir. Uno de los chicos saltó delante para divertirse. Aquella mañana se apoderaron de mí terribles horrores; estaba seguro de que íbamos a chocar y me tumbé en el suelo y cerré los ojos y traté de dormir. Cuando era marinero solía pensar en las olas que pasaban por debajo del casco y en las insondables profundidades de más abajo… ahora sentía la carretera medio metro debajo, desplegándose y volando y silbando a una velocidad increíble a través del ruidoso continente con aquel loco Ahab al volante. En cuanto cerraba los ojos lo único que veía era la carretera desplegándose en mi interior. Cuando los abría veía sombras relampagueantes de árboles vibrando en el suelo del coche. No había modo de escapar. Me resigné a lo que fuera. Y Dean seguía conduciendo sin pensar en dormir hasta que llegásemos a Chicago. Por la tarde pasamos de nuevo por el viejo Des Moines. Aquí, claro está, nos encontramos con mucho tráfico y tuvimos que aminorar la marcha y yo volví al asiento delantero. Se produjo un extraño y patético accidente. Un negro gordo iba con toda su familia en un sedán delante de nosotros; del parachoques trasero colgaba una de esa bolsas de lona para agua que venden en el desierto a los turistas. Dean iba hablando con los chicos y, sin darse cuenta, embistió contra la bolsa a unos ocho kilómetros por hora, y la bolsa estalló como una caldera y lo salpicó todo de agua. No se produjeron más daños, exceptuado el parachoques que se había abollado un poco. Dean y yo bajamos a hablar con el negro. El resultado fue un intercambio de direcciones y un poco de conversación, y Dean no quitó los ojos de la mujer del tipo cuyos hermosos pechos morenos apenas quedaban ocultos por una fina blusa de algodón.

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