Pero no me morí, y caminé seis kilómetros y recogí diez largas colillas y me las llevé a la habitación del hotel de Marylou y vacié el tabaco en mi vieja pipa y la encendí. Era demasiado joven para saber lo que me había pasado. Olí toda la comida de San Francisco a través de la ventana. Había sitios donde vendían mariscos en cuyo exterior los vagabundos estaban calientes, y los cubos de la basura lo bastante llenos para poder comer; sitios donde hasta los propios menús tenían una blanda suculencia como si hubieran sido sumergidos en caldos calientes y tostados y se pudieran comer. Con que me dejaran oler la mantequilla y las pinzas de la langosta tendría bastante. También había sitios especializados en gruesos y rojos solomillos au jus, o en pollos asados al vino. También había sitios donde las hamburguesas siseaban sobre las parrillas y el café costaba sólo un níquel. ¡Ah! También llegaba hasta mi habitación el olor de los guisos del barrio chino, compitiendo con las salsas de los espaguettis de North Beach, los cangrejos de caparazón blando del muelle de los pescadores… o peor aún, las costillas de Fillmore dando vueltas en el asador. Llegaban de la calle Market los chiles, y las patatas fritas del embarcadero con sus noches de vino, y las almejas de Sausalito, más allá de la bahía… así era mi sueño de San Francisco. Añádase niebla, una niebla cruda que aumentaba el hambre, y los latidos de los neones en la noche suave, el clac-clac de los altos tacones de las mujeres tan bellas, las palomas blancas en el escaparate de una tienda de comestibles china…
Así me encontró Dean cuando por fin decidió que merecía la pena salvarme. Me llevó a su casa, la casa de Camille.
– ¿Dónde está Marylou, tío?
– La muy puta se las dio.
Camille era un alivio después de Marylou; una joven, educada, atenta, y que sabía que los dieciocho dólares que le había mandado Dean eran míos. Pero, ¡ay! ¿dónde estarás ahora mi dulce Marylou?
Descansé unos cuantos días en casa de Camille. Desde la ventana de su cuarto de estar, en un edificio de apartamentos de la calle Liberty, podía verse todo el resplandor verde y rojo de San Francisco en la noche lluviosa. Durante los pocos días que estuve allí Dean hizo la cosa más ridícula de toda su carrera. Consiguió un trabajo de viajante de un nuevo tipo de olla a presión. El vendedor le dio montones de muestras y de folletos. El primer día Dean era un huracán de energía. Fui en coche con él por toda la ciudad de casa en casa. Su idea era que lo invitaran formalmente a cenar y entonces levantarse y hacer una demostración de la olla a presión.
– Tío -exclamó Dean muy excitado-, esto todavía es más disparatado que cuando trabajaba para Sinah. Sinah vendía enciclopedias en Oakland. Nadie podía con él. Soltaba largos discursos, saltaba, subía y bajaba, reía, lloraba.
Una vez entró en casa de unos okies que se estaban preparando para ir a un funeral. Sinah se puso de rodillas y rezó por la salvación del alma del difunto. Todos los okies se echaron a llorar. Vendió una colección completa de enciclopedias. Era el tipo más loco del mundo. Me pregunto qué habrá sido de él. Solíamos acercarnos a las hijas más jóvenes y guapas de las casas donde íbamos y les metíamos mano en la cocina. Por cierto, esta tarde he estado con un ama de casa de lo más maravilloso en su cocinita… los brazos los tenía puestos así… le hacía una demostración… ¡Vaya! ¡Sí! ¡Sí!
– Sigue así, Dean -le dije-. Quizá llegues a ser algún día alcalde de San Francisco. -Era ya un maestro en cosas de cocina; por las noches practicaba con Camille y conmigo.
Una mañana estaba desnudo contemplando todo San Francisco por la ventana mientras salía el sol. Parecía el futuro alcalde pagano de la ciudad. Pero se le agotaron las fuerzas. Una tarde que llovía el vendedor apareció por casa para ver qué estaba haciendo. Dean estaba todo despatarrado encima de la cama.
– ¿Ha tratado de vender todo eso?
– No -le respondió Dean-. Tengo otro trabajo en perspectiva.
– Muy bien, pero ¿qué piensa hacer con todas esas muestras?
– En realidad no lo sé. -Bajo un silencio de muerte el vendedor recogió sus ollas y se fue. Yo me sentía enfermo y cansado de todo, y Dean lo mismo.
Pero una noche volvimos a enloquecer de repente; habíamos ido a ver a Slim Gaillard a un pequeño club nocturno de Frisco. Slim Gaillard es un negro alto, delgado, con unos ojos muy tristes que siempre está diciendo:
– Bien-oruni -y también-. ¿Qué tal un poco de bourbon-oruni?
En Frisco, grandes multitudes de jóvenes intelectualoides se sientan a sus pies y le escuchan tocar el piano, la guitarra y los bongos. Cuando se calienta, se quita la camisa y entra en acción de verdad. Hace y dice cualquier cosa que se le pasa por la cabeza. Comienza a cantar:
– Mezcladora de cemento, Pu-ti, Pu-ti -y de pronto ralentiza el ritmo y se inclina pensativo sobre los bongos tocándolos suavemente con la yema de los dedos mientras todo el mundo se echa hacia delante conteniendo la respiración para conseguir oír lo que dice y toca; crees que va a estar así un minuto, pero sigue y sigue igual durante una hora o más, haciendo un ruido casi imperceptible con la punta de los dedos, un sonido que cada vez es menor hasta que deja de oírse y el ruido del tráfico llega a través de la puerta. Entonces se levanta lentamente, coge el micrófono y dice lenta, muy lentamente:
– Gran-oruni… suave-ovauti… hola-oruni… bourbon-oruni… todo-oruni… qué están haciendo los de la primera fila con sus chicas-oruni… oruni… vauti… oruniruni…
– sigue así unos quince minutos, su voz se hace más grave y más suave hasta que no se puede oír. Sus grandes ojos tristes observan al auditorio.
– ¡Dios! ¡Sí! -dice Dean que está de pie al fondo aplaudiendo y sudando-. ¡Sal! ¡Slim sabe cómo es el tiempo! ¡Sabe cómo es el tiempo!
Slim se sienta al piano y golpea dos notas, dos do, después dos más, después una, después dos, y de pronto el bajista, un tipo corpulento, sale de su ensoñación y se da cuenta que Slim está tocando «C-Jam Blues» y aporrea con su enorme dedo índice la cuerda y se inicia una sonora y potente pulsación y todo el mundo se mueve al compás y Slim sigue mirando tan triste como siempre, y tocan jazz durante media hora, y Slim enloquece y coge los bongos y toca ritmos cubanos tremendamente rápidos y chilla cosas dementes en español, en árabe, en dialecto peruano, en egipcio, en todos los idiomas que conoce, y sabe innumerables idiomas. Finalmente termina la actuación; cada actuación dura dos horas. Slim Gaillard se queda apoyado en una columna, mirando tristemente por encima de las cabezas de quienes le hablan. Le ponen un vaso de bourbon en la mano.
– Bourbon-oruni… gracias-ovauti.
Nadie sabe de dónde es Slim Gaillard. Dean soñó en cierta ocasión que tenía un hijo y que su vientre estaba todo hinchado y azul mientras estaba tumbado en la yerba de un hospital de California. Bajo un árbol, junto a un grupo de negros, estaba sentado Slim Gaillard. Dean volvió hacia él unos desesperados ojos de madre.
– Ahí lo tienes-oruni -decía Slim.
Ahora Dean se acercó a él, se acercó a su dios; creía que Slim era Dios; caminó arrastrando los pies hasta él y le hizo una reverencia y le rogó que se sentara con nosotros.
– Muy bien-oruni -dijo Slim; se sentaba con cualquiera pero no garantizaba que estuviese en espíritu con la gente. Dean consiguió una mesa, pidió bebidas, y se sentó muy tieso frente a Slim. Este soñaba por encima de su cabeza. Cada vez que Slim decía:
– Oruni. -Dean respondía:
– Sí.
Yo estaba sentado entre aquel par de locos. No pasó nada. Para Slim Gaillard el mundo entero es sólo un gran oruni.
Aquella misma noche conocí a Lampshade en la esquina de Fillmore y Geary. Lampshade es un tipo corpulento, un negro que se presenta en los clubs musicales de Frisco con abrigo, sombrero y bufanda, y salta al escenario y empieza a cantar; se le hinchan las venas de la frente; jadea y toca blues con una enorme trompeta poniendo en juego cada músculo de su alma. Chilla al público mientras canta:
– No os muráis para ir al cielo, comenzad con el Doctor Peppery terminad con whisky.
Su voz resuena por todas partes. Hace muecas, se retuerce, hace de todo. Se acercó a nuestra mesa, se inclinó hacia nosotros y dijo:
– ¡Sí! -y después salió a la calle tambaleándose en busca de otro club.
También estaba Connie Jordán, un loco que canta, mueve desesperadamente los brazos y termina salpicando de sudor a todo el mundo y golpeando el micrófono y gritando como una mujer; y se le ve avanzada la noche, exhausto, escuchando las salvajes sesiones de jazz en el Jamson's Nook con enormes ojos redondos y los hombros hundidos, con la mirada perdida y una bebida delante. Nunca había visto a unos músicos tan locos. En Frisco todo el mundo tocaba. Era el final del continente; todo se la sudaba a todo el mundo. Dean y yo anduvimos por San Francisco en este plan hasta que me llegó el siguiente cheque de veterano y me encontré en disposición de volver a casa.
No puedo decir lo que conseguí yendo a Frisco. Camille quería que me fuera; a Dean le daba lo mismo que me fuera o me quedara. Compré una enorme hogaza de pan y fiambres y me hice diez emparedados para cruzar el país una vez más; todos se habían podrido cuando llegué a Dakota del Norte. La última noche Dean enloqueció y encontró a Marylou en alguna parte del centro de la ciudad y cogimos el coche y fuimos a Richmond, pasada la bahía, y visitamos los locales de jazz de los negros. Cuando Marylou iba a sentarse un tipo negro le quitó la silla y ella se cayó de culo. Unos jóvenes se le acercaron cuando iba al retrete y le hicieron proposiciones. También me las hicieron a mí. Dean sudaba sin parar. Era el final; quería marcharme.
Al amanecer cogí el autobús para Nueva York y dije adiós a Dean y Marylou. Me pidieron algunos de los emparedados. Les dije que no. Fue un momento molesto. Todos pensábamos que no nos volveríamos a ver y no nos importaba.