– Ahora es la primera vez desde hace años que estoy solo y en disposición de hablar -dijo Dean, y habló toda la noche. Como en sueños zumbamos de regreso a través del dormido Washington y volvimos a las inmensidades de Virginia, cruzando el río Appomattox al despuntar el día. Llamamos a la puerta de mi hermano a las ocho de la mañana. Y todo este tiempo Dean estaba tremendamente excitado con todo lo que veía, todo lo que decía, cada uno de los detalles de los momentos que pasaban. Estaba fuera de sí y hablaba con auténtica fe.
– Y naturalmente ahora nadie puede decirnos que Dios no existe. Hemos pasado por todo. ¿Sal, te acuerdas de cuando vine a Nueva York por primera vez y quería que Chad King me enseñara cosas de Nietzsche? ¿Te acuerdas de cuánto tiempo hace? Todo es maravilloso, Dios existe, conocemos el tiempo. Todo ha sido mal formulado de los griegos para acá. No se consigue nada con la geometría y los sistemas de pensamiento geométricos. ¡Todo se reduce a esto ! -hizo un corte de manga; el coche seguía marchando en línea recta-. Y no sólo eso sino que ambos comprendemos que yo no tengo tiempo para explicar por qué sé y tú sabes que Dios existe.
En un determinado momento me lamenté de los problemas de la vida, de lo pobre que era mi familia, de lo mucho que deseaba ayudar a Lucille, que también era pobre y tenía una hijita.
– Problemas, ya ves, son la palabra que generaliza los motivos por los que Dios existe. La cuestión es no quedar colgado. ¡Me da vueltas la cabeza! -gritó cogiéndosela con ambas manos.
Salió del coche a buscar pitillos y se parecía a Groucho Marx: el mismo caminar furioso, dando pasos muy largos, con los faldones del frac al viento, excepto que no llevaba frac.
– Desde Denver, Sal, un montón de cosas… ¡Y qué cosas! He pensado y pensado. Estaba en el reformatorio casi todo el tiempo. Era un delincuente tratando de reafirmarme: robar coches era una expresión psicológica de mi situación, un modo de indicarla. Ahora todos mis problemas con la cárcel están arreglados. Que yo sepa nunca volveré a la cárcel. Lo demás no es culpa mía -pasamos junto a un niño que apedreaba a los coches-. Piensa en esto -siguió Dean-. Cualquier día romperá un parabrisas con una piedra y el conductor se estrellará y morirá. Y todo por culpa de ese chaval. ¿Ves lo que te quiero decir? Dios existe sin escrúpulos. Mientras rodamos por esta carretera no tengo ninguna duda de que hará todo lo posible para protegernos, lo mismo que tú cuando conduces con tanto miedo (no me gustaba conducir y lo hacía con todo tipo de precauciones). El coche seguirá su camino por sí mismo y no te saldrás de la carretera y yo podré dormir. Además, conocemos perfectamente América, estamos en casa; puedo ir a cualquier parte de América y conseguir lo que quiera porque en todas partes es lo mismo. Conozco a la gente y sé las cosas que hacen. Es un dar y tomar constante y entramos en la tranquilidad increíblemente complicada haciendo eses de un lado a otro.
No había nada claro en las cosas que decía, pero lo que intentaba explicar era algo puro y transparente. Usaba mucho la palabra «puro». Nunca me había imaginado que Dean pudiera ser un místico. Eran los primeros días de un misticismo que le llevarían a la extraña y harapienta santidad a lo W. C. Fields de sus últimos días.
Hasta mi tía le escuchaba con cierta curiosidad mientras volvíamos hacia el Norte aquella misma noche con los muebles detrás. Ahora que mi tía estaba en el coche, Dean se calmó y hablaba de su trabajo en San Francisco. Nos enteramos hasta el menor detalle de lo que tiene que hacer un guardafrenos, haciéndonos demostraciones cada vez que pasábamos junto a las vías del tren, y en un determinado momento saltó del coche para demostrarme cómo toma un trago un guardafrenos durante una breve parada. Mi tía se retiró al asiento de atrás y trató de dormir. En Washington, a las cuatro de la mañana, Dean telefoneó a cobro revertido a Frisco. Habló con Camille y poco después de esto, cuando dejábamos atrás Washington, un coche de la policía de tráfico con la sirena sonando nos puso una multa por exceso de velocidad a pesar de que entonces no íbamos a más de sesenta por hora. Se debía a nuestra matrícula de California.
– Chicos, ¿creéis que podéis correr todo lo que os dé la gana sólo porque venís de California? -dijo el policía.
Fui con Dean a la comisaría y tratamos de explicar al sargento que no teníamos dinero. Dijeron que Dean pasaría la noche en la cárcel si no reuníamos la pasta. Naturalmente, mi tía la tenía: quince dólares. Y de hecho, mientras discutíamos con la pasma, uno de los policías fue a echar un vistazo a mi tía que estaba envuelta en su manta en el asiento de atrás.
– No tenga miedo, no soy una ladrona con la pistola preparada. Si quiere puede entrar y registrar el coche, vamos, hágalo si le apetece. Vuelvo a casa con mi sobrino y no hemos robado estos muebles. Son de mi sobrina que acaba de tener un hijo y se muda a una casa nueva.
Esto desconcertó al Sherlock Holmes, que volvió a la comisaría. Mi tía tuvo que pagar la multa de Dean o nos quedaríamos colgados en Washington; yo no tenía carnet. Dean prometió devolvérselo, y de hecho lo hizo, justamente año y medio más tarde ante la grata sorpresa de mi tía. Mi tía… una mujer respetable hundida en este triste mundo, un mundo que conocía muy bien. Nos habló del de la bofia:
– Estaba escondido detrás del árbol intentando ver qué aspecto tenía. Le dije… Bueno, le dije que registrara el coche si quería. No tengo nada de qué avergonzarme
– sabía que Dean tenía cosas de qué avergonzarse, y yo también, debido a que estaba con Dean, y éste y yo lo aceptamos tristemente.
Mi tía dijo en una ocasión que en el mundo nunca habría paz hasta que los hombres se arrodillaran delante de las mujeres y les pidieran perdón. Dean lo sabía, lo había dicho muchas veces.
– Yo he suplicado y suplicado a Marylou -dijo- para que mantuviéramos unas relaciones pacíficas y comprensivas y de un amor puro y dulce y eterno, dejando a un lado lo que pueda separarnos… pero ella no me deja en paz, trama algo, quiere hundirme, no entiende lo mucho que la quiero, está buscando mi perdición.
– Lo cierto del asunto es que no entendemos a nuestras mujeres -añadí yo-. Les echamos la culpa de todo y, de hecho, la culpa la tenemos nosotros.
– La cosa no es tan sencilla como eso -me previno Dean-. La paz llegará de improviso, no nos daremos cuenta cuando llegue… ¿te das cuenta, tío?
Tercamente, congelado, condujo el coche a través de Nueva Jersey; al amanecer llegamos a Paterson mientras yo conducía y Dean dormía detrás. Llegamos a casa a las ocho de la mañana y nos encontramos a Marylou y Ed Dunkel sentados y fumándose las colillas de los ceniceros; no habían comido desde que Dean y yo nos marchamos. Mi tía compró comida y preparó un espléndido desayuno.
Era el momento de que el trío de San Francisco encontrara nuevo alojamiento en el propio Manhattan. Carlo tenía un cuarto en la avenida York; se trasladarían por la tarde. Dean y yo dormimos el día entero, y nos despertó una gran tormenta de nieve que anunciaba la Noche Vieja de 1948. Ed Dunkel estaba sentado en mi butaca y hablaba del Año Nuevo anterior.
– Estaba en Chicago. No tenía ni un centavo. Estaba sentado junto a la ventana de la habitación de mi hotel de North Clark Street y desde la panadería de abajo llegó a mis narices el olor más delicioso que quepa imaginarse. No tenía ni una perra pero bajé y hablé con la chica. Me dio pan y tarta de café gratis. Volví a mi habitación y comí. Me quedé en el cuarto toda la noche. En Farmington, Utah, en una ocasión, trabajaba con Ed Wall, ya sabes, Ed Wall el hijo del ranchero de Denver. Estaba en la cama y de repente vi a mi madre muerta de pie en un rincón rodeada de luz. Dije: «¡Madre!», y desapareció. Tengo visiones todo el tiempo -terminó Ed Dunkel, moviendo la cabeza.
– ¿Qué piensas hacer con Galatea?
– Bueno, ya veremos cuando lleguemos a Nueva Orleans, ¿no te parece? -y comenzó a buscar mi consejo; el de Dean no le bastaba. Pero estaba enamorado de Galatea.
– ¿Qué piensas hacer contigo mismo? -le pregunté.
– No lo sé -respondió-. Ir tirando, supongo. Vivir -añadió, siguiendo a Dean. Carecía de rumbo. Se sentó recordando aquella noche en Chicago y el pastel de café en la habitación solitaria.
Afuera se arremolinaba la nieve. En Nueva York se celebraría una gran fiesta; iríamos todos a ella. Dean cerró su destrozado baúl, lo metió en el coche, y todos nos fuimos dispuestos a pasar una gran noche. Mi tía estaba contenta pensando que mi hermano la visitaría la semana siguiente; se sentó con un periódico y esperó la transmisión radiofónica del fin de año en Times Square. Llegamos a Nueva York, patinando sobre el hielo. Nunca tuve miedo con Dean al volante; podía conducir un coche en cualquier situación. Habían arreglado la radio y un furioso bop nos empujaba a través de la noche. No sabía adónde nos llevaría todo esto, pero no me importaba.
Precisamente por entonces empezó a obsesionarme algo extraño. Era esto: me había olvidado de algo. Se trataba de una decisión que estaba a punto de tomar antes de que apareciera Dean y que ahora se había borrado de mi mente aunque todavía la tenía en la punta de la lengua. Chasqueaba los dedos intentando recordar. Y ni siquiera podía decir si era una decisión auténtica o sólo algo que había olvidado. Me obsesionaba y desconcertaba, me ponía triste. Tenía algo que ver con el Viajero de la Mortaja. Carlo y yo estábamos sentados en una ocasión, rodilla contra rodilla, en dos sillas, mirándonos, y le conté un sueño que había tenido de un extraño árabe que me perseguía por el desierto; trataba de escaparme de él; pero me alcanzó justo antes de llegar a la Ciudad Protectora.
– ¿Quién sería? -dijo Carlo.
Lo consideramos. Supuse que era yo mismo envuelto en una mortaja. No era eso. Algo, alguien, un espíritu nos perseguía por el desierto de la vida y nos alcanzaría antes de llegar al cielo. Por supuesto, ahora que volvía a ello, no podía ser más que la muerte: la muerte que nos alcanza antes de que lleguemos al cielo. Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero, ¿quién quiere morir? En el torbellino de acontecimientos en el fondo de la mente seguía pensando en esto. Se lo conté a Dean y él reconoció de inmediato que no era más que anhelo de la propia muerte; y dado que nadie vuelve a la vida, él, sensatamente, no quería tener nada que ver con ello, y me mostré de acuerdo.