Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Ah! Si alguna vez vinierais conmigo, beberíamos Cinzano y oiríamos a los músicos de Bandol, eso sí que es vida. Y después, por los veranos, Normandía, los zuecos, el viejo y delicioso Calvados. ¡Vamos, Sam! -dijo a su invisible camarada- Saca el vino del agua y veamos si mientras pescábamos se ha enfriado bastante- y era Hemingway puro.

Llamamos a unas chicas que pasaban por la calle:

– Ayudadnos a limpiar esto. Todo el mundo queda invitado a la fiesta de esta noche -se unieron a nosotros. Contábamos con un gran equipo trabajando. Por fin, los cantantes del coro de la ópera, en su mayoría muy jóvenes, aparecieron y también arrimaron el hombro. El sol se ponía.

Terminada nuestra jornada de trabajo, Tim, Rawlins y yo decidimos prepararnos para la gran noche. Cruzamos el pueblo hasta el hotel donde se alojaban las estrellas de la ópera. Oíamos el comienzo de la función nocturna.

– ¡Perfecto! -dijo Rawlins-. Entraremos a coger unas navajas de afeitar y unas toallas y nos arreglaremos un poco.

También cogimos peines, colonia, lociones de afeitar, y entramos en el cuarto de baño. Nos bañamos cantando.

– ¿No es increíble? -seguía diciendo Tim Gray-. Estamos usando el cuarto de baño y las toallas y las lociones de afeitar y las máquinas eléctricas de las estrellas de la ópera.

Fue una noche maravillosa. Central City está a más de tres mil metros de altura: al principio uno se emborracha con la altura, luego te cansas y sientes una especie de fiebre en el alma. Nos acercamos a las luces del teatro de la ópera mientras bajábamos por la estrecha calleja; después doblamos a la derecha y visitamos varios antiguos saloons con puertas batientes. La mayoría de los turistas estaban en la ópera. Empezamos con unas cuantas cervezas de tamaño extra. Había un pianista. Más allá de la puerta trasera se veían las montañas a la luz de la luna. Lancé un grito salvaje. La noche había llegado.

Corrimos de regreso a la cabaña minera. Todo continuaba preparándose para la gran fiesta. Las chicas, Babe y Betty, cocinaban judías y salchichas, y después bailamos y empezamos con la cerveza para entonarnos. Rawlins y Tim y yo nos relamíamos. Cogimos a las chicas y bailamos. No había música, sólo baile. El lugar se llenó. La gente empezó a traer botellas. Corríamos a los bares y regresábamos también corriendo. La noche se hacía más y más frenética. Me habría gustado que Carlo y Dean estuvieran aquí (después comprendí que estarían fuera de lugar e incómodos). Eran como el hombre del calabozo y las tinieblas, el underground, los sórdidos hipsters de América, la nueva generación beat a la que lentamente me iba uniendo.

Aparecieron los chicos del coro. Empezaron a cantar «Dulce Adelina». También cantaban frases como: «Pásame la cerveza» y «¿Qué estás haciendo por ahí con esa cara?», y también daban grandes gritos de barítono de «Fi-de lio».

– ¡Ay de mí! ¡Cuánta tiniebla! -canté yo. Las chicas estaban aterradas. Salieron al patio trasero y se nos colgaron del cuello. Había camas en las otras habitaciones, las que no habían sido limpiadas, y yo tenía a una chica sentada en una y hablaba con ella cuando de pronto se produjo una gran invasión de jóvenes acomodadores de la ópera, que sin más agarraron a las chicas y se pusieron a besarlas sin los adecuados preámbulos. Adolescentes, borrachos, desmelenados, excitados… destrozaron la fiesta. A los cinco minutos todas las chicas se habían ido y comenzó una especie de fiesta de estudiantes con mucho sonar de botellas y ruido de vasos.

Ray y Tim y yo decidimos hacer otra visita a los bares. Major se había ido, Babe y Betty se habían ido. Nos tambaleamos en la noche. El público de la ópera abarrotaba los bares. Major gritaba por encima de las cabezas. El inquieto y gafudo Denver D. Doll estrechaba manos sin parar y decía:

– Muy buenas tardes, ¿cómo está usted? -y cuando llegó la medianoche seguía diciendo-. Muy buenas tardes, ¿cómo está usted?

En un determinado momento le vi salir con alguien importante. Después volvió con una mujer de edad madura; al minuto siguiente estaba en la calle hablando con una pareja de acomodadores. Al siguiente momento me estrechaba la mano sin reconocerme, diciendo:

– Feliz año nuevo, amigo.

Y no estaba borracho de alcohol, sólo borracho de lo que le gustaba: montones de gente. Todos le conocían.

– Feliz año nuevo -decía, y a veces-: Feliz Navidad. -Hacía esto siempre. En Navidad diría: -Feliz Día de Todos los Santos.

En el bar había un tenor al que todos respetaban muchísimo; Denver Doll había insistido en presentármelo y yo intentaba evitarlo como fuera; se llamaba D'Annunzio o algo así. Estaba con su mujer. Sentados en una mesa, tenían aspecto huraño. También había en el bar una especie de turista argentino. Rawlins le empujó para hacerse sitio. El tipo se volvió gruñendo. Rawlins me dio sus gafas y de un puñetazo lo dejó fuera de combate sobre la barra. El hombre quedó sin sentido. Hubo gritos. Tim y yo sacamos a Rawlins de allí. La confusión era tal que el sheriff no podía abrirse paso entre la multitud para llegar hasta la víctima. Nadie pudo identificar a Rawlins. Fuimos a otros bares. Major caminaba vacilante por una calle oscura.

– ¡Qué coño pasa! ¿Una pelea? No tenéis más que avisarme.

Se alzaron grandes risotadas por todas partes. Me preguntaba lo que estaría pensando el Espíritu de la Montaña, levanté la vista y vi pinos y la luna y fantasmas de viejos mineros, y pensé en todo esto. En toda la oscura vertiente Este de la divisoria, esta noche sólo había silencio y el susurro del viento, si se exceptúa la hondonada donde hacíamos ruido; y al otro lado de la divisoria estaba la gran vertiente occidental, y la gran meseta que iba a Steamboat Springs, y descendía, y te llevaba al desierto oriental de Colorado y al desierto de Utah; y ahora todo estaba en tinieblas mientras nosotros, unos americanos borrachos y locos en nuestra poderosa tierra, nos agitábamos y hacíamos ruido. Estábamos en el techo de América y lo único que hacíamos era gritar; supongo que no sabíamos hacer otra cosa… en la noche, cara al Este, por encima de las llanuras donde probablemente un anciano de pelo blanco caminaba hacia nosotros con la Palabra, y llegaría en cualquier momento y nos haría callar.

Rawlins insistía en volver al bar donde se había peleado. Tim y yo no queríamos pero nos pegamos a él. Se dirigió a D'Annunzio, el tenor, y le tiró un whisky a la cara. Lo arrastramos fuera. Un barítono del coro se nos unió y fuimos a un bar normal y corriente de Central City. Aquí Ray llamó puta a la camarera. Un grupo de hombres hoscos estaban pegados a la barra; odiaban a los turistas. Uno de ellos dijo:

– Chicos, lo mejor que podéis hacer es largaros de aquí antes de que termine de contar diez- obedecimos. Regresamos dando tumbos a la cabaña y nos fuimos a dormir.

Por la mañana me desperté y me di vuelta en la cama; se levantó una gran nube de polvo. Tiré de la ventana; estaba clavada. Tim Gray estaba en la misma cama. Tosimos y estornudamos. Desayunamos los restos de la cerveza. Babe volvió de su hotel y recogimos nuestras cosas para irnos.

Todo parecía derrumbarse a mi alrededor. Cuando íbamos hacia el coche. Babe resbaló y se cayó de morros. La pobre chica estaba agotada. Su hermano, Tim y yo la ayudamos a levantarse. Subimos al coche; Major y Betty se nos unieron. Se inició el triste regreso a Denver.

De pronto, íbamos montaña abajo y dominábamos la gran llanura marina de Denver; el calor subía como de un horno. Empezamos a cantar. Yo estaba inquieto por verme ya en Frisco.

10

Aquella noche me encontré con Carlo y para mi asombro me contó que había estado en Central City con Dean.

– ¿Y qué hicisteis allí?

– Bueno, anduvimos por los bares y después Dean robó un coche y bajamos por las curvas de la montaña a ciento cincuenta por hora.

– No os vi.

– No sabíamos que estabas por allí.

– Bueno, tío, me voy a Frisco.

– Dean te ha citado con Rita para esta noche.

– Bueno, entonces de momento retrasaré el viaje.

No tenía dinero. Le había mandado una carta urgente a mi tía pidiéndole cincuenta dólares y diciéndole que sería el último dinero que le pediría; después, en cuanto me embarcara, se lo devolvería.

Luego fui a reunirme con Rita Bettencourt y la llevé al apartamento. Nos metimos en el dormitorio tras una larga conversación en la oscuridad de la sala de estar. Era una chica agradable, sencilla y sincera, y con un miedo tremendo al sexo. Le dije que era algo hermoso. Quería demostrárselo. Me dejó que lo intentara, pero yo estaba demasiado impaciente y no le demostré nada. Ella sollozaba en la oscuridad.

– ¿Qué le pides a la vida? -le pregunté, y solía preguntárselo a todas las chicas.

– No lo sé -respondió-. Sólo atender a las mesas e ir tirando.

Bostezó. Le puse mi mano en la boca y le dije que no bostezara. Intenté hablarle de lo excitado que me sentía de estar vivo y de la cantidad de cosas que podríamos hacer juntos; le decía esto y pensaba marcharme de Denver dentro de un par de días. Se apartó molesta. Quedamos tumbados de espaldas mirando al techo y preguntándonos qué se habría propuesto Dios al hacer un mundo tan triste. Hicimos vagos proyectos de reunimos en Frisco.

Mis días en Denver estaban llegando a su fin; lo sentía cuando la acompañaba caminando hacia su casa. Al regresar me tumbé en el césped de una vieja iglesia entre un grupo de vagabundos y su conversación me hizo desear el regreso a la carretera. De vez en cuando uno de ellos se levantaba y pedía limosna a cualquiera que pasase. Hablaban de irse al Norte para la cosecha. El ambiente era cordial y cálido. Quería volver a casa de Rita y contarle muchas más cosas, hacer el amor con ella de verdad y quitarle el miedo que sentía hacia los hombres. Los chicos y las chicas americanos suelen ponerse tristes cuando están juntos; lo sofisticado es dedicarse de inmediato al sexo sin la adecuada conversación preliminar. Nada de cortejo, nada de una verdadera conversación de corazón a corazón, aunque la vida sea sagrada y cada momento sea precioso. Oía la locomotora de Denver y Río Grande silbar en dirección a las montañas. Quería continuar en pos de mi estrella.

A medianoche Major y yo nos sentamos charlando melancólicamente.

– ¿Has leído Las verdes colinas de África! Es lo mejor de Hemingway.

Nos deseamos mutuamente suerte. Nos reuniríamos en Frisco. Vi a Rawlins bajo un oscuro árbol de la calle.

– Adiós, Ray. ¿Cuándo nos volveremos a ver?

13
{"b":"91068","o":1}