– Tranquilícese -contestó el prior-. Llegaron hace dos semanas. Le están esperando. Tan s6lo hay un contratiempo, aunque no es muy grave. Debido a que se aburrían, y a que aquí no hay mucho que hacer, ayer decidieron ir a ver el amanecer desde una pequeña capilla que construyeron nuestros hermanos un poco más arriba, en la soledad de la montaña. De hecho la idea fue mía, y ahora lo lamento. Volverán mañana por la mañana.
Al principio esta noticia dejó decepcionado a Jean-Baptiste, pero luego decidió aprovechar la noche para descansar. Al día siguiente se cambiaría e iría a su encuentro, completamente recuperado de cuerpo y mente.
El prior le introdujo en la habitación del abad. Era una amplia estancia iluminada por un alto ventanal que daba a un balcón con laureles y fucsias. De uno de los muros colgaba un tapiz que representaba la torre de Babel. El abad era un anciano arquitecto que había vivido mucho tiempo en Damas. Tras la repentina muerte de su mujer y de sus dos hijos, se fue de la ciudad, vagó sin cesar y encontró el camino del Sinaí. Desde entonces nunca había abandonado Santa Catalina, y había llegado a superior en menos de diez años. La primera vez que pasó por allí, Jean-Baptiste le había visto manejar el compás, la escuadra y la regla, pues él mismo se ocupaba de hacer los planos de todas las ampliaciones del monasterio. En una mesa situada en un rincón de su habitación se apilaban grandes rollos de papel que probablemente reflejaban la obra aún por terminar.
El pobre hombre estaba irreconocible, delgado y macilento, y tenía la boca torcida.
– Me alegra mucho verle antes del final -consiguió articular con dificultad.
Jean-Baptiste le apretó la mano huesuda, pues la emoción le impedía responder. Después el viejo se adormiló. El médico salió y le dijo al prior que como mucho podría mitigar su dolor, pero no evitar su muerte.
– Lo más extraordinario -dijo el prior- es que no teme ni lo uno ni lo otro. Los más afectados somos nosotros.
– Creo que antes de dos días…
El prior se persignó, escondió sus lágrimas y acompañó a Jean-Baptiste hasta el aposento que le habían asignado.
A las siete de la mañana, mientras volvían a descender a pie del tabernáculo desde donde habían contemplado la aurora, Françoise y el maestro Juremi se encontraron con Jean-Baptiste, que subía desde el monasterio. Le abrazaron emocionados, y le pidieron que les contara el viaje y su llegada, pero él estaba preocupado por Alix.-Se ha quedado un poco rezagada -dijo Françoise-. Estos días su ánimo le pide estar sola. La encontrarás enseguida, en el gran promontorio situado frente a la capilla.
Jean-Baptiste se excusó por dejarles y continuó camino arriba. El calor empezaba a apretar, así que se quitó el jubón y se lo echó al hombro. El minúsculo santuario apareció en el último momento, al doblar un recodo del sendero. Era una humilde construcción de piedra cubierta de tejas irregulares. Los monjes ni siquiera habían colocado una cruz por respeto a las diversas creencias de quienes pudieran sentirse conmovidos en aquel lugar. Una pequeña explanada se extendía entre la ermita y un promontorio de roca, donde se erguían peñascos como siluetas drapeadas. Desde aquel cerro se divisaba el amanecer. La vista dominaba tres flancos. Jean-Baptiste reconoció a Alix entre aquellas formas. En realidad más bien la adivinó; ella tuvo la misma intuición y se levantó. El se acercó corriendo, y a diez pasos de ella empezó a andar más despacio para terminar muy lentamente. ¡Cómo había cambiado! Su rostro, su cuerpo y su compostura habían madurado, y su belleza resplandecía aún con más intensidad que antes. Vestida de amazona, estaba libre de las trabas de los vestidos y de los corsés y llevaba el cabello suelto. «Todo esto -se dijo- no es nada en comparación con ese aire de majestad y de insumisión.» Y él, cuya imagen ella había lustrado con la ausencia, volvía a adquirir aquel vigor en los rasgos, aquel brillo en los ojos, aquella gracia y aquella fuerza que se reflejaban en el más insignificante de sus gestos.
Ya habían vencido todos los obstáculos. Entre ellos no había más que diez pasos sobre un suelo pedregoso. De ahora en adelante las diferencias de cuna, la voluntad de un padre, la indiferencia de un rey y la maldad de tantos hombres ya no supondría mayor impedimento en su camino que los guijarros de lava apagada que cubrían el suelo.
Cuando casi estaban a punto de tocarse, continuaron mirándose gravemente. Después de todo, hasta entonces no habían hecho nada más que hacer realidad un primer encuentro cabal y verdadero. Ya no se trataba de la comedia de los ojos bajos o las miradas de soslayo. Eran libres y primero tenían que verse, verse impúdicamente hasta el fondo de sus almas, tal como eran ahora, más ellos mismos que nunca. Alix alzó suavemente la mano y la acercó a los labios de Jean-Baptiste, que besó la punta de sus dedos. Eran libres y ya no tenían que eludir los placeres ni escatimarlos por la premura, aunque quisieran más.
El cielo estaba cubierto de grandes nubes blancas, algodonosas yserenas. Jean-Baptiste dejó caer el jubón sobre un peñasco y atrajo a Alix hacia él. Eran libres y ya no tenían que negarse al deseo, con tal de que estuviesen de acuerdo, y poco es decir que lo estaban. Se abrazaron, fundieron sus bocas, sus caricias, y no hay nada que decir que no puedan imaginar quienes hayan sido plenamente felices en algún momento de su vida.
Se quedaron en la montaña toda la mañana, caminando muy juntos, uno al lado del otro, deteniéndose para retomar el curso suspendido de sus besos. Las inmensas losas de basalto estaban inclinadas unas sobre otras, como las hojas de un libro gigantesco. Las que se encontraban más lejos se revelaban a la vista en planos sucesivos, con diferentes tonalidades de azul y hasta el malva más lejano, que era el mar Rojo. Ningún lugar está más atormentado que estas alturas del Sinaí, porque parecen emerger de las entrañas de lava de la tierra para ser lanzadas al seno tempestuoso de un cielo velado de agua y desatado de borrascas. Caminaban bajo aquel viento cálido que hacía volar sus cabellos, entrelazándolos.
– ¡Qué magia irradia este lugar! -dijo Jean-Baptiste-, se diría que en cualquier momento puede aparecer Dios entre las nubes…
– ¿Y qué harías si cayera aquí, ante nosotros? -le preguntó Alix riendo.
– Pues le diría que se sentara aquí, en esta piedra, porque supongo que debe ser muy anciano y que estará cansado.
– ¿Y luego? -prosiguió Alix, apartando un mechón de cabellos de la frente de su amado.
– Pues luego le diría que nos bendijera. Y hablaríamos de su vida y de la nuestra.
– ¿Y si te diera sus mandamientos?
– Le diría que ya están inscritos en sus criaturas y que no debe confiárselos a nadie en concreto, so pena de inventar sacerdotes, reyes, curas y desgracias.
– Serías bastante insolente si respondieras eso y podría enviarte el rayo de su cólera.
– ¿Por qué? -contestó con seriedad Jean-Baptiste-. Si hay un Dios, debe de amar a los hombres felices.
Así pasaron aquellas horas de perfecta felicidad, entre cortos diálogos colmados de risas y largas caricias.
Cuando emprendieron el camino del monasterio empezaron a hablar más detenidamente sobre los días de su separación, un tema deconversación que no agotarían en mucho tiempo. Alix le reveló que se había entregado a otro hombre, pues aquel secreto era un peso para ella. Le dijo quién y brevemente por qué.
– ¿Le amas? -preguntó Jean-Baptiste.
– Sólo he pensado en ti y nunca he dejado de amarte, ni un solo instante.
– ¡Entonces qué importa! No soy tu dueño y no hay condiciones en una unión como la nuestra.
En su fuero interno, Jean-Baptiste sonrió al pensar que ya estaba vengado, sin pretenderlo.
En el monasterio almorzaron en compañía de Françoise y el maestro Juremi. El protestante acogió su felicidad con buen humor. Había vuelto a hacer gala de su facundia y de su sonrisa. La gran pregunta era adonde ir, pues, aunque Santa Catalina les daba su protección, aún estaban en las tierras del Gran Señor, donde seguramente los seguirían buscando.
– Françoise y yo nos vamos a Francia -dijo el maestro Juremi.
– ¡Francia! ¿Pero es que has olvidado que eres protestante?
– Si me olvido de eso, ellos me lo recordarán -dijo el maestro Juremi entre risas-. Seamos serios: ¿qué es mejor, seguir siendo parias en Oriente o serlo en la patria chica? Ya tenemos una edad en que errar es un dolor más grande que cualquier otro, así que nos adaptaremos a la acogida que nos den.
Habían tomado su decisión y no cabía esperar que cambiaran de parecer. Se quedarían un mes en el monasterio, el tiempo necesario para que se calmara el asunto del secuestro en Constantinopla, donde el señor De Maillet lo habría dado a conocer. Después remontarían hacia Palestina, embarcarían en Junieh para dirigirse a Chipre, y desde allí a Grecia, Venecia y Francia.
Al verlos tan fuertes, tranquilos, curtidos por sus experiencias y unidos por una ternura tan profunda, nada parecía que pudiera interponerse en su común voluntad.
Alix había soñado mucho con Abisinia. Jean-Baptiste le habló de aquel país durante horas, y su curiosidad creció más aún. Por un momento se propusieron ir allí, pero durante su estancia en el monasterio se dio la circunstancia de que los marinos de Thor les llevaron una carta de Murad, que había conseguido llegar a Massaoua. Este había realizado su misión y daba noticias de Etiopía. El emperador Yesu había muerto unos meses atrás, probablemente a causa de la enfermedad que Jean-Baptiste conocía. Su hijo, educado bajo la férula de los sacerdotes, veía con muy malos ojos a los extranjeros, hasta el punto de que el propio Murad renunciaba a darle cuenta de su misión y prefería regresar a Alepo o a Jerusalén, donde sabría hacer valer su estancia entre los francos de El Cairo, como cocinero.
Estas nuevas disuadieron a Jean-Baptiste de llevar a cabo su viaje, motivado en parte por la amistad del Emperador que les habría protegido. Nadie se había empeñado con tanto ardor en impedir que los extranjeros alteraran aquel país, ni lamentaba tanto ver cómo seguía su propia historia, en la que Occidente no tenía parte y donde tampoco había un lugar para los occidentales.
En consecuencia decidieron cabalgar hacia el norte y acompañar a Francoise y al maestro juremi hasta San Juan de Acre. Luego se dejarían llevar por su instinto.
El abad murió al cabo de una semana de extrema debilidad. Fue enterrado con el fervor de todos. Su sucesor fue elegido por los monjes. Alix y Jean-Baptiste se acostumbraron a hacer grandes paseos por la montaña, pero también por el dédalo oscuro de las callejuelas del monasterio, que acabó por resultarles familiar. Su lugar preferido, a la caída de la tarde, cuando el calor aflojaba un poco, era un pequeño patio situado junto al ábside de la basílica. En aquel espacio milagrosamente vacío crecía un arbusto anodino que no era objeto de cuidado alguno. Sin embargo era la razón de ser del monasterio, el enclave sagrado alrededor del que giraba el edificio. Aunque no era de la misma especie que la planta frente a la que los dos amantes se habían hallado, y que Jean-Baptiste había encontrado en El Vah -lo cual en parte les había decepcionado-; por lo que les dijeron se trataba la auténtica ardiente de Moisés.