Al día siguiente la hostilidad circundante se acentuó más todavía. Dos hombres recibieron pedradas cuando paseaban por la ciudad, y tampoco les aceptaron las transacciones que quisieron hacer en el mercado, como si todo cuanto viniera de ellos trajera mala suerte.
Du Roule decidió favorecer a quienes quisieran tratarles con un poco de consideración, es decir, al Rey y su corte. Además de los presentes que había entregado al soberano la noche anterior, hizo saber que le honraría recibir a la Reina y a las damas de alto rango para divertirlas con una atracción que había traído de Europa. Al día siguiente, diez mujeres de la corte fueron al campamento en calidad de exploradoras, pero la Reina prefirió no presentarse el primer día.
Rumilhac se moría de risa con el espectáculo de aquellas gordas nubias envueltas en vistosos velos que descubrían libremente su rostro y caminaban contoneándose.
– ¡Serán zorras! -le decía en francés a Du Roule mientras sonreían al público-. Entren, señoras. Vaya, mira, ahí tienes a madame La Valliere.
Señaló a una mujer enorme que llevaba dos cortas trenzas sujetas a la parte superior de la cabeza y que andaba cojeando.
– Y allí, mira, nuestra querida Francoise d'Aubigné. Entre, señora marquesa.
Era una mujer vieja con el ceño fruncido. Después de haberlas colocado a todas en la gran tienda que habían montado en el centro del campamento para las recepciones, Du Roule desveló su atracción: los espejos deformantes venecianos.
Las mujeres se hallaban en el centro de la tienda, y los espejos estaban colgados en su derredor. Cuando retiraron las telas que los cubrían, siguieron agrupadas e inmóviles, y ellos creyeron que no se habían visto reflejadas en los espejos. Du Roule y Rumilhac, cogieron una por una a todas las damas y bromeando siempre en francés, quisieron acercarlas al fenómeno.
– Ésta nunca se habrá visto tan delgada. ¡Mira, preciosa! Con eso pareces un camellopardo, toda piernas y con una cabeza de cabra.
– Acércate y mira qué seria está tu amiga. Más ancha que larga, como les gustan a los señores de estos lares.
Pero Frisetti, el dragomán, que comprendía los murmullos de las damas, no se reía. Había observado que estaban calladas y presas de estupor ante aquellas imágenes. Se veían a sí mismas, pero horriblemente deformadas, como si estuvieran dentro de un cuerpo de demonio. En aquellas tierras donde el islam abarca y asimila la magia, la apariencia es algo demasiado serio para ser únicamente una ilusión. Así pues, lo que se revelaba ante ellas, entre la risa socarrona de Du Roule, era su propio destino, como si el infierno hubiera entreabierto por un instante sus puertas para desvelar los eternos tormentos a los que se veían condenadas.
La primera en gritar incitó a las otras, y todas salieron de la tienda sujetándose los velos para correr mejor. Jadeantes y desorientadas, ascendieron hasta el palacio vociferando por callejuelas encajonadas en cuyos muros resonaba el eco de sus gritos.
Du Roule comprendió por fin. Dio órdenes de tomar las armas y reagruparse. Al cabo de diez minutos vieron desembocar por tres lugares distintos una apretada multitud que levantaba el polvo a su paso. Volaron las piedras. Cada uno de los francos disparó y mató a su contrincante, pero había tantos detrás que era inútil concebir esperanzas. En pocos minutos toda la caravana estaba en manos de los asaltantes. Los nubios consideran una maldición matar a un hechicero con las manos, de modo que también la agonía de los prisioneros se prolongó un poco más que si hubieran podido estrangularlos simplemente.
La caballería del Rey sólo intervino cuando todo hubo acabado. Se apoderó de los camellos, así como de todos los bienes que transportaba la caravana, y fue a entregárselos al soberano. Este le escribió aquel mismo día al pachá. Se lamentaba de que que tan negros rumores, sin duda propalados por los capuchinos, hubieran precedido a los viajeros. Y si bien les había tratado con tanto civismo como había podido, al final la multitud se había ocupado de ellos. ¿Y qué son los reyes -preguntaba humildemente- cuando la multitud quiere matar?
En la bifurcación de los dos golfos se levantó un viento fresco que alcanzó a la falúa por el flanco, permitiéndole izar la vela y enfilar a buen ritmo hacia el Sinaí. En aquel cielo azul celeste de abril se veía recortarse la cumbre ocre de la montaña. Jean-Baptiste tenía el gusto picante del mar en la cara y en las manos; el sol secaba las gotas en su piel, dejando un rastro de sal.
Todo iba a acabar y empezar otra vez. En aquel momento, las tres misiones hacia Abisinia habían sido quebrantadas. En lo más profundo de aquella montaña que crecía a ojos vistas, Alix le esperaba. Sin duda había aún bastantes incertidumbres como para que Jean-Baptiste pudiera seguir proyectándose atolondradamente en el porvenir más inmediato. Pero en el fondo no esperaba grandes sorpresas. En esa paz que propician, en su punto de contacto, las tormentas del viento y la ondulación de las aguas marinas, esa superficie misteriosa que representa con tanto acierto el destino y el lugar de los hombres, Jean-Baptiste, sereno y fascinado, como si estuviera al borde de un precipicio, veía acercase la hora en que por fin se reuniría con la mujer que amaba.
A su alrededor, los marinos árabes estaban de pie descalzos, sobre las bordas descoloridas por la sal. Sus túnicas ondeaban al viento. Se sentían felices de tener calor y estaban contentos de volver con su barca a salvo. Miraban la montaña como algo grande y simple que los dominaba.
«Hay que intentar ser como ellos -se dijo Jean-Baptiste-. Se trata de sentir solamente lo que llega y de no predisponer en absoluto la mente contra la felicidad.»
Atracaron en Thor a primera hora de la tarde. Jean-Baptiste ibavestido como un árabe y guardaba su jubón europeo en una bolsa de tela. Aún le quedaba un poco de oro del duque de Chartres, apenas unos diez cequíes, con los que compró una mula equipada con una silla llena de agujeros por donde salían mechones de paja gris. Con un bastón en una mano para azuzar al perezoso animal en las costillas, y la brida en la otra para orientarlo en lo posible, se puso en marcha hacia el interior de la península.
En aquel lugar de la costa, el Sinaí se aplana formando una llanura por la que se puede ascender lentamente hacia el centro del macizo. El desierto está ahí, en cuanto se dejan atrás las últimas casas del puerto. Pero no es un desierto de arena, donde todo parece estar disgregado. Muy al contrario, el paisaje de piedras erguidas y desnudas sobre un zócalo rocoso se parece a una inmensa extensión de ruinas gigantescas, minerales, incorruptibles, que condena cualquier otra vida que no sea la de la roca eterna. Una fina capa de polvo blanco, traída por los torbellinos del viento desde las profundidades de la Arabia pétrea, cubre este escenario para darle el aire desolado de un palacio abandonado por sus servidores y donde el tiempo, incapaz de cometer cualquier otro ultraje, se contenta con derramar la arena fina de la clepsidra celeste.
Jean-Baptiste no encontró ni un alma en dos horas. Pronto caería la noche, así que intentó sin suerte arrear la mula para que apresurara el paso. Pero desgraciadamente el animal sólo sabía parar, o bien llevar aquella marcha lánguida. El camino se elevó en un recodo más empinado y franqueó un gran picacho ya en sombras. Jean-Baptiste llegó a lo alto cuando el cielo había adquirido una tonalidad de tinta, a cuya luz los peñascos parecían contornos negros de gigantes. En la embocadura de dos altos valles que hendían las cumbres del Sinaí, descubrió una piedra tallada entre todas aquellas toscas rocas: era la masa rectangular de las murallas del monasterio.
Doce torres redondeadas y abombadas sobresalían por encima de los altos muros grises. Se habría dicho que era un ksar, una fortaleza del desierto, pero se trataba de dos aguilones de la basílica. Aquella mula torturaba a Jean-Baptiste, porque pese a estar tan cerca del final aún tardó más de una hora en llegar al pie de la puerta monumental que horadaba la fortificación. Los propios monjes se ocupaban de la vigilancia: dos de ellos, fornidos como luchadores, con una ancha faja alrededor de la túnica y sosteniendo una espada en la mano, detuvieron al viajero y fueron a dar su nombre al abad. No le dejaron pasar antes de recibir la orden pertinente.En el interior de sus murallas, el monasterio de Santa Catalina era una auténtica ciudad. La basílica ocupaba el centro, pero a su alrededor se habían erigido tantos edificios, galerías, terrazas y capillas que el espacio que constreñían las murallas estaba saturado de muros, callejones, pasajes yuxtapuestos, apiñados y enmarañados como en cualquier ciudad de Oriente.
Un monje muy joven y rubio como un cruzado condujo a Jean-Baptiste hasta la residencia del abad. Éste se encargó de su bolsa y le aconsejó que dejara la mula a cargo de los monjes de la entrada.
El monasterio de Santa Catalina, construido en el siglo VI por el emperador Justiniano, siempre había estado resguardado, tal vez por sus murallas y probablemente también por la proximidad protectora de la montaña sagrada que pesa sobre todas las conciencias de la descendencia de Moisés.
Los monjes ortodoxos que residían en aquel santuario estaban vinculados formalmente al patriarca de Jerusalén. Pero más que los instrumentos de una religión en particular, ellos eran en realidad un poder autónomo, los guardianes de un lugar misterioso y terrible. Los fugitivos que se refugiaban en aquel monasterio estaban a salvo, fuera cual fuera su origen y la naturaleza de sus crímenes. Algunos permanecían allí por poco tiempo, pero muchos otros se quedaban para siempre, engrosaban la comunidad y hasta podían esperar, al término de un largo retorno espiritual, convertirse en el superior.
En la residencia abacial reinaba un ambiente extraño, muy diferente al que Jean-Baptiste había conocido cuando estuvo allí la primera vez. Los monjes hablaban en voz baja y los olores de alcanfor y de mirra flotaban en los pasillos decorados con mosaicos.
– Nuestro abad está muy enfermo -dijo el prior a Jean-Baptiste-. Hace tres semanas se desmayó en pleno oficio. Lo levantamos inconsciente. Luego volvió en sí, pero habla con dificultad. Sufre por las noches; a veces se le oye gemir y gritar. Su socio le ha preparado un remedio que le alivia y le tranquiliza, pero estamos muy preocupados.
Jean-Baptiste decidió visitar al abad, pero antes no pudo evitar una pregunta que le quemaba en los labios.
– ¿Dónde están mis amigos, el maestro Juremi y las dos damas?