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Todavía era de noche cuando pasó por las ruinas de un templo dedicado a Tolomeo. No tenía ánimos para meditar sobre la fugacidad de los siglos entre aquellas columnas derrumbadas, pues en ese momento todo daba muestras de la evidencia contraria: los segundos eran eternos y el paso de estos últimos instantes de ausencia parecían interminables. Llegó a El Cairo cuando rayaba el alba. Los centinelas aún dormían y la puerta estaba cerrada. Pero al ver que era un franco bien vestido y sin armas, los guardias le dejaron entrar sin hacerle preguntas. Toda la ciudad estaba aún sumida en el sueño, salvo los mendigos que a esas horas solían deambular como sombras grises. Se levantó una vivificante brisa al salir el sol, y las golondrinas empezaron a revolotear en el aire, piando.

Cuando lo vio llegar, el viejo guardia de la colonia franca estuvo a punto de disparar con el mosquete, pero al reconocerlo, comenzó a dar gritos de alegría y Jean-Baptiste le hizo callar enérgicamente.

Luego se internó en la calle principal y en medio de ella vio el consulado, donde ondeaba el estandarte blanco con la flor de lis. El caballo, que sudaba por la carrera, avanzaba por sí solo. Hacía rato que había dejado de espolearlo; las riendas descansaban en la perilla. Jean-Baptiste miró hacia la ventana de Alix, que estaba abierta aunque tenía echadas las cortinas. En aquel instante sólo se alzaba entre los dos ese ligero obstáculo de algodón estampado en cuyo reverso se distinguían motivos azules. Ningún desierto, ninguna montaña, ningún animal feroz los separaba ya. No obstante, una vez más se alzaba entre ellos ese muro endeble y poderoso que erigen unos hombres ante otros cuando se trata de amar, socorrer o compartir. Jean-Baptiste ni siquiera se había dado cuenta de que el caballo se había detenido.

El joven salió de su ensimismamiento al oír un ruido procedente del jardín; probablemente era un vigilante que se acercaba a ver qué quería aquel intruso. Puso a su caballo al paso, dobló la esquina de la primera calle y recorrió el trayecto hasta su casa con una familiaridad que emergía del fondo del olvido. Bajó del caballo, ató la montura a la argolla sujeta a un soportal y se dirigió a su puerta. Como de costumbre, la llave estaba escondida en un agujero del muro, detrás de un pedazo de yeso. Entró. En la planta baja seguía siendo de noche, pero en su estancia del piso superior ya era pleno día. Nada había cambiado. Había atravesado territorios lejanos, había perdido sus propias huellas, había hablado con seres fabulosos, en la medida en que eran inaccesibles, había estado a punto de morir asesinado, ahogado y de hambre. Y durante esa larga ausencia que parecía tan ajena al mundo como un sueño, la fucsia había continuado dando flores malvas; un agave exhibía la flor de su vida en el extremo de un largo bohordo escamoso; la araucaria había enrojecido, y los naranjos habían fructificado. La parsimoniosa lealtad de las plantas habían abierto un túnel por debajo de su tumultuosa vida y, gracias a ese subterráneo, el pasado afluía intacto en el momento presente.Jean-Baptiste reparó en que unas manos inteligentes y cariñosas habían controlado y dirigido el movimiento natural de las plantas. Nada se había alterado. Los objetos se hallaban en el lugar en que él recordaba haberlos dejado, salvo algunas sillas esparcidas por la terraza. No obstante, si la furiosa fronda viviente había conservado aquel vigor y aquel orden, aquella fecundidad y aquella moderación, era porque alguien se había aplicado en la tarea esforzadamente día a día. Poncet sabía bien que esa paz y esa dulzura no eran sino el equilibrio entre los dos polos violentamente opuestos del vegetal y la inteligencia que lo cultiva. Así comprendió, al primer golpe de vista, que no le habían abandonado.

Por fin, sosegado por esta constatación, se rindió ante un inmenso cansancio. Fue hasta la hamaca y se estiró vestido y con las espuelas aún en las botas. La tensión del viaje, la sensación de estar permanentemente alerta y ese estado de constante vigilancia se desvanecían de golpe. La barrera que había alzado contra el agotamiento apenas se sostenía, sacudida por aquel océano de fatiga. Cerró los ojos y se durmió.

En su sueño volvió a ver a John Appleseeder, el niño de la historia que siempre le contaba su abuela. Nunca hasta entonces le había venido ese recuerdo a la memoria. ¿De dónde habría sacado la pobre mujer aquella leyenda? Fue sirvienta en la residencia de los Stuart, cuando éstos se exiliaron. ¿Qué lacayo escocés se la habría contado para seducirla, o qué infante real se habría encontrado con ella en los lavaderos? En fin, el caso es que John era un granuja que sembraba pepitas de manzana en todas partes. Si alguien encerraba al muchacho en algún cuartucho como castigo, éste colocaba una pepita entre las losetas del suelo. Si jugaba con un compañero, plantificaba otra en la pelambrera de su amigo. En la cabeza de los adultos y en la de los niños, en casa de los ricos y en casa de los pobres, en la ciudad y en el campo, en su pueblo y de viaje, allí donde fuera, John Applessceder siempre esparcía semillas de manzana. Así, al cabo de cierto tiempo, en cualquier lugar por donde hubiera pasado crecían manzanos que hundían sus profundas raíces en las losetas del suelo, en la cabellera de un chiquillo o de un adulto. Las paredes estallaban bajo la presión de las ramas y los ricos lloraban al ver las enormes grietas. Pero como daban buenas manzanas, los pobres que se las comían le estaban muy agradecidos a John. Y gritaban de alegría…

Jean-Baptiste se despertó. Françoise le miraba espantada, con una mano en la boca, en medio de las plantas. Al reconocerle cambió la expresión de su rostro.-¡Oh! disculpe por los gritos, señor Jean-Baptiste. ¡Señor Jean-Baptiste! ¡Usted! ¿Cómo iba yo a saber? ¡Dios mío, cómo ha cambiado!

Se acercó a la hamaca, tomó la mano del joven y le dio un abrazo.

– ¡Dios mío, qué delgado está! ¡Y esa barba que le recorre las mejillas, y esos cabellos largos!

No dejaba de mirarlo con lágrimas en los ojos y apenas podía hablar de la emoción.

– ¡Qué ropas tan exquisitas! -dijo tocando el paño adamascado de su jubón rojo.

Seguramente los corsarios echaron el guante a un barco muy lujoso. Jean-Baptiste, que no había prestado atención a eso en Djedda, se daba cuenta ahora de que iba vestido como un hidalgo.

– ¿Tiene hambre? -preguntó Frangoise, recuperándose de la impresión-. ¿Tiene sed? Espere, voy a mi casa…

– No, no se moleste. Más tarde. Más tarde. Dígame sólo dónde está ella.

– Ah, señor Jean-Baptiste. Cuánto me alegra oír esa pregunta. Así que no la ha olvidado. Este viaje tan largo me daba miedo, ya ve usted. Yo le decía siempre que tuviera paciencia y que esperase. Pero los imprevistos del camino pueden hacer cambiar los sentimientos.

Jean-Baptiste se reincorporó por completo y se sentó en la hamaca de tela, con las piernas colgando.

– ¿Cambiar? -dijo-. No serán los míos. Pero dígame, ¿dónde está? ¿Qué piensa?

– Pues ella piensa en usted. Ese ha sido su único pensamiento desde que se marchó.

– ¡Ah!, ¡Françoise! -exclamó Jean-Baptiste mientras tomaba a la sirvienta entre sus brazos, o mejor dicho, mientras dejaba que la mujer lo abrazara como una madre.

Luego se echó hacia atrás, y con aquellas manos grandes aún entre las suyas le dijo:

– ¿Viene aquí?

– Cada día.

– ¿Cuándo?

– Pues… -le dijo Françoise mirando por la ventana, por donde pronto se colaría el sol- ahora.

Jean-Baptiste se puso de pie de un salto, y en su rostro se dibujó una expresión de profunda inquietud.-Ahora no… -dijo-. Vaya a buscarla. Deténgala. Dígale que he vuelto. Pero no puede verme así. ¿Manuel sigue aquí?

Manuel era un viejo criado que vivía en el mismo patio y que subsistía con una pequeña pensión que le había dejado su señor cuando regresó a Francia. De vez en cuando Poncet y el maestro Juremi le daban trabajo, porque Manuel era todavía un hombre muy vigoroso. Sólo tenía un defecto: estaba más sordo que una tapia.

– Está en su casa -dijo Francoise.

– ¡Llámele! Que me prepare una tina de agua y jabón. También quiero que me corte la barba y el pelo. Y usted, Françoise, me cuidará.

– ¿Está herido?

– El interior es fuerte, gracias al cielo, pero la envoltura ha sufrido algunos desgarrones.

Francoise iba a ocuparse ya de sus quehaceres cuando Jean-Baptiste le confió sus temores:

– Dentro de un rato tendré que ir al consulado. Y en cuanto se sepa que he vuelto, ya no tendrá más pretextos para venir hasta aquí. ¿Cómo vamos a vernos?

– No se preocupe. Han pasado muchas cosas en su ausencia. Ahora trabajo para la señora De Maillet. Entro y salgo del consulado cuando quiero, aunque siempre vengo a dormir a mi casa. Haremos cuanto haga falta.

– ¡Françoise! -exclamó Jean-Baptiste, besándole las manos.

Ella se apresuró a salir corriendo, pero al llegar al primer peldaño de la escalera se dio la vuelta y dijo con la mayor naturalidad que pudo, como si preguntara por cortesía:

– Y su socio, el maestro Juremi, ¿ya no está con usted?

– No -dijo Jean-Baptiste sin advertir nada de particular en la pregunta-. Ya sabe que salió para Alejandría.

– Vamos, no tiene ninguna necesidad de fingir conmigo. Sé muy bien que se reunió con usted.

Antes de abandonar El Cairo, cuando el maestro Juremi le dio instrucciones a Francoise, le confió sus intenciones y la pobre mujer interpretó su actitud como algo más que una confidencia. Guardó celosamente el secreto -ni siquiera se lo confió a Alix-, como si se tratara de lo único que un día hubiera compartido con aquel hombre.

– Bueno, pues siga pensando lo que todo el mundo piensa, que ha ido a Alejandría. Pero -añadió Jean-Baptiste sonriendo- algo me dice que seguramente estará aquí dentro de dos días.

3

Jean-Baptiste se equivocaba al creer que nada había cambiado durante su ausencia, tal como pudo constatar en cuanto entró en la residencia del cónsul. Después de largas reflexiones, éste había mandado desplazar su escritorio al extremo opuesto de la gran sala de recepción. Así pues, a partir de ese momento el mueble estuvo colocado bajo el retrato del Rey, es decir, al fondo de la sala y no al lado de la ventana como antes. Con el traslado, el cónsul ganaba en solemnidad lo que perdía en frescor. Tocado con una alta peluca de color castaño, ataviado con una casaca azul marino con ojales dorados que se abría sobre un chaleco de seda rameada y sudando más que nunca, pero soportando ese tormento con su coraje habitual, recibió a Poncet hacia las cuatro de la tarde.

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