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Suez es el lugar melancólico donde se consuma el sueño de las aguas. El anhelo patético y visible del océano Indico se desvanece aquí, en el extremo del brazo que el mar Rojo tiende hacia el Mediterráneo, mientras este último, envarado e inmóvil, no hace el menor movimiento para responder a su llamada. En todas partes se aprecian las siluetas o las huellas de infinidad de caravanas que tienden un puente de estelas a través de la lengua de arena que separa estas masas de agua, como si quisieran acercarlas.

El final de la estación de las lluvias agrupaba pausadamente los últimos nubarrones negros que proyectaban una oscura sombra de frescor sobre la tierra. La exigua comitiva contemplaba el espectáculo alrededor de un fuego de ramas secas que los esclavos habían preparado después de traer leña desde muy lejos. El día se apagaba rápidamente, y conforme desaparecía la luz, se iba tornando más suntuosa aún la armonía de los colores y el juego de las sombras que aquilataba los relieves y acentuaba los contrastes. Los viajeros se sentían insignificantes ante la magnificencia celeste. A decir verdad, apenas se atrevían a mirarse. El único que parecía ajeno a tales emociones era Murad, cuya única preocupación en aquel momento era la sopa. Constantemente retiraba la tapa de la marmita que cocía en el fuego para observar el color del guiso.

Del leal cortejo que les había acompañado en su partida quedaba bien poco. Los caballos de Murad no habían logrado acostumbrarse a las picaduras de los mosquitos y murieron en cuanto descendieron del altiplano. El armenio tuvo que proveerse de otras monturas enviando un mensajero al Emperador. Los cinco caballos que le mandaron perecieron también nada más llegar. Aquello resultaba muy sospechoso a los ojos de los francos, sobre todo porque sus monturas estaban perfectamente. Irritado por el retraso, Poncet tomó la delantera con el maestro Juremi y ambos pusieron rumbo a Djedda para alertar al cónsul. Finalmente, después de sacrificar -según dijo el armenio- buena parte de los enseres que atestaban las cajas, Murad colocó el resto de la carga en los asnos y en dos mulas, aunque Poncet sospechaba que había vendido aquello a buen precio en Massaua. Y ése era todo el equipaje con que contaban. Los elefantes no habían sobrevivido mucho tiempo. Uno de ellos había muerto de calor en la costa; y el otro, que parecía más fuerte, fue cargado en un pequeño mercante árabe que ocupó completamente él solo. Diez hombres lo habían empujado hasta la embarcación con la ayuda de cadenas, y cuando Murad vio flotar a la bestia por encima del agua se embarcó con el resto del convoy en otro barco que debía navegar junto al del paquidermo. Nadie supo qué debió pasarle por la cabeza a aquel animal, pero lo cierto es que en cuanto los barcos soltaron amarras y se vio rodeado de agua, el joven elefante, presa del pánico, empezó a agitar las orejas, lanzando horribles berridos. La tripulación no pudo impedir que rompiera dos de sus trabas y que diera tal patinazo que la embarcación zozobró. El mar engulló al paquidermo, que continuaba atado por dos cadenas. Cinco marineros desaparecieron en el naufragio.

Así pues, Murad llegó sin elefante. Sólo llevaba consigo las orejas del que había muerto en tierra, pues había tenido la idea de cortárselas y cargarlas en una caja de madera perfectamente cerrada con clavos. Eran unas orejas muy bellas y grandes, como las de todos los elefantes de África. Jean-Baptiste elogió la intención del armenio, pues al obrar de aquel modo había conservado un vestigio de los magníficos regalos del Emperador, con lo cual tendrían algo que mostrar a los incrédulos. Murad aceptó los cumplidos con suma modestia, sobre todo porque el motivo de acarrear con las orejas respondía a una idea muy distinta.

Había oído decir que esta parte del elefante, una vez seca, es una vianda sin parangón cuando se condimenta debidamente.

Los esclavos tampoco corrieron mejor suerte. El Nayb de Massaua, príncipe indígena que reinaba en el extremo de la isla en virtud de un firman del Gran Turco, pensaba complacer al Negus, que daba orden expresa de no importunar a los viajeros. Además, el bienestar de su pueblo dependía tanto de su poderoso vecino que no había que pensar en disgustarle. No obstante, como en el mensaje del Rey de Reyes no se hacía alusión alguna a los esclavos, el Nayb consideró de su agrado a las cuatro mujeres y se las quedó para su propio uso. Otro de los hombres de Murad pereció en la embarcación del elefante, así que llegó a Dejdda sólo con cuatro. Por otra parte, el jerife de La Meca, a quien el armenio había vendido los regalos en Massaua con el pretexto de aligerar sus monturas, se consideró poco honrado con la algalia y las dos bolsas de polvo de oro que le entregaron los viajeros. Miró codiciosamente a los dos esclavos abisinios más fornidos y manifestó que se apropiaba de ellos. No obstante, Poncet le plantó cara y consiguió que el jerife se quedara sólo con uno. Así pues, aquella noche cenaron en las tierras altas de Suez en compañía de los tres supervivientes: un adulto con un pie zopo y dos muchachos, uno de catorce años y otro de once.

En cuanto a los francos, valga decir que hermoseaban bien poco la escena. Aún tenían sus caballos y la mayor parte de los bultos, pero Poncet había estado gravemente enfermo en Arabia y durante todo el ascenso hasta el mar Rojo. Con anterioridad, en Massaua, fue el maestro Juremi quien estuvo indispuesto. Acababan ese año de viaje demacrados, enflaquecidos y debilitados por las fiebres. En el barco se les habían ulcerado las piernas; la sal del mar había inflamado sus heridas, y la arena las había terminado de irritar. Sólo tenían una baza para infundir a su regreso la dignidad que en ese momento echaban de menos: ataviarse con los calzones nuevos, las camisas de algodón con cuello de encaje y las levitas rojas que se habían procurado en Djedda. Las prendas eran parte del botín que unos corsarios habían obtenido en un reciente abordaje, y los piratas consintieron en vendérselas a cambio de una desorbitada cantidad de oro. Había llegado el momento de hacer uso de aquellas galas tan cuidadosamente guardadas hasta entonces en una bolsa de cuero, y de preparar de forma conveniente la llegada.

– Estamos a tres días de El Cairo -dijo Jean-Baptiste-. Los dos primeros los pasaremos juntos. En el último campamento dejas tu caballo, tomas una mula y te diriges hacia el norte. En dos etapas llegasal Nilo por Benha, y un día después entras en El Cairo por la ruta de Alejandría, que es por donde se supone que deberías volver.

Era un regreso poco glorioso para alguien que había participado en todas las penurias del viaje. Pero Poncet sabía que, en el momento en que el maestro Juremi tomó la decisión de reunirse con él, el viejo soldado había aceptado de antemano representar el humilde papel de siempre.

– ¿Nosotros nos quedaremos juntos? -preguntó Murad a Jean-Baptiste con cierta inquietud.

– Sólo los dos primeros días. Esperarás en el lugar donde Juremi nos deje. Yo iré delante.

– ¿Cómo…? -exclamó Murad-. ¿Pretendes que me quede solo en pleno desierto?

– No estarás solo, están los esclavos -refunfuñó el maestro Juremi.

– Es un consuelo. ¿Los has visto?

– Nos detendremos en un sitio seguro, próximo al lugar donde hacen alto las caravanas -dijo Poncet malhumorado-. Y pagaré a alguien para que te proteja.

– Así que te vas antes… -dijo Murad con poca convicción.

– Voy a dar aviso de tu llegada. Al día siguiente te presentas por la tarde con el aire más distinguido que puedas. Uno de los esclavos, el mayor, te seguirá en otra mula. Por cierto, habrá que liarle los pies con unas tiras de fieltro para disimular un poco su cojera. Los dos muchachos irán detrás con los borricos.

Murad asintió con la cabeza.

– ¿Cuántas mudas limpias te quedan en los baúles?

– Una.

– En ese caso, guárdala y espera a la audiencia oficial para cambiarte. Cuando te encuentres con las personas que vayan a darte la bienvenida, a la entrada de la ciudad, pídeles que excusen la triste estampa de un hombre que ha hecho un viaje largo, difícil y peligroso.

Puntualizaron algunos detalles más y luego cayó la noche; durmieron entre las pieles, alrededor del fuego. Jean-Baptiste estaba más nervioso que de costumbre. Su cuerpo le enviaba múltiples señales de fatiga y de dolor. No podía desviar la mirada de todas aquellas estrellas que le habían acompañado durante aquel año y que pronto iba a abandonar. Sólo pensaba en que El Cairo estaba cerca y hasta le parecía notar su proximidad. A la hora de la partida uno nunca se impacienta a pesar de que hay motivos de sobra para el desaliento, y quizá porque sólo se piensa en los logros del viaje. Pero ¿qué sucedía ahora, cuando el regreso estaba tan cerca? ¿A qué venían esas demoras? ¿Por qué pasarán tan despacio los minutos que nos separan de la paz y que causan nuestra desazón? Jean-Baptiste había alimentado la idea del regreso durante largos meses. Imaginaba volver a encontrarse con Alix, su amor. Pero ese castillo de sueños que había construido con tanto tesón, que había alzado piedra a piedra para no perder nunca de vista a su amada a pesar de hallarse muy lejos de ella, empezó a resquebrajarse de pronto. Se preguntaba si esa torre heteróclita de esperanzas frágiles, recuerdos amañados y retazos de imágenes y sonidos salvados de los escombros de unos días ya lejanos, no descansaría en arenas movedizas, en la alocada apuesta de que alguien pudiera esperarle sin conocerlo verdaderamente, y amarle sin apenas haberlo visto. Ese ser que había llevado con él tan lejos y durante tanto tiempo, ¿no sería simplemente su propio deseo? Aquella noche, echado de cualquier manera sobre las piedras cortantes del desierto, Jean-Baptisté no sólo se preguntaba si Alix lo amaba, sino que incluso dudaba de que ella hubiera existido realmente.

Al final tomó la resolución de abandonar el último campamento en plena noche. El día anterior todo se había desarrollado como estaba previsto. El maestro Juremi tomó el camino de Alejandría refunfuñando. Por su parte, Murad estaba tranquilo porque optaron por pernoctar en un lugar muy frecuentado por las caravanas. Además, dos jenízaros habían decidido dormir allí aquella noche. Se acostaron temprano y poco después empezaron a oírse los sonoros ronquidos de Murad. Jean-Baptiste sabía que era inútil intentar conciliar el sueño, así que ensilló tranquilamente su caballo; dejó al asno y toda su carga con el resto del convoy que alcanzaría la ciudad al día siguiente; se enfundó la camisa limpia, el calzón y el jubón; y se marchó solo. La gran luna de nácar que se había elevado por poniente alumbraba el camino con tanta claridad como el sol en invierno. Había sido un día abrasador. El caballero al trote atravesaba las bolsas de calor que flotaban en el aire, dejándolas atrás como mantos sedosos. Mientras, los cascos de los caballos resonaban como los latidos de un inmenso corazón que hubiera aflorado a la superficie trémula del desierto.

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