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– Yo creo que deberíamos llevar a un capuchino con nosotros -dijo el maestro Juremi con la mayor seriedad del mundo- y hacerle trizas en cuanto estemos lejos de aquí.

El padre De Brévedent se sobresaltó. Como de costumbre, antes que dirigirse al protestante, tuvo que hacer su puntualizacion particular a Poncet.

– En primer lugar -dijo-, asociar a los franciscanos reformados a nuestra empresa va totalmente en contra de nuestra misión. Y en segundo lugar, sólo una mente irreligiosa puede concebir la idea de matar curas.

– Bueno, pues a ver si se le ocurre algo mejor -dijo Juremi con maldad.

Poncet se levantó y dio unos pasos por el patio hasta el límite de la oscuridad, antes de volver junto a sus compañeros.

– Tenemos que irnos esta noche -dijo.

– ¡Irnos! -exclamaron los otros dos, por una vez al unísono.

– Sí, irnos. Tenemos dos días y dos noches por delante. Hay que pensar en algo para engañar a los espías de los capuchinos y hacerles creer que seguimos en la ciudad. Y entretanto, les tomaremos tanta ventaja como podamos.

– No conocemos la región -dijo el padre De Brévedent.

– Y la caravana no sale hasta dentro de una semana -añadió el maestro Juremi.

– No esperaremos a la caravana. Hadji Ali nos servirá de guía.

Poncet descubría sus propias respuestas a medida que las enunciaba, como los candidatos a los que la emoción no deja reflexionar y que sin saber cómo y casi a su pesar se oyen pronunciar ante un tribunal las palabras esperadas.

– Quedaros aquí-dijo-; preparad vuestro equipaje, lo mínimo. Yo voy a buscar a Hadji Ali.

Antes de que tuvieran tiempo de asimilar la noticia, él ya se había ido. No se veía casi nada fuera. Jean-Baptiste se deslizaba entre las sombras y tropezó con las piedras que pavimentaban el callejón. Afortunadamente bastaba caminar en línea recta para llegar a la gran explanada de arena que habitualmente ocupaban las caravanas que hacían un alto en la ciudad. Se escurrió entre las tiendas y llegó a la de Hassan El Bilbessi. Como había supuesto, Hadji Ali estaba sentado en unas esterillas dispuestas sobre el suelo de arena, platicando con el jefe de la caravana y otros mercaderes. Tras saludar a todo el mundo y beber también un vaso de té hirviendo, Poncet pidió permiso para hablar un momento a solas con Hadji Ali sobre un asunto urgente. Al final consiguió arrancar de mala gana al camellero y lo arrastró a su casa. Le ofreció asiento en el patio, en el mismo sitio donde unos minutos antes habían conversado los tres.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué está tan inquieto? -preguntó Hadji Ali con expresión sombría.

– Tenemos que marcharnos esta noche -dijo Poncet.

– ¿Esta noche? -repitió Hadji Ali, sonriendo con ironía y dejando al descubierto su dentadura mellada.

– No estoy bromeando.

– Es una pena -dijo Hadji Ali con un tono guasón-. ¿Van a irse solos?

– No, contigo.

– ¡Me parece una idea genial! Sin duda el Profeta ha tenido el acierto de prohibir las bebidas fermentadas, que le hacen concebir ideas peregrinas.

– No he bebido ninguna bebida fermentada -se quejó Jean-Baptiste-, y te aconsejo que escuches lo que voy a decirte si no quieres que mañana te azoten y te metan en prisión.

– ¿Y quién me va a meter en prisión?

– El Rey.

Hadji Ali empezó a ponerse serio.

– El asunto es el siguiente. ¿Te acuerdas de que el cónsul de Francia se opuso en El Cairo a que te marcharas con los capuchinos?

– Lo recuerdo muy bien.

– Pues tenía razón, y lo que te dijo sobre ellos era verdad. Pero es gente tenaz. Han enviado a dos de los suyos en tu busca para vengarse y te han encontrado.

– ¿Aquí?

– Sí, aquí. Esos curas tienen una casa en esta ciudad, y el Rey de Senaar les tiene en tanta consideración que los protege.

Hadji Ali empezó a asustarse. Se le notaba abatido y con una expresión que inspiraba lástima.

– Pero ¿cómo pueden estar furiosos conmigo? -preguntó.

– Están furiosos con todos nosotros. Se han propuesto impedir a toda costa esta misión. Mañana irán a decirle al Rey que no somos médicos sino simples charlatanes, y el Rey los creerá. Y lo que es peor, dirán que hemos sido enviados por Luis XIV, y nos meterán en prisión.

– ¡Ay de mí! -gimió Hadji Ali, que en su fuero interno calculaba qué parte de esos infortunios podrían recaer sobre él.

– Y a ti que has mentido al soberano, a ti que nos has presentado como médicos francos, a ti te meterán en prisión y te azotarán.

– Yo diré que no sabía nada -protestó el camellero.

– Los capuchinos han visto al cónsul en El Cairo y saben lo que sabes. -Luego, mirándole a los ojos, añadió-: Y si no lo dicen ellos, nosotros lo demostraremos.

Aunque Jean-Baptiste pronunció esta última frase con el semblante más imperturbable que pudo, no resultó muy convincente. Hadji Ali conocía bien a sus semejantes y sabía por instinto que Poncet no haría nunca tal cosa, ni siquiera contra su peor enemigo. No obstante, la frase dio resultado a través de un extraño rodeo, pues habida cuenta de que había conseguido despertar la suspicacia del mercader, todo lo demás parecía auténtico. Hadji Ali no dudaba de que los tres francos fueran un peligro real y sopesó sus propios intereses. Le bastó una breve reflexión para estimar que no ganaría nada con su muerte. A lo sumo, si los liquidaban en pleno desierto, podría encargarse de su traslado. Pero lo primero que haría el Rey de Senaar, si los encarcelaba, sería apropiarse de sus bienes.

Hadji Ali pensó que lo mejor para él sería llevarlos hasta el Negus y recibir de él una gratificación real, pues el soberano abisinio seguramente quedaría complacido por los servicios de Poncet. De paso se ganaría el reconocimiento de los francos de El Cairo. Sí, era evidente que le interesaba más salvar a los viajeros. Además, si partían de Senaar a todo correr se verían obligados a abandonar parte de su cargamento, y Hadji Ali podía convertirse en su beneficiario. La decisión por lo tanto estaba tomada. No obstante debía exponerla como si se tratara de un penoso sacrificio, para sacarle a Poncet una buena tajada.

Hadji Ali empezó a gimotear y se enjugó el sudor que le había caído por la frente cuando el franco mencionó el látigo y la prisión. Habló de dinero, y un cuarto de hora más tarde el acuerdo se cerraba solemnemente. Partirían los cuatro, los tres francos y Hadji Ali, con cinco camellos y un mínimo de bultos. Cada viajero llevaría en su montura sus efectos personales y sus armas. El camello de carga transportaría principalmente los regale* destinados al Negus y el cofre de los remedios. Todo lo demás -tenían otros muchos instrumentos científicos, presentes para las autoridades que encontraran ocasionalmente y mudas de recambio- lo dejarían a buen recaudo aquella misma noche en casa de una viuda que acostumbraba consolar al camellero siempre que pasaba por Senaar. La mujer escondería todo hasta su próximo viaje. Hadji Ali exigió finalmente que a partir de ese día los camellos pasaran a ser de su propiedad y que los francos le abonaran en concepto de alquiler una suma previamente estipulada.

A cambio de estas ventajas, Hadji Ali aceptó la escapada, e incluso buscó la complicidad de Hassan El Bilbessi para encubrir la huida. A partir de la mañana siguiente, a cualquiera que le preguntase por los francos, éste respondería que habían ido en busca de plantas al río y que Hadji Ali se había encerrado en el hammam, aquejado de una migraña. Después ya se vería.

Descansaron un poco, aunque no pudieron dormir. A las dos de la madrugada, Hadji Ali, que había ido a hablar con Hassan El Bilbessi, volvió a la casa con un camello que cargaron con dos baúles. Luego, los tres se deslizaron por el callejón a pie detrás del camellero, con sus mantas de grupa y sus sillas. Colocaron los arneses a los camellos que estaban atados lejos de la caravana y se pusieron en camino. La noche era absolutamente cerrada, pero afortunadamente para todos, Hadji Ali conocía bien la región. Nada es tan reconfortante como huir. Ya no tenían miedo. Durante varias horas avanzaron con prudencia, a buen ritmo. La ciudad estaba lejos, y ya no se oían los perros. A su izquierda, la oscuridad exhalaba un aliento húmedo que debía provenir del río. Al rayar el alba, después de haber remontado la orilla del Nilo azul, descubrieron ante ellos unas cabañas de barro seco que emergían de un tapiz de cañas. Unos bueyes sorprendidos, al borde de la ribera, resoplaban como si quisieran alejar más deprisa los últimos retazos de la noche fría. Un puente de troncos franqueaba el Nilo; empujaron a sus bestias y, cuando lo hubieron cruzado, partieron al galope hacia la luz malva de Oriente.

La tranquilidad de Alix y Françoise, que habían adquirido la costumbre de encontrarse todas las mañanas en la terraza de los droguistas, se vio amenazada de repente por la persona aparentemente más inofensiva. El padre Gaboriau, tan apacible, tan dócil a su tratamiento y que tan poco les incomodaba, sufrió un ataque. Un día, a la hora de despertarlo, Alix encontró al pobre hombre en el diván con una mano colgando, un ojo desmesuradamente abierto y la boca torcida.

El viejo sobrevivió, aunque se quedó paralítico y mudo. Su defección estuvo a punto de tener consecuencias fatales para las dos amigas, pues el cónsul se aferró a este pretexto para terminar con aquellas salidas que únicamente había autorizado bajo la coacción más execrable. Su hija apeló al compromiso moral de cara a los «propietarios del laboratorio», pero el diplomático se encogió de hombros. Bonitas palabras para calificar a aquel par de truhanes, pensó. Llegaron casi a los gritos pues Alix dio muestras de una resistencia impropia de ella hasta entonces. Al final obtuvo el permiso para reemprender sus funciones, a partir de entonces en compañía de la señora De Maillet. Entretanto, Françoise permaneció escondida. Desde la primera visita, Alix obligó a su madre a escuchar fastidiosas explicaciones sobre una botánica que iba inventando sobre la marcha, salpicada de innumerables palabras latinas creadas para la ocasión, e interminables paradas frente a las plantas crasas más modestas, que la muchacha elevaba al rango de especímenes únicos en el mundo. La pobre mujer se aburrió tanto que al regresar tenía migraña y dolor de piernas. Aún sacó fuerzas para volver una segunda vez, pero eso fue todo. El aire de aquel invernadero, declaró, era deletéreo para su salud; no obstante, reconoció que resultaba muy beneficioso para su hija. La señora De Maillet persuadió a su marido de que el entretenimiento de las plantas era una pasión inofensiva para Alix y que sería peor contrariarla que complacerla. El cónsul cedió, primero porque no había oído ningún comentario adverso en la colonia a propósito de aquellas visitas, y segundo porque incluso había recibido las felicitaciones de un mercader cuyo hijo tenía un invernadero. Alix, que temió por un momento no poder continuar con sus visitas o ser vigilada más de cerca, obtuvo la benévola autorización de su padre para acudir sola, de modo que a partir de entonces pudo ver a Françoise sin que la vigilaran.

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