En Senaar todo empezó a las mil maravillas. Se presentaron en el palacio para darle al Rey sus cartas y sus presentes. Como en Dongola, el soberano, al saber que Poncet era médico, le pidió que curara a uno de sus parientes. A partir de ese momento las cosas dieron un giro.
En una estancia contigua al salón del trono, el Rey había convocado a Poncet y al maestro Juremi, pues en la carta de presentación rezaba que este último era un boticario titular. El soberano era un hombre enjuto, con la piel negra y mate como el carbón; sus ojos pequeños reflejaban la inquietante crueldad de quien ha ordenado muchos actos espantosos y teme ser objeto de venganzas aún más abominables en el momento más inesperado. Hadji Ali no fue convidado al examen pues el Rey en persona iba a explicar el asunto en árabe, lengua que Poncet y el maestro Juremi comprendían perfectamente. Un guardia hizo entrar a un muchacho de unos catorce años, que pese a su edad era más alto que los dos franceses. Por mandato del Rey, el joven paciente se desprendió de la túnica negra con bordados en oro y enseguida se hizo patente toda su delgadez.
Debajo de su fina piel se percibía cada uno de sus músculos, como si se tratara del engranaje de un mecanismo. Tenía el vientre liso y el ombligo hacia fuera, como el cuello de un ave. Lo más extraordinario era que el adolescente parecía estar bien, a no ser por su extremada delgadez.
– Es el hijo de mi tercera mujer -dijo el Rey-. No sabemos qué le ocurre. Tal come, tal hace. Si come mijo, hace mijo; si come sorgo hace sorgo, si come carne hace carne.
Se volvió hacia los médicos a la espera de su opinión.
– ¿Qué te parece? -le preguntó Poncet a su amigo.
Después de la bronca que había tenido con Joseph de buena mañana, Juremi estaba de un humor corrosivo.
– Es muy fácil -dijo con tono desdeñoso-. Está claro que come mierda.
A Jean-Baptiste le sorprendió tanto la respuesta de su amigo que soltó una carcajada. Se controló inmediatamente, pero el mal ya estaba hecho. El Rey creyó que se estaban burlando del paciente, o peor aún, de su persona, y le pidió a Poncet que tradujera lo que había dicho el boticario. Jean-Baptiste dijo que no valía la pena e improvisó unas palabras, que no complacieron al soberano.Todo fue en vano. Poncet prodigó sus cuidados más atentos al muchacho, le administró drogas, que a partir del día siguiente le ayudaron a retener mejor lo que comía. La confianza del Rey, como un plato resquebrajado a punto de romperse, había sufrido tal ataque que ya era casi imposible de recuperar.
Por si esto fuera poco, sobrevino un incidente que no habría tenido nada de particular en circunstancias normales, pero que tal como estaban las cosas contribuyó a agrandar aún más la grieta que terminaría en ruptura. El padre De Brévedent fue el artífice de la catástrofe.
En cuanto supo quién era el franco que iba por delante de la caravana, el jesuíta aceptó la compañía del protestante, porque al menos estaba seguro de que no era un capuchino. Por otro lado, con el paso de los días, se había convencido de que el peligro se había desvanecido, y que había adquirido ventaja sobre sus competidores al haber salido tan precipitadamente de El Cairo.
Brévedent estaba tan confiado que se le ocurrió la idea de pedirle a Poncet que le acompañara a visitar -siempre al amparo de su falsa identidad de doméstico- la casa de los capuchinos que había en Senaar y que albergaba una pequeña comunidad de monjes. De este modo podrían conocer algún nuevo detalle sobre la región, y tal vez enterarse de si los capuchinos tramaban algo con respecto a Abisinia. Poncet aceptó. Dejaron al maestio Juremi en la ciudad, en la casa que Hadji Ali había alquilado para ellos, y salieron a pie hacia el convento.
Aunque puede parecer curioso que el Rey de este estado musulmán aceptara la instalación de un hospicio católico en la capital, lo cierto es que había una explicación. En la corte, los capuchinos habían empleado unos argumentos totalmente contrarios a los que habían esgrimido con el Papa para recibir el visto bueno de su misión. En Roma habían afirmado que iban en auxilio de los católicos perseguidos que se habían refugiado en Senaar tras la expulsión de los jesuítas. Pero todos sabían en el reino, y el Rey el primero, que esos católicos refugiados no existían. Para empezar, porque los jesuítas no habían convertido a nadie en Abisinia, salvo al Negus, y por poco tiempo. Así que habían tenido que irse como habían llegado, solos. En aquellas tierras, los asuntos de la autoridad estaban concebidos de tal manera que si hubiera habido católicos en Senaar, el Rey nunca habría permitido la entrada en el país a los sacerdotes romanos por miedo a una rebelión en su contra. Pero en vista de que no había ninguno y de que los religiosos se comprometían a no intentar convertir a los musulmanes, sopena de exponerse a sufrir los castigos más aterradores, el soberano no había tenido inconveniente en hacer un hueco a aquel puñado de extranjeros pacíficos que daban clases a los niños, cuidaban algunos enfermos y sacaban a Senaar del aislamiento, vinculando a su Rey con Europa, ya que gozaban del favor del Papa.
Poncet, seguido de Joseph, franqueó el portalón de madera del convento y entró en un patio espacioso. En el suelo de polvo rojo había grandes vasijas de porcelana en las que se habían plantado naranjos. El capuchino recibió a los visitantes con gran naturalidad, como si los estuviera esperando. Los condujo a una estancia sin ventanas que daba al patio, como todas las demás, y les ofreció asiento en taburetes bajos tensados con correas de piel trenzada. Unos minutos más tarde, otros cuatro hermanos se reunieron con ellos. Sus hábitos, que eran como los de san Francisco, ni más ni menos, parecían ropas árabes en aquel decorado. Curtidos como estaban, con sus barbas negras y su aspecto de campesinos de los Abruzos, podían pasar perfectamente por campesinos autóctonos de este reino de Nubia, a no ser por la pequeña cruz que llevaban alrededor del cuello.
Uno de los hermanos, que se hacía llamar Raimundo, dijo que era el superior. Presentó a sus compañeros, que tenían tan mal aspecto como él, señaló a los otros dos monjes que estaban un poco rezagados y que miraban a Poncet con un aire sospechoso y dijo:
– Estos dos hermanos han venido a visitarnos. Llegaron de El Cairo ayer por la mañana.
– ¡Ayer por la mañana! -exclamó Poncet-. ¿Por dónde han pasado? Tendríamos que haberlos visto en Dongola.
– Aquí llegan unas cuantas caravanas -dijo el hermano Raimundo-. Han descendido por el valle del Nilo hasta la segunda catarata, y luego han atravesado el desierto de arena que está al norte.
– Es un camino mucho más largo -dijo Poncet.
– Depende de la estación. Cuando el Nilo no está en crecida, se puede galopar a caballo por el valle y se avanza deprisa.
Jean-Baptiste les preguntó la fecha de su partida y calculó que habían abandonado El Cairo diez días más tarde que él.
Cuando regresaban del convento a través de callejuelas oscuras, el supuesto Joseph estaba más aterrorizado que nunca. Las sombrías advertencias del padre Versau, que le había sermoneado antes de partir a propósito de las dudosas maniobras de los capuchinos, se veían ahora justificadas y de la forma más inesperada. Un sinfín de presencias y amenazas parecían bullir en la calidez de la noche. El jesuíta pensaba en los días y días de viaje que habían necesitado para llegar hasta aquella región, y en ese momento le pesaban como si fueran losas de granito que le separaban de la luz. Podían gritar o morir, pero nadie acudiría a socorrerlos. Estos siniestros pensamientos alimentaban los ruidosos bufidos que el cura soltaba como si fuera una ballena. Jean-Baptiste, crispado, había apresurado el paso y le llevaba unos cuantos metros de delantera para no oírlo. Bastante injustamente, descargó sobre el pobre infeliz, que sólo había cometido el error de haberlos lanzado a la boca del lobo, toda la furia que llevaba dentro, sólo de pensar en el chantaje de los capuchinos. En este estado, desafiante uno y desesperado el otro, entraron en la casa donde les esperaba el maestro Juremi.
Éste estaba sentado tranquilamente en el patio sobre unas cajas de mimbre y leía a la luz de un fanal de latón. Poncet y Joseph se sentaron cada uno en un baúl, frente a él.
– Los capuchinos lo saben todo -dijo Jean-Baptiste.
El padre De Brévedent mantenía la cabeza baja y el semblante lúgubre.
– Quieres decir que*…
El maestro Juremi hizo un ademán con el mentón, señalando al jesuíta, sin desviar la mirada.-No. Afortunadamente, no creo que sepan eso.
– Entonces, qué…
– Pues lo más importante, que vamos en embajada en nombre de Francia.
– Hay que decirles que se callen -dijo el maestro Juremi, levantándose anquilosado de su asiento improvisado.
Las paredes de adobe que rodeaban el patio no rebasaban la altura de un hombre. Detrás de esa barrera frágil se oían los ruidos de la noche: conversaciones lejanas y gritos de niños, murmullos cercanos, aullidos de perros y el ruido de pezuñas. Por encima de ellos, en la profundidad celeste de una noche sin luna, abrumadora y colmada de estrellas, una gran ráfaga de viento soplaba en las alturas.
– Pero ¿qué quieren exactamente? -dijo el maestro Juremi, inmóvil.
– Que llevemos con nosotros a dos de los suyos. Poco después de nuestra partida fueron a ver al cónsul, en El Cairo, y todavía no se resignan a haber perdido la oportunidad que para ellos supone la misión de Hadji Ali.
– ¿Y si nos negamos?
– Se lo dirán todo al Rey de Senaar. ¿Sabes qué significa eso? Pues verás, el príncipe es musulmán y le parece bien dejar pasar a un médico para el Negus, pero nunca autorizará la embajada de un rey cristiano.
– ¿Y entonces?
– Para empezar, supongo que nos harán prisioneros. Y como esos señores capuchinos nos han dado a entender, no se contentarán con eso. El populacho los respeta, y no les costará nada infundirles una mala opinión de los extranjeros. Todos dirán que somos hechiceros, y mi cofre lleno de frascos será una prueba estupenda. Pedirán nuestras cabezas al Rey. Y se las concederá con mucho gusto…
– ¿Qué les habéis respondido? -preguntó el maestro Juremi.
– Que teníamos que organizamos con Hadji Ali, que haríamos lo que pudiéramos. Resumiendo, que necesitábamos dos días.
– Estupendo -dijo el maestro Juremi-. ¿Y qué vamos a hacer durante esos dos días?
Poncet frunció el ceño para indicar que ignoraba la respuesta. Se quedaron pensativos. Jean-Baptiste mantenía la calma, aunque la situación era extremadamente crítica. En ese instante en que todo parecía definitivamente perdido, le irritaba aquel contratiempo, pero notenía ninguna duda sobre el feliz desenlace de su viaje. Seguramente Alix era la fuente de esa confianza.