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– ¿El señor Chang? -pregunta ella en inglés. Impasible, el chino le responde:

– Sí, soy yo.

Ella dice:

– Vengo por lo de la venta.

– Yo no vendo nada -dice el señor Chang.

La criada se queda desconcertada. ¿No habrán servido, pues, para nada, todas las molestias que se ha tomado?

– Pero… ¿por qué? -dice.

– Porque no tengo nada que vender.

– ¿No tiene nada que vender hoy? -vuelve a preguntar la criada.

– Ni hoy ni nunca -dice el señor Chango

La criada explica:

– Es de parte de la señora Eva.

– Lo siento mucho -dice el señor Chang-. No tengo nada que venderle a la señora Eva.

¿Qué ocurre? La eurasiática está perpleja. Debe de ser otro Chang. El hombrecillo translúcido, frente a ella, no ha tenido ni una palabra amable, ni la menor sonrisa, desde el comienzo del diálogo. Ningún ademán, ningún cambio en la posición del cuerpo, ningún movimiento fisonómico ha alterado su inmovilidad: permanece junto a la puerta, con los ojos sin vida fijos en esa visitante inoportuna (cuya estatura lo obliga a levantar la cabeza), a la que ostensiblemente impide avanzar más. Pero ella insiste:

– ¿Conoce a la señora Eva?

– No tengo este honor.

– Entonces se trata de una equivocación… Discúlpeme… Buscaba a un tal señor Chango

– Pues soy yo -dice el señor Chang.

– Pero usted no vende nada.

– No -dice el señor Chang-, aquí hacemos peritaciones.

– ¿Y sabe si hay más personas en esta casa que se llamen Chang?

– Sin duda alguna -dice el señor Chang.

Y le da a Kim con la puerta en las narices. Kim, en el descansillo de nuevo oscuro, está un rato preguntándose qué hará ahora. Consulta una vez más la hoja de papel que lleva aún en la mano; como se sabe el texto de memoria, no necesita luz para leerlo; la dirección no da lugar a dudas. Al volverse, descubre al pie de las escaleras, a una distancia mucho mayor de lo que esperaba, el rectángulo de claridad donde se recorta un fragmento de acera, ocupado por numerosos hombrecillos apiñados en el umbral de la casa; parecen hablar con animación entre ellos, gesticulando con las manos y haciendo grandes contorsiones con los brazos, a la vez que levantan la cara hacia lo alto de las escaleras en dirección a donde está la criada, como si hubieran entablado una gran discusión sobre ella. Algunos incluso parecen querer subir. Aunque con toda seguridad no resulta visible en el fondo de aquel túnel oscuro, Kim, vagamente inquieta, se apresura a llamar a la tercera puerta, la de la izquierda, desde la que ya no ve la calle. La puerta se abre inmediatamente, con tanta rapidez como si estuviera alguien detrás, pronto a intervenir. Es el mismo chino, con gafas de montura de acero, que flota en su traje estrecho. Mira a la criada con la misma expresión neutra, cuya hostilidad imaginaria sólo podría localizarse, si acaso, en la fina montura de las gafas. Kim se azara y echa ojeadas a su alrededor, para asegurarse de que, con su precipitación, no ha llamado a la misma puerta de antes: no sólo no es la misma, sino que se halla frente a la anterior, y el tramo de escaleras que sube arranca entre ambas, separándolas, sin que haya posibilidad de confusión. Con voz cada vez más insegura, empieza a decir la muchacha:

– Dispense…

– Seguimos sin vender nada -dice el señor Chang, cortándola con tono seco.

Y le cierra la puerta en las narices, exactamente igual que la primera vez.

Como no le queda más remedio que marcharse, Kim se dispone a bajar. Da un paso de lado y descubre de nuevo, al pie de la escalera profunda, a los hombrecillos que se agitan, cada vez más numerosos, y amenazan con lanzarse al ataque. Se retira rápidamente de su vista hipotética, para empezar a subir el tramo siguiente, idéntico al primero, pero situado en dirección perpendicular. En el descansillo del segundo piso sólo hay dos puertas, la primera de las cuales está inutilizada por tres delgados listones de madera clavados uno sobre otro a través del marco para formar una cruz de seis brazos: dos horizontales y cuatro oblicuos (que materializan las diagonales del rectángulo). La segunda puerta está abierta de par en par: de ella procede la claridad difusa que facilitaba la subida de los últimos peldaños. En una sala bastante larga, en la que la luz entra por un ventanal con mosquitera de tela metálica, que da a una galería llena de ropa tendida, un centenar de espectadores -la mayor parte hombres- están sentados en bancos puestos en filas paralelas; todos miran con atención profunda a un orador que hace un discurso, subido a una pequeña tarima en un extremo de la estancia. Pero es un discurso mudo, constituido únicamente por gestos complicados y rápidos en los que las dos manos tienen su parte, y que sin duda va dirigido a sordos de nacimiento.

Pero he aquí que suenan unos pasos subiendo por la parte inferior de la escalera, unos pasos vivos y pesados a un tiempo, procedentes de varios individuos que corren a ritmos distintos. Se acercan tan rápidos que la decisión no puede aguardar una reflexión detenida. Como la escalera no pasa de este segundo piso, Kim entra con aire desenvuelto en la sala de conferencias, donde, con la firmeza y la naturalidad de quien viene con el propósito de asistir a la sesión, se sienta en el extremo desocupado de un banco. Sin embargo, algunas caras se vuelven hacia ella y quizá se extrañan de su presencia; sus vecinos se hacen señas con los dedos, análogas a las del conferenciante. Kim se da cuenta entonces de un detalle importante: los que están a su alrededor no son sobre todo sino únicamente hombres. Se pregunta cuál puede ser el tema de la conferencia que los reúne allí; existen tantos problemas que no conciernen a las mujeres, o que al menos no se podrían debatir delante de ellas (cosa que haría aún más embarazosa su situación). En todo caso, la cuestión de si se trata de un discurso en inglés o en chino no debería plantearse. (¿De veras?) Asoman por la puerta dos recién llegados (¿parecen tan sofocados por la rapidez con que han subido?) que echan una ojeada circular en busca de sitios libres, poco abundantes y difíciles de determinar debido a la ausencia de asientos individuales. Cuando localizan dos, situados uno al lado del otro, se apresuran a ocupados. ¿Eran sus pasos los que sonaban por los peldaños de madera? ¿Eran también gestos de sordomudos los que intercambiaban los hombrecillos en la acera, dentro del rectángulo de luz?

Ahora es un policía inglés, con camisa de manga corta, short y calcetines blancos, el que se enmarca en el vano de la puerta. Con las piernas separadas y la mano derecha apoyada en la funda del revólver, da la impresión de estar apostado allí montando guardia. ¿Será ésta una reunión política? ¿Algún mitin de propaganda comunista habrá inquietado, más que otros, a la jefatura de policía de Queens Road? Es muy poco probable. ¿O acaso algún malhechor se habrá disimulado entre el público con objeto de escapar de sus perseguidores? Nada ha cambiado, sin embargo, en el comportamiento del orador en la tarima, ni en el de los espectadores en sus bancos. Kim, bruscamente, sin razón precisa, está persuadida de que esta intervención insólita de la policía tiene que ver con la muerte del viejo; juzga por lo tanto prudente que este guardián tardío del orden no descubra su propia presencia en la casa. Primero toma la sabia precaución de romper en fragmentos menudos, que al mismo tiempo va esparciendo por el suelo, con disimulo, el trozo de papel con la dirección comprometedora. Después, aprovechando que el guardia se ha vuelto hacia el otro lado, de espaldas a la sala, se levanta con la máxima discreción y se dirige al fondo de la larga estancia, donde se abre una puerta de dos hojas, provistas cada una de una ventanita redonda con cristal. Aunque esta salida, tanto por sus ventanas redondas como por su sistema de bisagras con resorte de doble efecto para puertas de vaivén, parece la vía de acceso normal a toda sala de reuniones o espectáculos, tiene fijado un cartelito en el que se destaca en rojo sobre fondo blanco un ideograma popular impreso que significa que está prohibido el paso. Kim abre despacito una de las dos hojas, que cede sin esfuerzo, y se desliza por el espacio abierto. Antes de que la hoja, con muelle automático, se haya cerrado del todo, le da tiempo a ver por el intersticio decreciente todas las caras amarillas vueltas simultáneamente hacia ella. Los dos bordes se juntan enseguida.

Al final de un pasillo complicado, oscuro, que cambia varias veces de dirección en ángulo recto, la joven, cuyos pasos se apresuran progresivamente, desemboca en una escalera que empieza a bajar con precipitación; la estrechez y la altura inusitada de los peldaños aceleran más su carrera: baja los escalones de dos en dos, de tres en tres, se salta también algunos que escapan totalmente a su control; tiene la sensación penosa de volar. Esta escalera no es rectilínea, tal como había creído al principio, sino en espiral muy empinada. Al pasar, descifra una tarjeta de visita clavada con cuatro chinchetas en una puerta: «Chang. Intermediario», en inglés, naturalmente. Sigue bajando.

Está ahora en un despachito atestado de legajos. Se le ha perdido algo. Busca febrilmente en las carpetas de cartón de color, sin fiarse de las inscripciones falsas que han sido caligrafiadas encima; o las inscripciones corresponden efectivamente al contenido teórico de la carpeta, pero se trata de hallar un documento traspapelado, insertado por descuido, o más bien con intención de disimulado, en un legajo relativo a asuntos que no tienen ninguna relación con lo que está buscando. Después se encuentra en un patio en el que se han abandonado diversos objetos arrumbados: placas de mármol serrado, camas de hierro, animales disecados, viejas cajas, estatuas mutiladas, colecciones incompletas de tebeos chinos pornográficos… (este episodio, ya pasado, no debe estar aquí). Se ve ahora a la joven eurasiática acorralada en un rincón de una habitación suntuosa, junto a una cómoda lacada de curvas realzadas con ornamentos de bronce, sin posibilidad de huida ante un hombre de perilla gris, recortada con esmero, cuya alta estatura se yergue por encima de ella. Pero he aquí que entra en escena el gran perro negro; atado a una anilla del vestíbulo de la casa, en la planta baja, habrá sentido de pronto que su dueña estaba en peligro y ha tirado con tanta violencia de la correa que una tira de cuero ha cedido al primer golpe, a la altura del collar; tras abrir sin dificultad la vidriera que da a la caja de la escalera, el animal, que no ha tenido la menor duda sobre el camino que había de seguir, ha llegado en pocos saltos al quinto piso.

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