– Nos han cambiado el número de teléfono. Ahora es el uno, doscientos treinta y cuatro, quinientos sesenta y siete.
– Muy bien -digo-. Al menos es fácil de recordar.
Esta vez estoy decidido a irme. Me levanto para despedirme de ella, pero cometo el error de acercarme demasiado a una de las vitrinas, en la que echo una ojeada distraída al anaquel que contiene las estatuillas de marfil de dos personajes. Lady Ava, que visiblemente teme quedarse sola y busca a toda costa un tema de conversación, me dice que éstas vienen de Hong Kong, y me pregunta si he estado allí.
Contesto que sí, naturalmente; todo el mundo conoce Hong Kong, su bahía y los centenares de islitas de los alrededores, las montañas en forma de pan de azúcar, el nuevo aeródromo que avanza sobre un dique en medio del mar, los autobuses londinenses de dos pisos, las garitas como pagadas en que están encaramados los policemen en medio de los cruces, el ferry que va de Kowloon a Victoria, las jinrikishas rojas de ruedas altas cuya capota verde forma un amplio techo sobre el pasajero, sin conseguir resguardado de las bruscas lluvias torrenciales que no aminoran siquiera la rapidez del conductor descalzo, la muchedumbre con pijamas de hule negro que cierra los grandes paraguas, con los que un minuto antes se protegía del sol, para ir a refugiarse bajo los soportales, en las largas calles porticadas cuyos grandes pilares cuadrados están cubiertos de arriba abajo, por sus cuatro caras, con los rótulos verticales de ideogramas enormes: negros sobre fondo amarillo, negros sobre fondo rojo, rojos sobre fondo blanco, blancos sobre fondo verde, blancos sobre fondo negro. El barrendero retrocede un poco bajo el soportal, contra el pilar, pues el agua que chorrea de los pisos superiores (cuyas galerías están atestadas de ropa puesta a secar) empieza a atravesar su sombrero de paja en forma de cono achatado; la hoja de periódico que tiene en la mano ya está toda empapada. Como la ha mirado bastante y no puede sacar nada nuevo de las ilustraciones, se decide a desprenderse de ella: con gesto indolente la deja caer en el arroyo.
Esta ya es ahora insuficiente para que el agua, que sigue cayendo del cielo, pueda evacuarse por su cauce; y es la calzada entera, transformada en arroyo de acera a acera, la que acarrea los restos de todo tipo acumulados desde la mañana, mientras la jinrikisha intrépida, que arrastra un coolie a toda velocidad, levanta a su paso surtidores de líquido cenagoso. Todos los peatones, en cambio, se han puesto a cubierto bajo los soportales tan abarrotados ya con los voluminosos puestos de fruta o pescado que apenas si se puede circular por ellos. Y es preciso el perrazo negro, cuyos sordos gruñidos asustan a los transeúntes, para que Kim pueda abrirse paso hasta la estrecha escalera que, dando fácilmente un cuarto de vuelta a la izquierda, empieza a subir sin… ¡Pero no es eso! De nuevo vuelve a plantearse en toda su agudeza el irritante problema del perro. Se ha dicho en alguna parte que la criada lo dejaba en el portal, entre la puerta cochera que da a la calle y el vestíbulo donde están los ascensores, pero tiene que ser un error o se trataba de otra vez, otro momento, otro día, otro sitio, otra casa (y quizá incluso de otro perro y otra criada), pues aquí no hay ni ascensores, ni portal, ni puerta cochera, sino únicamente una escalera recta, estrecha, sin luz y sin pasamano, que arranca a ras de la fachada sin puerta de ninguna especie y sube en un solo tramo rectilíneo, sin el menor rellano intermedio para descansar de un piso a otro.
Kim busca con los ojos qué puede hacer con el embarazoso animal. La próxima vez, desde luego, lo dejará en casa, si es que hay una próxima vez. No descubre en la pared ninguna anilla, ni el más insignificante clavo oxidado, donde pueda enganchar el mosquetón de la correa; y el comportamiento poco afable del perro con los desconocidos -chinos o blancos- hace del todo imposible que se pueda confiar a uno de esos hombrecillos desocupados que están ahí esperando que pare la lluvia, y que tal vez antes esperaban que empezara a caer, sentados por el suelo en los rincones, o de pie, apoyados en pilas de cajas o en los pilares cuadrados, mirando con sus ojos entornados a la joven eurasiática que acaba de detenerse ante ellos, acompañada de su perro de lujo, y a la que de inmediato introducen en sus ensueños.
El perro, a todo esto, que no tiene tantos escrúpulos como su dueña, aprovechando la turbación momentánea que por su causa experimenta, ha dado un brusco tirón a la correa, cuyo extremo libre se ha soltado subrepticiamente de la diminuta mano de uñas esmaltadas; y se ha precipitado por la escalera cuyo primer tramo ha franqueado con cuatro saltos, desapareciendo al instante en la oscuridad; luego su presencia se nota sólo por los golpes de las patas en los peldaños, que arañan sus afiladas uñas en su precipitación, y los trallazos de la correa que vuela tras él azotando como un látigo las paredes y el suelo. Al fin y al cabo, no hay ningún motivo para no dejarlo subir. Lo único que prohíbe la vieja lady es que sus preciosos animales entren en edificios provistos de refrigeración moderna, cosa muy improbable en esta casa carente de confort y abierta a todos los vientos, que data del siglo pasado. Kim no tiene más que seguir al perro: sube, a su vez, los estrechos y altos peldaños de madera, con un poco más de lentitud, y sin duda también de dificultad bajo la aparente soltura, pues el corte lateral de su traje ceñido no permite una suficiente libertad de movimiento de las piernas, y la falta de luz constituye una molestia suplementaria para unos ojos que vienen del intenso sol exterior.
En el primer piso, al final de esta escalera recta, empinada como la de un desván, que sube perpendicularmente desde la calle, hay un pequeño descansillo rectangular al que dan tres puertas: una a mano derecha, otra enfrente y otra a la izquierda. Ninguna placa indica el nombre de los inquilinos que viven allí, ni, dado el caso, de las modestas empresas que tienen sus oficinas detrás de esos paneles de madera sin adornos, pintados los tres del mismo color pardo desconchado. Tras vacilar un instante, la criada se decide a llamar al primero que se le presenta: el de la derecha. No recibe ninguna respuesta. Adaptándose poco a poco a la oscuridad, comprueba que los montantes del marco no contienen ni timbre, ni cordón, ni aldaba. Luego vuelve a llamar, pero también discretamente. Como último recurso, trata de mover el pomo de madera, mugriento y desgastado por el roce. Este ni siquiera gira sobre su eje; se diría una puerta condenada.
Kim prueba, pues, la segunda: la de en medio. No viendo tampoco timbre, da unos golpes sin obtener mejor resultado. Pero esta vez el pomo (idéntico en todo al primero) funciona y hace mover el pestillo en el cerradero. No está echada la llave. Kim abre la puerta y se halla en el umbral de un cuarto tan pequeño que ni siquiera necesita entrar en él para abarcar con una sola mirada la mesa de pino que desaparece bajo pilas de legajos, las paredes totalmente cubiertas de estantes cuyas tablas sin pulir, clavadas de modo muy elemental, sostienen una cantidad considerable de legajos similares, el suelo, por último, en el que yacen desordenadamente por todos los rincones más legajos, confeccionados siempre del mismo modo (dos tapas de cartón encuadernadas en tela atadas por una correa deformada por el uso), algunos de los cuales dejan escapar parte de su contenido: carpetas de papel recio, de colores diversos, cada una con un gran ideograma trazado a mano con un pincel grueso. Detrás de la mesa hay una silla ordinaria, con el asiento de paja. Del techo cuelga una bombilla desnuda, apagada; la luz del día llega por una pequeña abertura cuadrada, sin cristal, pero provista de una mosquitera de tela metálica, que agujerea, por encima de los estantes, la pared frontera a la puerta de entrada. Debe de haber otra entrada a este despacho, al lado derecho o izquierdo, ya que la criada tiene ahora enfrente a un hombre y no había nadie en el cuarto -ni en la silla ni en otra parte- cuando ha abierto la puerta del rellano. Es un chino de mediana edad, cuyo rostro sin expresión hace más impersonal aún una mirada ausente de miope detrás de unas gafas con fina montura de acero. Vestido con traje de corte europeo, de tela delgada y brillante, tiene un cuerpo tan endeble -y hasta podría decirse inexistente- que la chaqueta y el pantalón, sin ser de una anchura excesiva, parecen flotar sobre una simple armazón de alambre. Los dos personajes callan, como si cada uno creyera que le corresponde hablar primero al otro: el chino porque es a él a quien estorban y la joven porque espera no tener que preguntar nada desde el momento que la esperan y porque el hombre con quien está citada sabe evidentemente a qué viene. Desgraciadamente ve que éste no manifiesta ninguna intención de tomar la palabra, ni de hacerla pasar sin más explicaciones, ni tampoco de incitarla, con la voz o con un gesto, a exponer el objeto de su visita, cosa que habría facilitado su discurso. Acaba, pues, decidiéndose a decir algo por iniciativa propia. Muy aprisa, balbucea una frase precipitada, no muy coherente, preguntando si es allí donde vive el intermediario, si a quien debe ver es a ese señor que tiene delante, si la mercancía está preparada para poder llevársela, tal como estaba convenido… Pero ningún sonido debe de haber salido de su boca, pues el hombrecillo del traje vacío sigue mirándola, exactamente como antes, esperando que se decida a hablar. Efectivamente, era imposible que hubiera abordado tantos asuntos en tan pocas palabras (ni siquiera sabe de qué palabras se trata). Hay que empezar otra vez.
La criada intenta ahora imaginarse pronunciando unas palabras. Comprueba que es fácil pero que con ello no gana nada. Hay que encontrar otra cosa. Piensa que, en la calle, ha cesado el diluvio, tan bruscamente como había empezado; el sol, que calienta cada vez más la calzada, hace subir del asfalto negro y brillante, sembrado de montoncitos informes -magma gris cuya composición u origen son ya indiscernibles- un espeso vapor blanco que se deshilacha, se acumula, se arrastra como humo, se alza en volutas que se desvanecen al punto. Hombres y mujeres con pijamas de tela brillante salen de debajo de los soportales y abren de nuevo los grandes paraguas negros para protegerse de los rayos abrasadores, permitiendo así una circulación más cómoda junto a los puestos atestados de clientes, por entre los que avanza Kim con paso seguro, llevando en una mano el papel en el que están escritas con precisión las señas del intermediario, a cuya casa se dirige, y en la otra la carterita rectangular, bordada con cuentas doradas, que usa como bolso y que presenta formas redondeadas como si la hubiera rellenado de arena… No, esta observación no se refiere a la carterita, que en realidad es más bien plana, ya que Kim puede sostenerla con dos dedos mientras penetra sin vacilar en la estrecha escalera de madera, que sube con el mismo movimiento rápido, continuo, ágil, uniforme. Una vez en el descansillo del primer piso llama a la puerta de en medio, o sea la que está frente a las escaleras. Un chino de unos cuarenta años, vestido a la europea, le abre enseguida.