«El término nouveau roman… engloba a todos cuantos buscan nuevas formas novelescas, capaces de expresar (o crear) nuevas relaciones entre el hombre y el mundo, a todos cuantos están decididos a inventar la novela, es decir, a inventar el hombre.»
ALAIN ROBBE-GRILLET
Abocado desde el inicio de su carrera literaria a un riguroso proyecto de renovación de las formas narrativas tradicionales, Alain Robbe-Grillet ha hecho correr ríos de tinta y ha encendido las más vivas polémicas. Enfant terrible de la literatura francesa en los años cincuenta; clásico de las letras contemporáneas en los años ochenta. En cualquier caso, su obra acredita una de las trayectorias creadoras más lúcidas de las últimas décadas. Al describir un mundo cuyas características no han dejado de acentuarse con el transcurso de los años (disolución de la identidad en una sociedad masificada, fetichismo de los objetos, fagocitismo de los medios de comunicación masiva, cultura de la imagen, etc.), Robbe-Grillet, como Kafka, se adelantó a su tiempo. Por otra parte, el conjunto de su obra demuestra una persistente «capacidad de interrogación», dando lugar a todo género de interpretaciones y, sin embargo, no cediendo su misterio a ninguna. El ejemplo de Las gomas es claro: las interpretaciones de R. Barthes (fenomenológica y objetivista) y B. Morrissette (clásica y de sentido) iluminan, desde sus respectivos enfoques, cierta zona de la novela, pero no consiguen desvelaela íntegramente; el quid último permanece en suspenso, interrogando al mundo.
No abundaremos en interpretaciones, que las hay de todos los signos, sino que intentaremos seguir la pista del apasionante desarrollo de una empresa literaria que, como quería Barthes, más que menos nos atañe a todos: «Todos formamos parte de RobbeGrillet en la medida en que todos nos dedicamos a desentrañar el sentido de las cosas.»
Como es sabido, en la posguerra el mundo aceleró vertiginosamente sus procesos de cambio. Muy pronto los límites de aquella concepción de la realidad (sólida, burguesa y descifrable) que se arrastraba desde el siglo XIX, aunque ya en trance de bancarrota tras Marx, Freud, Einstein, Wittgenstein, Heisenberg y demás, y, en el campo específico del arte, tras las revoluciones de principios de siglo en la pintura y la música, acabaron por derrumbarse. La realidad había cambiado cualitativamente, y con ella, el hombre. La literatura, sin embargo, iba a la cola de tales transformaciones y se empeñaba en ofrecer la representación-reflejo de una realidad, pretendidamente prístina, cuyo fundamento reposaba en un terreno metaliterario pleno de significaciones preestablecidas (valores y mitos ideológicos). Así, la literatura zozobraba en una telaraña de esquemas caducos y desfasados. Era más que necesario un cambio de actitud.
A principios de los años cincuenta, en Francia se consolidó el movimiento nouveau roman, un grupo de autores (Robbe-Grillet, N. Sarraute, M. Butor, C. Simon, etc.) que, reunidos en las Editions de Minuit, intentaron por diversos procedimientos y técnicas adecuar el quehacer literario al hombre y el mundo contemporáneos. Naturalmente, eran los herederos de una tradición minoritaria cuyos nombres más destacados son Flaubert, Dostoievski, Proust, Joyce, Kafka, Faulkner y Beckett. En aquellos años iniciales la toma de posiciones fue extrema y terrorista. El establishment literario consideraba a las nuevas novelas poco menos que ridículos atentados a las bellas letras. Con tres novelas ya publicadas, Robbe-Grillet expuso su aguda capacidad de reflexión teórica en una serie de artículos (en L'Express y luego en la NRF ) finalmente reunidos en el volumen Por una novela nueva, que, junto a La era del recelo de Nathalie Sarraute, se constituyeron en manifiestos programáticos del nouveau romano Así pues, los jóvenes autores no se limitaban a poner en práctica sus proyectos sino que también los fundamentaban teóricamente, actitud inusual en el terreno de la novela. En suma, se combatieron fundadamente los elementos «oficiales» que llenaban el espacio literario (análisis psicológico tradicional, historia lineal y unitaria, «profundidades» de significado y engagement, etc.) y se revalorizaron los aspectos formales, pues se entendía que sólo de nuevas formas surgirían nuevos contenidos. La premisa fundamental era que la representación inocente de un mundo estable, coherente y descifrable no se correspondía en absoluto con la realidad.
Robbe-Grillet aportó innovaciones que por su dimensión podrían equipararse a las experimentadas por la música y la pintura modernas, liberando a la materia literaria de su servilismo, de su carácter de mero reflejo, copia o imitación de una realidad preexistente. En adelante, la novela se constituiría en realidad por sí misma, autónoma, regida por sus propias leyes internas. Sólo esta actitud permitiría que la literatura fuera capaz de interrogar al mundo (y no, como hasta entonces, avasallado y encerrado en recetas ideológicas y morales), indagado y establecer relaciones de influencia recíproca, avanzar en su comprensión y desvelamiento. Como se ve, un proyecto nada excepcional en el terreno del arte, donde desde hacía medio siglo los Picasso, Kandinsky, Schonberg, Bartok y tantos otros habían roto amarras definitivamente con el realismo tradicional y creado tendencias y movimientos en permanente evolución.
Este «retraso» de la narrativa en acceder a la modernidad debe buscarse en la compleja naturaleza de la materia utilizada: el lenguaje no es exclusivo de la literatura, sino que pertenece a todos los ámbitos del conocimiento y la experiencia. Es, en suma, la materia por excelencia con que se construye el hombre y el mundo. Y por ello, a diferencia de otras artes, la materia primordial de la literatura arrastra un pesado lastre de convencíones que se fosilizan y tienden a perpetuarse.
Esto resulta de primer orden para comprender el proyecto de Robbe-Grillet, centrado en despojar a la literatura de ese lastre y re inventar el lenguaje desde una perspectiva ontológica. Es decir, redefinir el hombre y el mundo a partir de nuevas interrelaciones en un plano ontológico, esto es, referido a un conocimiento fundamental de la naturaleza del ser. Así encarada, la literatura tiene como principal objetivo investigar el entramado de relaciones hombre-mundo que el lenguaje hace posible. Por lo demás, de los caracteres de tal entramado dependerá en definitiva la libertad del hombre: como veremos, la libertad es un elemento clave en la obra de Robbe-Grillet, y evoluciona hacia ella a través de una dialéctica con la fascinación del mundo (del lenguaje). Llegados a este punto cobra especial relevancia la representación que del mundo se hace la conciencia, pues en última instancia el mundo es tal representación. Los dos extremos de la representación son conciencia y mundo, y si su relación varía, también lo hace la representación en su totalidad. Así, la obra de Robbe-Grillet puede entenderse como un movimiento, un desplazamiento de la conciencia que apareja modificaciones esenciales en la representación del mundo y, por tanto, nuevas relaciones con la realidad. Desde luego, conceptos tan áridos pueden inducir a suponer que Robbe-Grillet es un autor que abruma con abstracciones. Todo lo contrario. Robbe-Grillet se cuenta (afortunadamente) entre los escasísimos escritores que jamás apelan a la «profundidad», a los escarceos filosóficos o «serios» en desmedro de la narración lisa y llana, al extremo de que en sus novelas no se encuentra una sola palabra «trascendental» que remita a planos metaliterarios. Sin embargo, qué duda cabe, la fuerza expresiva de su arte es tal que lleva al lector a interpretar, a buscar sentidos y significaciones.
Seguiremos muy brevemente ese desplazamiento de la conciencia, eje sobre el que gira toda su obra, que permitirá situar La casa de citas en una perspectiva, ¡ay!, coherente.
En Las gomas (1953), el detective Wallas se encarga de investigar un crimen que aún no se ha cometido y que finalmente el propio Wallas acaba cometiendo. Fiel a sus objetivos (indagar un mundo despojado de conceptos engañosos y tranquilizadores), Robbe-Grillet despliega aquí una conciencia completamente volcada al mundo exterior y fuera de sí misma: una conciencia fenomenológica, intencional (en el sentido del primer Husserl): las conexiones objetivas se imponen a la conciencia, no son producto de ella. El mundo, escenificado en una ciudad laberíntica, se constituye así, valga la redundancia, en un laberinto que la conciencia se ve impulsada a desvelar. Pero toda voluntad de conocimiento lleva implicita una culpa que debe expiarse, y efectivamente Wallas la expía. Así, el mundo se erige en destino y fatalidad. El narrador, omnisciente al estilo de Asmodeo, privilegia este o aquel punto de vista: la conciencia no posee unicidad y se dispersa en un opaco mundo objetivo que funciona como un perfecto mecanismo de relojería en el que aquélla giraría eternamente si el propio mundo no introdujera un décalage que, por un instante, rompe su pesadillesca simetría. En suma, una conciencia desamparada, lanzada de pronto a un mundo de objetos inmediatos y carentes de significación convencional, pero animados de un sentido que escapa a la conciencia: de ahí el sesgo trágico de Las gomas. Conforme a este dominio absoluto del mundo sobre la conciencia, el lenguaje sólo describe y designa: no constituye, no da ser, sino que se limita a constatar la presencia de un ser opaco e inextricable.
En El mirón (1955), el viajante de comercio Mathias comete un crimen en una isla poco habitada y al final consigue escapar impune. Aquí la conciencia da un primer paso, replegándose sobre sí y ampliando el campo de su libertad: ya no estará a la completa merced del mundo exterior. La sombría atmósfera de la ciudad da paso a una isla donde prevalece la luminosidad, que si bien acentúa la presencia de los objetos también permite a la conciencia servirse de ellos. El narrador utiliza al mundo como medio para borrar las huellas del crimen. La conciencia se fortalece y el mundo cede terreno: la opacidad de los objetos ya no representa una amenaza ni abriga un secreto por el que luego la conciencia tenga que pagar (como en Las gomas). Por el contrario, en esta novela la culpa está ausente (aunque, paradójicamente, la trama verse sobre la ocultación de un crimen) desde que no hay búsqueda del conocimiento sino lo contrario: ocultación del conocimiento, una puesta en escena tendente a ocultar, no a desvelar. Así pues, en El mirón el mundo comienza a ser escenario de la conciencia. Y el lenguaje ya no sólo denota, sino que también constituye un ser, una realidad: la de Mathias, que, literalmente, «construye» su propia evasión. La conciencia, ahora limitada al punto de vista del narrador, adquiere unicidad y es capaz de orientarse y valerse del mundo, que pierde así carácter de amenaza inescrutable. Con todo, es una relación de tensión entre dos entes que todavía se representan como independientes y enfrentados. Todavía la conciencia necesita íntegramente del mundo para constituirse.