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Luego, renacer en los colores: «Mani llevaba un pantalón bombacho con las perneras teñidas de amarillo rojizo y verde puerro», cuenta una crónica muy antigua. Se había echado sobre los hombros un chaquetón azul cielo y aunque su blusa era blanca, estaba salpicada de flores dibujadas con embeleso, como se borda un ajuar de boda, por el propio pintor en sus tristes épocas de espera. Sin embargo, cuando más tarde los discípulos de Mani evocaran este día de ruptura, preferirían hablar de Natividad, olvidando a Mariam y Mardino, y los apretados pañales de Utakim. No -dirían-, de las entrañas de una mujer a las entrañas de una comunidad no se produjo un nacimiento, sino una gestación inacabada; se necesitaba otra cosa, veinte años de un lento viaje en torno a sí mismo. La conmoción del mundo se concibe en la paciencia.

Aquel día, cuando Mani hubo terminado de arreglarse y se presentó ante los Túnicas Blancas reunidos bajo la bóveda de la Santa Casa, lo hizo mirando de frente, con un bastón en la mano y un libro bajo el brazo. Se percibía la seguridad de su paso, pero su barba rala dejaba traslucir aún cierta fragilidad.

Entró el último, y aunque la oración había comenzado ya, su aparición desencadenó murmullos. Los blancos hombros se volvían y si algún «hermano» permanecía recogido, su vecino le zarandeaba para mostrarle con la barbilla o con el codo al innombrable atrevido. Sólo el sacerdote, Sittai, aparentó proseguir su oficio, pero el último canto, de ordinario tan ferviente, fue despachado en dos compases apresurados y luego los adeptos salieron andando hacia atrás, con la cabeza inclinada y evitando pasar por la nave central en cuyo centro se encontraba Mani, envuelto en colores chillones, por lo que se retiraban rozando las paredes de las naves laterales. Parecían galeotes sin remos o pescadores sin redes.

Una vez fuera, se reunieron cerca de la puerta profiriendo imprecaciones, sintiéndose agraviados también por su indumentaria, por su repentina locura y por su criminal impiedad. Y cuando, una hora más tarde, Mani se aventuró por fin a salir, un clamor se elevó entre ellos. Cuando ya unas manos se tendían hacia él para agarrar sus ropas abigarradas, para hacerle pagar su provocación, Pattig, como si se acordara súbitamente que era padre y que tenía unos deberes, se interpuso, cogió por el brazo a su hijo con firmeza y le arrastró hasta la orilla del canal, donde los «hermanos» no pudieran espiarlos.

Mani se dejó conducir sin perder ni un ápice de su serenidad ni de su orgullo. Era Pattig, sobre todo, quien parecía inquieto, desamparado; aunque escrutando más de cerca su semblante, se habría podido descubrir en él una inconfesable felicidad: la de encontrarse, por primera vez en su vida, protegiendo a su hijo, apartándole de los peligros. Verdad es que, al día siguiente de la partida de Maleo, se había forjado entre ellos una discreta amistad, después de tantos años de alejamiento y de aparente indiferencia; pero en ningún momento había tenido Pattig la ocasión de semejante familiaridad, de coger a Mani por el brazo, apartarle de la Comunidad y sermonearle como el verdadero padre que era:

– ¡Qué ridícula idea te ha cruzado por la mente para que lleves este disfraz!

– No puedo dar crédito a mis oídos -respondió el hijo-. ¿Es realmente un Túnica Blanca el que intenta enseñarme de qué manera hay que vestirse para ir por el mundo?

Pattig se esperaba una respuesta más sumisa.

– ¿Por qué hablas en ese tono, como si estuvieras rodeado de enemigos? Aquí sólo tienes hermanos. Ven, sígueme, vamos a ver a mar Sittai. Sabes que te tiene en gran estima, estoy seguro de que estará dispuesto a olvidar este estúpido incidente.

– Yo no quiero que lo olvide. Quiero que conserve para siempre esa imagen ante sus ojos y que, dentro de veinte años, vea aún en sueños a Mani con ropas de colores.

– Domínate, Mani, recupera el sentido, ya no es momento para bravatas de chiquillo, el sínodo de los ancianos va a reunirse para ordenar tu expulsión. Quizá tenga tiempo aún de hablarles, de calmar su cólera.

– Yo deseo partir y el sínodo quiere que me marche, ¿por qué he de temer el enfrentamiento? Ellos, que creen castigarme, no hacen más que apresurar mi liberación.

– Partir, partir, no tienes otra palabra en los labios, pero ¿adónde irías? Has vivido siempre en esta Comunidad. Fuera de aquí, estarás perdido. Pronto te recogerán al borde de un camino como un fardo deshecho.

– ¿Me estás diciendo que hay suficiente sitio para mí en este miserable palmeral y que en el vasto mundo me sentiré limitado?

– Aquí al menos encuentras gente que te escucha y debate contigo, somos tu única familia. Y respecto a mí que te estoy hablando… eres de mi carne y de mi sangre, ¿lo ignorabas?

En el pasado, Pattig jamás había pronunciado estas palabras y ahora las lanza como un mal argumento, con la esperanza de desarmar a Mani, quien, de hecho, se siente turbado. Su mirada se vuelve vacía y ausente. El corazón le martillea en las sienes y, temiendo desfallecer, busca con la mano una pared donde apoyarse. Pattig le tiende la suya abierta como para acogerle, pero en cuanto el hijo la toca, en cuanto nota su áspero sudor, se arrepiente y se yergue, para anunciar con voz inexpresiva:

– Es ya demasiado tarde para que un hombre sea mi padre.

Hasta ese momento, ninguno de los dos se había permitido evocar, ni siquiera por alusión, el lazo de sangre que los unía; cada uno de ellos se contentaba con saber que el otro sabía, y esa muda complicidad daba a sus relaciones una emoción inalterable. Por lo tanto, las palabras pronunciadas por Pattig, no solamente acababan de traicionar un tácito y sabio acuerdo, sino que, dichas en esas circunstancias y con semejantes segundas intenciones, habían resonado en los oídos de Mani como algo agresivo y obsceno. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar sosegadamente antes de añadir con un tono que quería ser definitivo:

– Está escrito desde el alba de los tiempos que tú serías el medio por el cual yo vendría a este cuerpo. Pero no serás un obstáculo en mi camino.

Los ancianos de la Comunidad se habían reunido en la sala del sínodo, contigua a la Santa Casa. Allí estaban Sittai, que presidía, su sobrino Gara, un «hermano» de Edesa, otro de Farat y otro de Kashgar. En total cinco jueces instalados a todo lo ancho de la mesa maciza y, de pie, frente a ellos, el acusado con un rostro impasible.

A Sittai le correspondía hablar el primero.

– No nos hemos reunido para castigarte, Mani, sino para invitarte a arrepentirte. Has llevado durante veinte años el blanco de la pureza y ahora adoptas los colores del orgullo. Has vivido entre nosotros como una oveja dócil, como una novia tímida y decente, has guardado puro el cuerpo, no te has llevado a la boca más que alimentos puros, ¿por qué locura quieres hoy perder el beneficio de semejante gracia?

Mani parecía clavar la mirada no se sabe en qué punto de la pared, por encima de la cabeza de sus censores.

– Los alimentos, puros o impuros, terminan en deyecciones. ¿Habría, según vosotros, deyecciones puras e impuras?

– Te hemos convocado para escucharte con indulgencia, ¿por qué te muestras tan desdeñoso desde las primeras palabras?

– No existe en mí ningún resentimiento, pero os jactáis de haberme hecho vivir en la pureza, y yo os respondo que esa pureza que vosotros predicáis no corresponde a nada. Pretendéis que los frutos que salen de las tierras de la Comunidad son «machos» y puros, ¿no es eso lo que decís? ¿Por qué, entonces, los vendéis fuera a los aldeanos impuros que los muerden con sus dientes impuros?

– ¿Adonde quieres llegar?

– Es pura superstición hablar de alimentos puros o impuros; es pura necedad hablar de hombres puros o impuros; en todas las cosas y en cada uno de nosotros la Luz y las Tinieblas están mezcladas.

– ¿Y es para protestar contra nuestra exigencia de pureza por lo que te has quitado tu túnica blanca?

– No. Me he vestido así porque me dispongo a partir.

Dio un paso hacia la puerta. Sittai le llamó.

– Acabas de exponernos tus ideas, pero aún no las hemos discutido contigo ni las hemos debatido entre nosotros y ya te alejas.

A decir verdad, en aquel enfrentamiento era Mani el que demostraba más agresividad. Más tarde, perdonaría a Sittai que le hubiera arrancado de los brazos de su madre, que le hubiera secuestrado y aterrorizado durante veinte años. Más tarde, hablaría sin rabia del maestro de la secta y de la mutua fascinación que se había establecido entre ellos, pero con todo, en aquel momento había que saber romper, liberarse, escapar. Había que saber partir.

– No me voy a causa de ningún desacuerdo con vosotros, sino porque tengo que entregar un mensaje al mundo.

– ¿Y cuál es ese mensaje?

– No es aquí donde lo debo entregar. Oiréis mi grito cuando el mundo os haya enviado su eco.

– No eres razonable. Nos hemos reunido para escucharte y tú quieres partir sin ninguna explicación. Cuando un campesino consigue una semilla nueva, primero la prueba en una pequeña parcela; si agarra, puede permitirse sembrarla en todos los campos. Explícanos tu mensaje, nosotros te diremos lo que pensamos de él y te ayudaremos a discernir lo verdadero de lo falso.

– Lo que es verdadero es verdadero, lo que es falso es falso, vuestras opiniones o las mías importan poco.

La voz de Sittai se hizo más firme sin que, no obstante, pareciera hostil.

– No se trata solamente de opiniones. Somos cinco ancianos, fieles a los libros y a nuestras tradiciones, te hemos visto crecer, te hemos enseñado todo lo que sabes, ¡no puedes extremar tu orgullo hasta pretender que la opinión de un solo hombre como tú tiene más importancia que la nuestra!

– Fuiste tú mismo quien me lo enseñó, Sittai: no hay mayoría en la verdad. Bajo los cuatro climas, una infinidad de personas cultivan las más absurdas supersticiones, ¿acaso su gran número añade algún valor a sus creencias?

– ¡Pero los hermanos ante los cuales te encuentras no son la multitud informe, sino los más eruditos, los más sabios de los hombres!

– Las leyes del universo no han sido votadas por asambleas de sabios. Son lo que son, ¿en qué podrían modificarlas vuestras opiniones?

– Pareces muy seguro de ti mismo.

– Sólo estoy seguro del mensaje que me ha sido revelado.

– Aún falta saber si ese mensaje te viene de Dios o del diablo. ¿Te has preguntado alguna vez por qué el Cielo te habría elegido a ti? ¿Eres el más santo, el más piadoso, el más virtuoso?

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