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– No interrogo sus designios. Quizá sea yo su preferido.

A Sittai se le agotaba la paciencia, pero siguió esforzándose por dominarse.

– Supongamos que el Altísimo te haya designado realmente, Mani. Habría querido entonces distinguir este palmeral, ¿no crees? Si tú eres santo y bendito, el árbol que te ha producido es igualmente bendito.

– Cuando nací, ¿qué hicieron del agua sucia en la que estuve sumergido durante nueve meses? La tiraron. Este palmeral es el agua en la cual estuvieron sumergidas mi infancia y mi adolescencia.

Era demasiado. Sittai, sin poder creer lo que estaba oyendo, hubiera querido hacer repetir al insolente la frase que acababa de proferir, pero Gara, su sobrino, había saltado ya de su asiento gritando «¡Hereje!», y un instante después, como para responder a su señal, la puerta se abrió y una horda de Túnicas Blancas inundó la sala vociferando, abalanzándose sobre Mani, lanzándole barro e intentando despojarle de sus ropas de colores.

Sittai intervino:

– ¡Todo hombre que se encuentre a menos de tres pies de él será excomulgado inmediatamente!

Los golpes se interrumpieron, pero cuando Mani, ya en el suelo, se atrevió a levantar la cabeza, una avalancha de barro fue a estrellarse contra su frente, chorreándole luego por las cejas y por el resto de la cara. Se desplomó de nuevo y a duras penas Pattig consiguió levantarle y arrancárselo a la horda.

Fue entonces cuando en medio de sus lágrimas Mani recuperó la sonrisa. ¿Cómo podía sorprenderse de haber sido maltratado? ¿Acaso creía que iban a aclamar triunfalmente a aquel que había escarnecido su ley? A decir verdad, era él quien había estado lamentable. Había bastado una bofetada y un chorro de barro para que perdiera toda prestancia y se encontrara llorando como un niño en brazos de su padre.

Se limpió la cara lentamente con el revés de la manga y se incorporó; levantó la tapa del cofre de madera tosca donde guardaba sus cosas y sacó de él su recado de escribir y sus pinceles para envolverlos en un pañuelo de lino que se anudó alrededor de la cintura.

Luego, se levantó, pero permaneció aún un largo rato con los brazos caídos, incapaz de poner un pie delante del otro, como si esperara de su voz interior una última confirmación.

«Sí, Mani, hijo de Babel, estás solo, despojado de todo, rechazado por los tuyos, y partes a la conquista del universo. En eso se reconocen los verdaderos comienzos.»

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