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Sittai triunfa. Ha recuperado su autoridad y manda callar a los que protestan. Mira a Mani de hito en hito, de arriba abajo, antes de concluir, afectando generosidad:

– Hermanos, algunos de vosotros desearíais que se expulsara en este instante de nuestra comunidad a los dos jóvenes ignorantes que han violado nuestra ley, que desprecian nuestra tradición y que han dado pruebas de tanto orgullo y presunción. Pero no puedo tratar de la misma manera a estos dos pecadores. Maleo jamás ha pertenecido de pleno derecho a nuestra religión. Los que han venido a este lugar ya adultos han hecho una elección piadosa por la que serán recompensados. Los que vinieron de niños, han crecido en el seno de nuestra ley. Maleo no se cuenta entre los unos ni entre los otros. Le permitimos quedarse por fidelidad a su difunto padre, pero sepamos admitir que jamás formará parte de nuestra comunidad; pertenece a la impureza del mundo y ahora debe volver a ella. Tenerle aquí es arriesgarse a que corrompa a los más débiles de nuestros adeptos; esta noche hemos tenido la prueba. Sin la influencia nefasta de Maleo, sin las tentaciones permanentes a las que le somete, Mani se convertirá pronto en el cordero más dócil de este rebaño.

Cinco

Aquella noche, cuando Mani se tendió en la estera que desde siempre le servía de cama, el dormitorio estaba oscuro y desierto, ya que los «hermanos» estaban aún reunidos en la Santa Casa para las oraciones vespertinas. Sus voces entremezcladas le llegaban por oleadas. Luego, había periodos de un silencio opresivo. Mani se incorporó y dobló la pierna izquierda, la pierna sana, sobre la que se sentó con el rostro vuelto hacia la ventana, hacia la luna llena, hasta que su halo le impregnó los ojos; luego los cerró, como para digerir la luz así captada.

Entonces, se dibujó en su mente la misma imagen que había visto antaño en el agua del canal, su propia imagen, la de su «Gemelo», para que, solo con ella, el adolescente pudiera llorar.

– ¿Por qué me he humillado así delante de toda la Comunidad? ¿Por qué no pude responder a Sittai y confundirlo?

«No ha llegado la hora», respondió el Otro.

– ¿Por qué no se puede decir a esos hombres la verdad?

«¿No has leído jamás las palabras de Jesús? ¡No se tiran las perlas a los puercos! Sólo se desvela la verdad a aquellos que la merecen. Tú tienes por misión subyugar a reyes, trastornar las creencias, conmocionar al mundo, ¡y sólo piensas en asombrar a algunos Túnicas Blancas!»

– Con todo, es aquí donde he vivido desde la infancia y esos hombres son los únicos que frecuento.

«Tú jamás has pertenecido a los Túnicas Blancas, tu destino es otro, no envejecerás en medio de esa gente.»

Mani dejó de llorar cuando esas palabras se formaron en sus labios y, por espacio de un momento, acarició un sueño: ¿Y si partiera con Maleo ahora? Pero frente a su impaciencia, el Otro se revistió con la máscara serena del tiempo abolido.

«No Mani, no puedes descubrirte, es demasiado pronto aún para afrontar el mundo, nadie escucharía a un niño.»

Aunque Maleo había sido desterrado sin apelación, le autorizaron a permanecer algunas semanas más en el palmeral. Una tolerancia que no dejaba de tener relación con las heridas demasiado visibles que le habían infligido. Sittai, su verdugo, no quería ofrecer a la gente del pueblo vecino un espectáculo que pudiera avivar su desconfianza.

Mani estaba persuadido de que su amigo iba a rechazar esa clemencia tardía y sospechosa y que, en cuanto llegara la noche, aprovecharía para escapar. Pero el tirio no desdeñó la prórroga que le proponían. «¡No me gustaría llegar a casa de los griegos en semejante estado!», explicó a Mani. No deseaba presentarse ante la mujer de su vida y ante su futuro suegro como un adolescente flagelado y humillado. ¡Y puesto que podía esperar oculto a que las señales hubieran desaparecido…!

En realidad, Maleo no parecía tener mucha prisa en partir y cuando, veinte días después del incidente, un «hermano» fue a avisarle de parte de Sittai que tenía que partir, pareció desamparado.

– Ya es hora de que te confiese que te he mentido, Mani. Te he mentido mucho.

– No es el momento de confesiones, tus mentiras están olvidadas. Y no adoptes esa voz de despedida, nos volveremos a ver.

– No hablaba de las mentiras pasadas. Estoy hablando de ahora. Te he dejado creer que los griegos me esperaban, que estaban ansiosos por recibirme cuando abandonara el palmeral. ¡Pues bien, he mentido!

– ¿Carias no te quiere por yerno?

– ¿Crees que me he atrevido siquiera a proponérselo?

– ¡Vamos! Os he visto juntos cientos de veces, hablando y riendo, te quiere como a un hijo.

– ¡Mientras le interrogue sobre las hazañas de su antepasado en la batalla de Arbelas! Pero si hubiera podido sospechar un solo instante que yo soñaba con arrebatarle a su única hija para llevármela a Ctesifonte, no me habría vuelto a abrir su puerta jamás.

– ¿Tú qué sabes? Estoy seguro de que si le hubieras pedido realmente la mano de Cloe, habría aceptado sin la menor vacilación.

– ¡Quién negaría la mano de su hija a un Túnica Blanca!

Los dos amigos se echaron a reír, no muy alto, ya que podrían oírlos.

Mani no volvió a tener noticias suyas. Él mismo estaba bajo una constante vigilancia y cada vez que cruzaba la tapia que rodeaba el recinto le acompañaban dos «hermanos». Sólo encontraba la paz en su guarida secreta. ¿Por qué prodigio los Túnicas Blancas nunca le molestaban cuando iba o venía de allí? Se diría que aquel lugar le dotaba de una especie de invisibilidad y que el tiempo que allí pasaba no transcurría para él.

Sin embargo, un día, al saltar por encima de la palmera que servía de barrera, divisó una presencia extraña.

– ¡Cloe! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

El tono era brusco. Ningún otro ser humano había pisado aún el suelo de su península.

– Te seguí una vez, hace mucho tiempo, pero parecías tan ensimismado que no me atreví a acercarme.

Mani recobró enseguida el acento afectuoso que siempre adoptaba con la hija del griego. Su intrusión estaba perdonada.

– ¿Qué noticias tienes de Maleo?

– Ha encontrado donde alojarse al otro lado del canal, en casa de un granjero que necesitaba brazos para la recolección. Trabaja de la mañana a la noche hasta caer agotado. Sólo ha venido una vez a casa. Echamos de menos vuestras visitas. Mi padre me preguntó ayer si no querrías restaurar otras pinturas de nuestras paredes.

Sus cabellos de niña estaban sujetos con un pañuelo de mujer y haría unos gestos de pudor que Mani no conocía en día.

– Conservo un maravilloso recuerdo de aquellas escapadas. Veo aún a tu padre con Maleo, se volvían tan locuaces…

– Mani, cuando veníais a vernos, yo te miraba a ti sobre todo…

Como si no hubiera oído, el muchacho intentó conservar la misma entonación festiva.

– …su batalla de Arbelas que no terminaba nunca, el antepasado que llegaba siempre en el momento preciso para salvar a Alejandro, y esa risa feliz de Maleo…

Pero Cloe adoptó un aire grave.

– Mani, era a ti a quien yo miraba siempre. Mi padre también te quiere.

Una sonrisa había comenzado a relajar los rasgos de Mani, pero la reprimió y retrocedió un paso.

– ¿Y Maleo?

– Entre él y yo jamás hubo una promesa.

– Él sueña desde hace años…

– ¿Tengo que cargar con los sueños de los demás?

– Pero yo he prometido… -balbuceó Mani.

Con el brazo izquierdo, abrazó un árbol familiar, como para pedir su apoyo antes de pronunciar las palabras que alejarían de él a la «dama» de Maleo.

– En este palmeral, hice el juramento de no tomar nunca mujer. Mira, me he atado esta cuerda a la cintura…

Como si quisiera consolar a Cloe, añadió:

– En aquella época, no te conocía.

– No, no me conocías. ¿Has conocido jamás otra cosa que este palmeral? ¿Conocerás alguna vez otra cosa? ¿Amarás alguna vez a alguien?

– ¡He pronunciado unos votos! -insistió Mani, esforzándose en adoptar el más seco de los tonos.

Entonces, Cloe huyó. Su pañuelo mal atado se enganchó a una rama, pero ella no se detuvo para cogerlo.

Mani esperó a que estuviera lejos para llorar, para pedirle perdón en silencio. Y para perdonar a Maleo.

Un mes más tarde, Mani se enteró, por un rumor que corría por el palmeral, que Maleo se acababa de casar con la hija del griego y habían partido juntos a Ctesifonte.

Seis

Mani tuvo que esperar más, mucho tiempo más, hasta pasados ya sus años de adolescencia. Según la tradición consignada en los escritos de los discípulos, hasta la edad de veinticuatro años no recibió, «de labios de su Gemelo», las palabras tan esperadas: «Te ha llegado la hora de manifestarte a los ojos del mundo y de abandonar este palmeral».

Si permaneció durante tanto tiempo junto a los Túnicas Blancas a pesar de rechazar sus prácticas y sus creencias, a pesar de que vivir con ellos era para él un sufrimiento diario, fue quizá porque su deseo de partir se acompañaba de una inconfesable aprensión. Él, que había vivido toda su juventud en el universo cerrado de la secta, universo represivo y protector en el que se envejece y se amarga uno sin madurar realmente, universo pusilánime, desconfiado, inmerso en sus obsesiones y, finalmente, ignorante de todo lo que puede suceder más allá de la tapia que lo cercaba, ¿cómo podría pensar con ligereza en el enfrentamiento con el mundo?

Había dejado, pues, que transcurrieran los días, las semanas, todas iguales, lentas, sombrías. Hasta aquella mañana de abril, aquella mañana de la liberación, cuando, al despertarse, fue a lavarse la cara con el agua del canal del Tigris. Permaneció allí durante largo rato, inclinado, inmóvil, hasta mucho después de que todos los «hermanos» se hubieran ido. Luego, incorporándose lentamente, miró a la lejanía con deseo. El sol estaba ligeramente velado, el aire era tibio y lánguido, las palmas de las datileras se movían con el triste balanceo de las alas cautivas. Súbitamente, el tiempo de su vida le pareció de gran valor.

Había tomado una decisión: ¡antes de que llegara la noche, partiría!

«Partir -se repetía Mani-, partir es una fiesta, la única quizá, de mil formas diversas, con mil vestidos de gasa o de roble. ¿Han celebrado alguna vez otra cosa los hombres, eternos rehenes del horizonte?»

Para su partida del palmeral no eligió el engaño ni la huida, sino la ufanía y la frente alta, y también la ceremonia: primero, despojarse, separar lentamente de su piel esa otra piel blanca que, desde hacía veinte años, le envolvía y le ahogaba, respirar en la desnudez, mirar con desprecio su ropa vieja desparramada por el suelo, desplomada, vacía de todo espesor de vida.

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