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Pero renunció a explicarlo y recobró el aliento antes de decir algo más serena:

– Quisiera haber llegado ya.

Me encogí de hombros.

– Si existe un navío en el mundo en el que se pueda viajar sin temor, es éste. Como dijo el capitán Smith ¡ni Dios podría hundir este buque!

Si había pensado en tranquilizarla con esas palabras y con mi tono alegre, conseguí el efecto contrario. Se agarró a mí brazo murmurando:

– ¡No vuelvas a decir eso jamás! ¡Nunca jamás!

– Pero ¿Por qué te pones así? ¡Sabes que sólo era una broma!

– Entre nosotros, ni siquiera un ateo se atrevería a proferir semejante frase.

Estaba temblando. Yo no comprendía la violencia de su reacción. Le propuse volver a nuestro camarote y tuve que sostenerla para que no se cayera por el camino.

Al día siguiente parecía restablecida. Para tratar de distraerla, la llevé a descubrir las maravillas del buque e incluso me monté en el temblequeante camello eléctrico, arriesgándome a tener que aguantar las risas de Henri Sleeper Harper, editor del semanario del mismo nombre, que permaneció un rato en nuestra compañía, nos invitó a té y nos contó sus viajes por Oriente, antes de presentarnos muy ceremoniosamente a su perro pequinés, al que había juzgado oportuno llamar Sun-Yat-Sen en ambiguo homenaje al libertador de China. Pero nada conseguía alegrar a Xirín.

Por la noche, durante la cena, permaneció silenciosa; parecía extenuada. Por lo tanto, juzgué prudente renunciar a nuestro paseo ritual, dejé el Manuscrito en la caja fuerte y nos fuimos a acostar. Inmediatamente cayó en un agitado sueño. Por mi parte, preocupado por ella y poco acostumbrado a dormirme tan temprano, pasé una buena parte de la noche observándola.

¿Por qué mentir? Cuando el buque chocó contra el, iceberg, yo no me di cuenta. Después, cuando me precisaron en qué momento se había producido la colisión, creí recordar haber oído un poco antes de medianoche como el ruido de una sábana que se desgarraba en una cabina cercana. Nada más. No recuerdo haber notado ningún choque. Tanto es así que terminé por adormilarme, para despertarme sobresaltado cuando alguien tamborileó en la puerta, gritando una frase que, no pude entender. Miré mi reloj, era la una menos diez. Me puse la bata y abrí la puerta. El pasillo estaba, desierto, pero oí a lo lejos conversaciones en alta voz, poco habituales a esas horas de la noche. Sin estar realmente preocupado, decidí ir a ver lo que pasaba, evitando, por supuesto, despertar a Xirín.

En la escalera me crucé con un camarero que habló con un tono totalmente desprovisto de gravedad, de «algunos pequeños problemas» sobrevenidos incidentalmente. El capitán, dijo, quería que todos los pasajeros de primera clase se reunieran en la cubierta del Sol, en lo más alto del buque.

– ¿Tengo que despertar a mi mujer? Ayer no se sentía muy bien.

– El capitán me ha dicho que todo el mundo -contestó el camarero con una mueca escéptica.

Volví al camarote, desperté a Xirín con toda la dulzura de rigor, acariciándole la frente, luego las cejas, pronunciando su nombre con los labios pegados a su oído. En cuanto profirió un ronroneo, le susurré:

– Tienes que levantarte, debemos subir a cubierta.

– Esta noche no, tengo mucho frío.

– No se trata de paseos, son órdenes del capitán.

Esta última palabra tuvo un efecto mágico; saltó de la cama gritando:

– Jodayá! ¡Dios mío!

Se vistió deprisa y desordenadamente. Tuve que tranquilizarla, decirle que fuera más despacio, que no había tanta prisa. Sin embargo, cuando llegamos a cubierta había un verdadero revuelo y estaban encaminando a los pasajeros hacia los botes salvavidas.

El camarero que me había encontrado anteriormente estaba allí y me dirigí hacia él; no había perdido su jovialidad.

– Las mujeres y los niños primero -dijo burlándose de la fórmula.

Cogí a Xirín de la mano queriendo llevármela hacia la embarcación pero se negó a moverse.

– ¡El Manuscrito ! -suplicó. -¡Nos arriesgamos a perderlo en este barullo! ¡Está más protegido en la caja fuerte!

– ¡No me iré sin él!

– No se van a marchar -intervino el camarero-, estamos alejando a los pasajeros durante una hora o dos. Si quieren mi opinión, no es ni siquiera necesario. Pero el capitán es el que manda a bordo…

No diría que se dejó convencer. No, simplemente se dejó llevar de la mano sin resistirse, hasta la cubierta de proa, donde un oficial me gritó:

– ¡Señor, por aquí, le necesitamos!

Me acerqué.

– Falta un hombre en uno de los botes. ¿Sabe usted remar?

– Lo hice durante años en la bahía de Chesapeake.

Satisfecho, me invitó a subir en el bote y ayudó a Xirín a pasar por encima de la borda. Había ya unas treinta personas y otras tantas plazas vacías aún, pero las órdenes consistían en no embarcar más que a las mujeres y a algunos remeros expertos.

Nos bajaron hasta la superficie del océano, algo bruscamente para mi gusto, pero conseguí estabilizar la embarcación y comencé a remar. ¿Hacia dónde? ¿Hacia qué punto de esa oscura inmensidad? No tenía ni la, menor idea y los que se ocupaban del salvamento tampoco lo sabían. Decidí separarme únicamente del navío y esperar a una media milla de allí a que me llamaran con alguna señal.

Durante los primeros minutos, la preocupación de todos fue protegernos del frío. Soplaba un vientecillo glacial que nos impedía oír la canción que aún tocaba, la orquesta del buque. Sin embargo, cuando nos detuvimos a una distancia que me pareció adecuada, la verdad apareció súbitamente ante nosotros: el Titanic se hundía, claramente de proa y poco a poco sus luces se iban apagando. Todos estábamos sobrecogidos, mudos. De pronto, un grito de un hombre que nadaba; maniobré con el bote salvavidas para avanzar hacia él; Xirín y otra pasajera me ayudaron a izarlo a bordo. Pronto aparecieron otros supervivientes que a su vez nos hicieron señales y fuimos a recogerlos. Cuando estábamos absortos en esa tarea, Xirín lanzó un grito. El Titanic estaba ya en posición vertical, sus luces se habían esfumado. Permaneció así cinco interminables minutos y luego, solemnemente, se hundió hacia su destino.

El sol del 15 de abril nos sorprendió tendidos, agotados, rodeados de rostros compasivos. Estábamos a bordo del Carpathia , que al recibir un mensaje de socorro había acudido a recoger a los náufragos. Xirín estaba a mi lado, silenciosa. Después que vimos hundirse al Titanic no había vuelto a pronunciar una palabra y sus ojos me evitaban. Hubiera querido hacerla reaccionar, recordarle que nos habíamos salvado milagrosamente, que la mayoría de los pasajeros habían perecido, que en esa cubierta, a nuestro alrededor, había mujeres que acababan de perder un marido y niños que se habían quedado huérfanos.

Pero me abstuve de sermonearla. Sabía que ese Manuscrito era para ella, como para mí, más que una joya, más que una valiosa antigüedad, que era un poco nuestra razón de estar juntos. Su desaparición, después de tantos infortunios, iba a afectar gravemente a Xirín. Sentí que sería prudente dejar que actuara el tiempo reparador.

Cuando nos acercamos al puerto de Nueva York, avanzada la tarde del 18 de abril, nos esperaba una ruidosa recepción: algunos reporteros venían a nuestro encuentro a bordo de botes que habían alquilado y sirviéndose de altavoces se dirigían a nosotros gritando preguntas a las que algunos pasajeros se afanaban por responder con las manos en forma de bocina.

En cuanto el Carpathia atracó, otros periodistas se precipitaron hacia los supervivientes, tratando cada uno de adivinar cuál de ellos podía contarle el relato más verdadero o más sensacional. Un joven redactor del Evening Sun me escogió a mí. Le interesaba particularmente el comportamiento del capitán Smith y de los miembros de la tripulación en el momento de la catástrofe. ¿Habían perdido la cabeza? En sus palabras a los pasajeros ¿habían disimulado la verdad? ¿Era verdad que se había salvado con prioridad a los pasajeros de primera clase? Cada una de esas preguntas me hacía reflexionar, rebuscar en mi memoria; hablamos largo rato, primero bajando del barco, luego de pie en el muelle. Xirín se había quedado un momento junto a mí, callada, y luego se había eclipsado. No tenía ninguna, razón para preocuparme, realmente no podía estar muy lejos, seguramente estaría muy cerca, escondida detrás de ese fotógrafo que dirigía hacia mí su cegador relámpago.

Al despedirse, el periodista me felicitó por la calida de mi testimonio y anotó mis señas para contactarme posteriormente. Entonces miré a mi alrededor y llamé con voz cada vez más alta. Xirín no estaba allí. Decidí, no moverme del lugar donde ella me había dejado, para tener la seguridad de que me encontraría. Y esperé. Una hora, dos horas. El muelle se fue vaciando poco a poco.

¿Dónde buscar? En primer lugar fui a las oficinas la White Star, la compañía a la que pertenecía el Titanic . Luego recorrí los hoteles donde los supervivientes habían sido alojados para pasar la noche. Pero una vez más, ni rastro de mi mujer. Volví a los muelles, estaban desiertos.

Entonces decidí partir hacia el único lugar cu dirección ella conocía y donde, una vez tranquilizad podría pensar en encontrarme: mi casa de Annápolis.

Durante largo tiempo esperé una señal de Xirín, pero jamás llegó. Tampoco me escribió. Nadie volvió pronunciar su nombre delante de mí.

Hoy me pregunto: ¿habrá existido realmente? ¿Era otra cosa que el fruto de mis obsesiones orientales? Por la noche, en la soledad de mi demasiado espaciosa habitación, cuando la duda me invade, cuando mi memoria se confunde, cuando siento que mi razón vacila, me levanto y enciendo todas las luces, corro a coger sus cartas de antaño y hago como si las abriera aparentando que las acabo de recibir, aspiro su perfume, releo algunas páginas; la frialdad misma de su tono me reconforta, me da la ilusión de vivir de nuevo un incipiente amor. Sólo entonces me tranquilizo, las guardo y vuelvo a hundirme en la oscuridad, dispuesto a abandonarme sin miedo al deslumbrante pasado: una frase lanzada en un salón de Constantinopla, dos noches en blanco en Tabriz, un brasero en el invierno de Zarganda. Y de nuestro último viaje, esta escena: habíamos subido a cubierta y en un rincón sombrío y desierto nos habíamos besado apasionadamente. Para coger su rostro entre mis manos, dejé el Manuscrito sobre una cornamusa de amarre. Cuando lo vio, Xirín se echó a reír, se separó de mí y con un gesto teatral lanzó hacia el cielo:

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