Me guardé mucho de reincidir, pero ese único paseo me había pegado una tenaz etiqueta de extravagante, sin duda para toda la vida. En Inglaterra siempre se ha mirado a los excéntricos con benevolencia, incluso con admiración, a condición de que tengan la excusa de la riqueza. La América de aquellos años era poco propicia a tales extravíos, el viraje del siglo se tomaba con una mojigata circunspección, quizá no en Nueva York o en San Francisco, pero desde luego sí en mi ciudad. Una madre francesa y un gorro persa era demasiado exotismo para Annápolis.
Esto en el aspecto negativo. En el aspecto positivo, mi chaladura me valió en el acto una inmerecida reputación de gran explorador de Oriente. Mi paseo llegó a oídos del director del periódico local, Matthias Webb, que me sugirió escribir un artículo sobre mi experiencia persa.
La última vez que el nombre de Persia había sido impreso en las páginas del «Annápolis Gazette and Herald» se remontaba, creo, a 1856, cuando un transatlántico orgullo de la Cunard's, el primer barco de ruedas que fue dotado de un casco metálico, chocó contra un iceberg, pereciendo siete marinos de nuestro condado. El infortunado navío se llamaba «Persia».
La gente del mar no bromea con los signos del destino. Por eso juzgué necesario advertir, en la introducción de mi artículo, que «Persia» era un término impropio, que los persas llamaban a su país «Irán», abreviación de un término muy antiguo, «Airania Vaeya», que significaba «tierra de los arios».
Evoqué a continuación a Omar Jayyám, el único persa del que la mayoría de mis lectores habrían oído ya hablar, citando de él una cuarteta impregnada de un profundo escepticismo. «Paraíso, infierno ¿habrá alguien que haya visitado esas singulares regiones?» Acertado preámbulo antes de extenderme en algunos párrafos muy densos sobre las numerosas religiones que, desde siempre, han prosperado en tierra persa, el zoroastrismo, el maniqueísmo, el islam sunní y chií, la variante ismaelí de Hasan Sabbah y, más cerca de nosotros, los babis , los xeijis , los bahais , y no omití recordar que nuestro «paraíso» tenía por origen una antigua palabra persa, «paradaeza», que quiere decir «jardín».
Matthias Webb me felicitó por mi aparente erudición, pero cuando, animado por sus elogios, propuse una colaboración más regular, pareció azorado y súbitamente irritado:
– Consiento en tomarle a prueba si promete usted perder esa molesta manía de salpicar su texto de palabras bárbaras.
Mi expresión revelaba sorpresa e incredulidad; Webb tenía sus razones:
– La «Gazette» no tiene los medios para pagar permanentemente un especialista en Persia. Pero si usted acepta encargarse del conjunto de las noticias extranjeras y si se siente capaz de poner las regiones lejanas al alcance de nuestros compatriotas, hay un puesto disponible en este periódico. Lo que sus artículos pierdan en profundidad, lo ganarán en extensión.
Ambos habíamos recuperado la sonrisa; me ofreció el puro de la paz antes de proseguir:
– Ayer el extranjero no existía aún para nosotros. El Oriente se terminaba en Cape Cod. Y de pronto, con el pretexto de que un siglo muere y otro nace, las turbulencias del mundo asaltan nuestra tranquila ciudad.
Hay que precisar que nuestra entrevista se producía en 1899, poco después de la guerra hispano-americana que había llevado a nuestras tropas, no solamente a Cuba y Puerto Rico, sino hasta Filipinas. Nunca hasta entonces los Estados Unidos habían ejercido su autoridad tan lejos de sus costas. Nuestra victoria sobre el vetusto Imperio español sólo nos había costado dos mil cuatrocientos muertos, pero en Annápolis, sede de la Academia Naval, cada pérdida podía ser la de un pariente, un amigo, un novio seguro o potencial; los más conservadores de mis conciudadanos veían en el presidente Mac Kinley a un peligroso aventurero.
Esa no era la opinión de Webb, pero debía tener en consideración las fobias de sus lectores. Para hacerme comprender mejor, ese padre de familia, serio y peinado ya canas, se levantó, dio un rugido y haciendo hilarante viraje engarabitó los dedos como si fueran las garras de un monstruo.
– El mundo feroz se aproxima a zancadas a Annápolis y usted Benjamin Lesage, tiene por misión tranquilizar a sus compatriotas.
Grave responsabilidad, de la que me descargué sin brillantez. Mis fuentes de información eran los artículos de mis colegas de París, Londres y, por supuesto, Nueva York, Washington y Baltimore. De todo lo que escribí sobre la guerra de los boers, el conflicto 1904-1905 entre el zar y el mikado o las revueltas en Rusia, me temo que ni una línea merece figurar en los anales.
Sólo a propósito de Persia puede evocarse mi carrera de periodista. Me siento orgulloso de decir que la «Gazette» fue el primer periódico americano que previó la explosión que iba a producirse, cuyas noticias ocuparían en los últimos meses de 1906 grandes espacios en todos los periódicos del mundo. Por primera vez, y probablemente la última, los artículos del «Annápolis Gazette and Herald» fueron citados, a veces incluso reproducidos palabra por palabra, en más de sesenta periódicos del Sur y de la costa Este.
Eso, mi ciudad y mi periódico me lo deben. Y yo se lo debo a Xirín. En efecto, gracias a ella y no a mi inconsistente experiencia persa, pude comprender la amplitud de los acontecimientos que se preparaban.
Desde hacía siete años no había recibido nada de mi princesa. Si me debía alguna respuesta referente al Manuscrito, ya me la había proporcionado, decepcionante pero precisa; no esperaba ya ninguna noticia suya. Lo que no quiere decir que no abrigara ninguna esperanza al respecto. A cada llegada del correo, la idea me pasaba por la mente, buscaba en los sobres una letra, un sello con caracteres árabes, la cifra cinco en forma de corazón. No tenía miedo de mi decepción cotidiana; la vivía como un homenaje a los sueños que me obsesionaban.
Tengo que decir que en aquella época mi familia acababa de abandonar Annápolis para instalarse en Baltimore, donde se concentraría, de ahí en adelante, lo esencial de las actividades de mi padre y donde, con sus dos hermanos más jóvenes, proyectaba fundar su propio banco. En cuanto a mí, había escogido permanecer en mi casa natal, con nuestra vieja cocinera medio sorda, en una ciudad donde no tenía muchos amigos íntimos. No dudo de que mi soledad diera a mi espera un mayor fervor.
Luego, un día, Xirín me escribió al fin. Del Manuscrito de Samarcanda , ni una palabra, nada personal en aquella larga carta, únicamente, quizá, que empezaba por «Querido amigo lejano». La continuación era el relato, día a día, de los acontecimientos que se desarrollaban a su alrededor. La relación era minuciosa, abundante en detalles, ninguno de ellos superfluo, aun cuando a mis ojos profanos lo pareciera. Me sentí enamorado de su gran inteligencia y halagado de que me hubiera elegido entre todos los hombres para ofrecerme el fruto de su pensamiento.
Desde entonces vivía al ritmo de sus envíos, uno al mes, una crónica palpitante que yo habría publicado sin cambiar una coma, si mi corresponsal no hubiera exigido la más rigurosa discreción, aunque me autorizaba generosamente a plagiarlo, lo que hice sin vergüenza, surtiéndome abundantemente de sus cartas y a veces traduciendo sin comillas ni itálicas párrafos enteros.
Sin embargo, mi forma de presentar los hechos a mis lectores era muy diferente de la suya. Por ejemplo, a la princesa jamás se le habría ocurrido escribir:
«La revolución persa se desencadenó cuando un ministro belga tuvo la desastrosa idea de disfrazarse de mollab .»
No obstante, aquello no estaba tan lejos de la verdad, aunque para Xirín las primicias de la rebelión se hubieran podido detectar desde la cura del shah en Contexeville, en 1900. Deseoso de ir allí con su séquito, el monarca había necesitado dinero. Su Tesoro estaba vacío, como de costumbre, y había pedido un préstamo al zar, que le había concedido veintidós millones y medio de rublos.
Rara vez un regalo estuvo tan envenenado. Para asegurarse de que su vecino del sur, constantemente al borde de la bancarrota, devolvería esa suma, las autoridades de San Petersburgo exigieron y obtuvieron tomar a su cargo las aduanas persas y cobrarse directamente de sus recaudaciones. ¡Eso durante sesenta y cinco años! Consciente de la enormidad de ese privilegio y temiendo que las otras potencias europeas envidiaran esa total confiscación del comercio exterior de Persia, el zar evitó confiar las aduanas a sus propios súbditos y prefirió pedir al rey Leopoldo II que se encargara de ello en su lugar y por su cuenta. Fue así corno aparecieron en el país del shah unos treinta funcionarios belgas cuya influencia iba a conocer una extensión vertiginosa, El más eminente de ellos, un tal señor Naus, consiguió especialmente izarse hasta las más altas esferas del poder, La víspera de la revolución era miembro del Consejo Supremo del Reino, Ministro de Correos y Telégrafos, Tesorero General de Persia, Jefe del Departamento de Pasaportes y Director General de Aduanas. Se ocupaba, además, de reorganizar el conjunto del sistema fiscal y se le atribuía la imposición de un nuevo impuesto sobre los cargamentos de las mulas.
Inútil es decir que, en esa fase, Naus se había convertido en el hombre más odiado de Persia, el símbolo de la dominación extranjera. De vez en cuando se elevaba una voz pidiendo su despido, que parecía tanto más justificado cuanto que no tenía ni una reputación de incorruptibilidad ni la disculpa de la competencia. Pero permanecía en su sitio, apoyado por el zar o más bien por la temible «camarilla» retrógrada que rodeaba a este último y cuyos objetivos políticos se expresaban ya en voz alta en la prensa gubernamental de San Petersburgo: ejercer sobre Persia y el Golfo Pérsico una tutela exclusiva.
L a posición de Naus parecía inconmovible y así permaneció hasta el momento en que su protector dejó de serlo a su vez. Esto se produjo más rápidamente de lo que esperaban los más soñadores de Persia. Y en dos fases. Primero la guerra con Japón que, ante la sorpresa del universo entero, se terminó con la derrota del zar y la destrucción de su flota. Luego la cólera de los rusos, provocada por la humillación que se les había infligido por culpa de gobernantes incompetentes: la rebelión de los marinos del «Potemkin», el motín de Cronstadt, la insurrección de Sebastopol, los acontecimientos de Moscú. No me extenderé sobre estos hechos que nadie ha tenido tiempo de olvidar, contentándome con insistir sobre el efecto devastador que produjeron en Persia, principalmente cuando en abril de 1906 Nicolás II fue obligado a convocar un parlamento, la Duma.