Mi «madre» había decidido acercarse a la princesa durante las solemnidades del cuadragésimo día del anciano shah, última fase de las ceremonias mortuorias. En la inevitable confusión general de los curiosos y las plañideras embadurnadas con hollín, no tuvo ninguna dificultad en hacer pasar el papel de mano en mano; la princesa lo leyó y buscó con los ojos, con temor, al hombre que lo había escrito; la mensajera susurró: «¡Está en mi casa!» Al instante, Xirín abandonó la ceremonia, llamó a su cochero e instaló a mi «madre» a su lado. Para no despertar sospechas, el carruaje con las insignias reales se detuvo ante el Hotel Prevost, desde donde las dos mujeres, cubiertas por tupidos velos, anónimas, prosiguieron a pie su camino.
Nuestro segundo encuentro se reveló apenas más locuaz que el primero. La princesa me evaluaba con la mirada, con una sonrisa en la comisura de los labios. De pronto, ordenó:
– Mañana, al alba, mi cochero vendrá a recogeros, estad preparado, cubríos con un velo y caminad con la cabeza baja.
Yo estaba convencido de que me llevaría a mi Legación, pero en el momento en que su carruaje cruzaba la puerta de la ciudad comprobé mi error. Ella me explicó:
– Efectivamente, habría podido conduciros a casa del ministro americano, allí habríais encontrado refugio, pero no hubiera sido difícil que se supiera cómo habíais llegado. Aunque tengo alguna influencia por pertenecer a la familia Kayar, no puedo aprovecharme de ella para proteger al presunto cómplice del asesino del shah. Me habría resultado embarazoso y por mí se habrían remontado hasta las valientes mujeres que os acogieron. A vuestra Legación no le habría agradado en modo alguno tener que proteger a un hombre acusado de semejante crimen. Creedme, es mejor para todo el mundo que os vayáis de Persia. Voy a conduciros junto a uno de mis tíos maternos, uno de los jefes de los bajtiaris. Ha venido con los guerreros de su tribu para las ceremonias del cuadragésimo día. Le he revelado vuestra identidad y demostrado vuestra inocencia, pero sus hombres no deben saber nada. Se ha comprometido a escoltaros hasta la frontera otomana por unos caminos que las caravanas ignoran. Nos espera en el pueblo de Shah-Abdol-Azim. ¿Tenéis dinero?
– Sí. Les he dado doscientos tumanes a mis salvadoras, pero aún me quedan cerca de cuatrocientos.
– No es suficiente. Tendréis que distribuir la mitad de vuestro haber entre vuestros compañeros y guardar una buena suma para el resto del viaje. Tomad algunas monedas turcas, no estarán de más. Tomad también un escrito que quisiera hacer llegar al Maestro. Pasaréis por Constantinopla ¿no?
Resultaba difícil decir que no. Ella prosiguió, deslizando los papeles doblados por la abertura de mi túnica:
– Es el atestado del primer interrogatorio de Mirza Reza, me he pasado la noche copiándolo. Podéis leerlo, debéis incluso leerlo, os informará de muchas cosas. Además, os tendrá ocupado durante vuestra larga travesía. Pero que nadie más lo vea.
Estábamos ya en las inmediaciones del pueblo, la policía estaba por todas partes y registraba hasta los cargamentos de las mulas, pero ¿quién se hubiera atrevido a obstaculizar a un tiro real? Proseguimos nuestro camino hasta el patio de un gran caserón color azafrán. En el centro, dominando la escena, un inmenso roble centenario en torno al cual se agitaban unos guerreros con el cuerpo ceñido por dos cartucheras cruzadas. La princesa sólo tuvo una mirada de desprecio para esos viriles ornamentos que hacían juego con los tupidos bigotes.
– Como podéis ver, os dejo en buenas manos; ellos os protegerán mejor que las débiles mujeres que os tomaron a su cargo hasta hoy.
– Lo dudo. Mis ojos seguían con inquietud los cañones de fusil que apuntaban en todas las direcciones.
– Yo también lo dudo -se rió ella-. Pero por lo menos os llevarán hasta Turquia.
Cuando ya nos habíamos despedido, me volví:
– Sé que el momento es poco propicio para hablar de ello, pero, ¿sabríais por casualidad si entre las pertenencias de Mitza Reza encontraron un viejo manuscrito?
Sus ojos me huyeron y su tono se volvió agresivo.
– Efectivamente, el momento está mal escogido. ¡No volváis a pronunciar el nombre de ese loco antes de haber llegado a Constantinopla!
– ¡Es un manuscrito de Jayyám!
Tenía razón en insistir. Después de todo, era a causa de ese libro por lo que me había dejado arrastrar a mi aventura persa. Pero Xirín dio un suspiro de impaciencia.
– No sé nada, pero me informaré. Dejadme vuestras señas y os escribiré. Pero, ¡por favor!, no me respondáis.
Mientras garrapateaba «Annápolis, Maryland», tuve la impresión de estar ya lejos e inmediatamente sentí pesar de que mi incursión en Persia hubiera sido tan corta y desde el principio tan mal planeada. Tendí el papel a la princesa y cuando intentó cogerlo retuve su mano, estrechándola con fuerza un breve instante. Ella, a su vez, apretó la mía, clavándome la uña en la palma sin herirme, pero dejando en ella una marca bien trazada que perduró unos minutos. Dos sonrisas asomaron a nuestros labios, la misma frase fue pronunciada al unísono:
– ¡Nunca se sabe… nuestros caminos podrían cruzarse!
Durante dos meses no vi nada que se pareciera a lo que acostumbro a llamar carretera. Al salir de Shah Abdol-Azim nos dirigimos al sudoeste, en dirección al territorio tribal de los baitiaris. Después de rodear el lago salado de Qom, caminamos a lo largo del río del mismo nombre, pero sin penetrar en la ciudad. Mis acompañantes, con los fusiles constantemente preparados como para una batida, se esforzaban por evitar cualquier aglomeración y aunque el tío de Xirín se tomó con frecuencia la molestia de informarme «Estamos en Amuk, en Vertxa, en Jomeín», era sólo una forma de hablar, que significaba simplemente que estábamos a la altura de esas localidades, cuyos minaretes divisábamos a lo lejos y cuyos contornos me contentaba con adivinar.
En las montañas de Suristan, más allá del nacimiento del río Qom, mis acompañantes aflojaron la vigilancia: estábamos en territorio bajtiari. Se organizó un festín en mi honor, me dieron a fumar una pipa de opio y me adormilé en el acto, en medio de la hilaridad general. Tuve que esperar dos días antes de reanudar el camino, que sería aún largo: Shustar, Ahwaz y al fin la peligrosa travesía de las ciénagas hasta Basora, ciudad del Iraq otomano sobre el Shatt al-Arab.
¡Al fin fuera de Persia y a salvo! Quedaba un largo mes en el mar para ir en velero desde Fao a Bahrein, bordear la costa de los Piratas hasta Aden, remontar el Mar Rojo y el canal de Suez hasta Alejandría, para finalmente cruzar el Mediterráneo en un viejo buque turco hasta Constantinopla.
A lo largo de aquella interminable huida, fatigosa pero sin dificultad, no tuve otro entretenimiento que leer y releer las diez páginas manuscritas que constituían el interrogatorio de Mirza Reza. Sin duda me habría cansado de hacerlo si hubiera tenido otras distracciones, pero ese mano a mano forzado con un condenado a muerte ejercía sobre mí una innegable fascinación, tanto más cuanto que podía imaginármelo fácilmente, con sus miembros esqueléticos, sus ojos de atormentado y sus ropas de improbable devoto. A veces incluso creía oír, su voz torturada.
– ¿Qué razones han podido impulsarte a matar a nuestro muy amado shah?
– Aquellos que tengan ojos para observar no tendrán ninguna dificultad en darse cuenta de que el shah caído en el mismo lugar donde Sayyid Yamaleddín fue… maltratado. ¿Qué había hecho ese hombre santo, verdadero descendiente del Profeta, para que se le arrastrara así fuera del santuario?
– ¿Quién te incitó a matar al shah, quiénes son tus cómplices?
– Juro por dios, el Altísimo, el Todopoderoso, el creó a Sayyid Yamaleddín y a todos los demás humanos, que nadie, salvo el sayyid y yo, estaba al corriente de mí proyecto de matar al shah. El sayyid está en Constantinopla ¡tratad de atraparlo!
– ¿Qué directrices te dio Yamaleddin?
– Cuando fui a Constantinopla le conté las torturas que el hijo del shah me había hecho padecer. El sayyid me impuso silencio diciéndome: «¡Deja de lamentarte como si fueras el animador de una ceremonia fúnebre! ¿No sabes hacer otra cosa que llorar? ¡Si el hijo del shah te torturó, mátalo!»
– ¿Por qué mataste al shah en vez de a su hijo, puesto que fue éste el que te perjudicó y puesto que fue del hijo de quien Yamaleddín te aconsejó que te vengaras?
– Me dije a mí mismo: «Si mato al hijo, el shah, con su formidable poder, va a matar a miles de personas en represalia.» En vez de cortar una rama, he preferido arrancar de cuajo el árbol de la tiranía, esperando que otro árbol pueda crecer en su lugar. Por otra parte, el sultán de Turquía le dijo a Sayyid Yamaleddín en privado que habría que quitar de en medio a ese shah para realizar la unión de todos los musulmanes.
– ¿Cómo sabes lo que el sultán pudo decir en privado a Yamaleddín?
– Porque fue el mismo Sayyid Yamaleddín quien me lo contó. Confía en mí, no me oculta nada. Cuando estaba en Constantinopla me trataba como a su propio hijo.
– Si te trataban tan bien allí ¿por qué volviste a Persia donde temías que te detuvieran y torturaran?
– Soy de los que creen que ninguna hoja cae del árbol sin que haya estado escrito desde siempre en el Libro del Destino. Estaba escrito que yo vendría a Persia y sería el instrumento del acto que acaba de ser realizado.
S i esos hombres que deambulaban por la colina de Yildiz, en tomo a la casa de Yamaleddín, hubieran escrito sobre su fez «espía del sultán», no hubieran revelado algo más de lo que el más ingenuo de los visitantes comprobaba a la primera ojeada. Pero quizá fuera ésa la verdadera razón de su presencia: desanimar a los visitantes. De hecho, esa casa, que en otro tiempo era un hervidero de discípulos, de corresponsales extranjeros, de personalidades de paso, estaba en ese caluroso día de septiembre totalmente desierta. Sólo el sirviente estaba ahí, siempre tan discreto. Me condujo al primer piso, donde encontré al Maestro pensativo, lejano, hundido en un sillón de cretona y veludillo.