– ¿Es ahí donde se encuentra ahora?
– Sí. Me han dicho que está muy melancólico. El sultán le ha asignado una hermosa mansión donde puede recibir a sus amigos y discípulos, pero le está prohibido abandonar el país y vive sometido constantemente a estrecha vigilancia.
S untuosa prisión con las puertas abiertas de par en par; un palacio de madera y mármol en lo alto de la colina de Yildiz, cerca de la residencia del gran visir; las comidas llegaban calientes de las cocinas del sultán; los visitantes se sucedían, cruzaban la verja y luego caminaban a lo largo de la alameda antes de quitarse los zuecos en el umbral. En el primer piso, la voz del maestro retumbaba, sílabas duras y vocales cerradas; se le oía fustigar a Persia, al shah y anunciar las desgracias venideras.
Yo me iba empequeñeciendo, yo, el extranjero de América, con mi sombrerillo de extranjero, mis pasitos de extranjero, mis preocupaciones de extranjero, yo, que había hecho el trayecto de París a Constantinopla, setenta horas de tren a través de tres imperios, para indagar sobre un manuscrito, un viejo libro de poesía, irrisoria insignificancia de papel en el tumultuoso Oriente.
Un servidor me abordó. Una zalema otomana, dos palabras de recibimiento en francés, pero ni la menor pregunta. Allí todo el mundo iba por la misma razón; ver al maestro, escuchar al maestro, espiar al maestro. Fui invitado a esperar en un espacioso salón.
Desde mi entrada advertí la presencia de una silueta femenina. Eso me incitó a bajar los ojos; se me había hablado de las costumbres del país para que avanzara extendiendo la mano, con el semblante satisfecho y la mirada risueña. Solamente un balbuceo y un sombrerazo. Ya había divisado, al lado opuesto de donde ella estaba sentada, un sillón muy inglés en el que hundirme. Aun así, mi mirada roza la alfombra, tropieza con los escarpines de la visitante, sube a lo largo de su vestido azul y oro, hasta su rodilla, su busto, su cuello, su velo. Sin embargo, sorprendentemente, no es con la barrera del velo con la que tropieza, sino con un rostro descubierto y unos ojos que se cruzan con los míos. Y una sonrisa. Mi mirada huye hasta el suelo, flota de nuevo sobre la alfombra, barre un pedazo del enlosado y luego sube otra vez hacia ella, inexorablemente, como un tapón de corcho hacia la superficie del agua. Lleva en la cabeza un mindil de seda fina, preparado para bajarlo sobre el rostro cuando apareciera el extranjero. Pero precisamente ahí estaba el extranjero y el velo seguía levantado.
Esta vez miraba hacia lo lejos, ofreciendo a mi contemplación su perfil, su piel morena tan tersa y pura. Si la delicadeza tuviera una tonalidad, sería la suya; si el misterio tuviera un fulgor, sería el suyo. Yo tenía las mejillas sudorosas, las manos frías. La dicha hacía latir mis sienes. ¡Dios, qué bella era mi primera imagen de Oriente! Una mujer como sólo los poetas del desierto hubieran sabido cantar; su rostro es el sol, habrían dicho, sus cabellos la sombra protectora, sus ojos fuentes de agua fresca, su cuerpo la más esbelta de las palmeras, su sonrisa un espejismo.
¿Hablarle? ¿Así? ¿De una punta a otra de la habitación, con las manos en forma de bocina? ¿Levantarme? ¿Ir hacia ella? ¿Sentarme en un sillón más cercano, arriesgarme a ver cómo se desvanece su sonrisa y cae su velo como una cuchilla? De nuevo se cruzaron nuestras miradas como por casualidad y luego huyeron como en un juego que el sirviente vino a interrumpir; una primera vez para ofrecerme té y cigarrillos y un instante después inclinado hasta el suelo, para dirigirse a ella en turco. Entonces la vi levantarse, cubrirse el rostro y darle al sirviente una bolsa de piel para que se la llevara. Éste se apresuraba ya hacia la salida. Ella lo siguió.
Sin embargo, al llegar a la puerta del salón, aminoró el paso dejando que el hombre se alejara, se volvió hacia mí y pronunció en voz alta y en un francés más puro que el mío:
– ¡Nunca se sabe! ¡Nuestros caminos podrían cruzarse!
Cortesía o promesa, sus palabras se acompañaban de una sonrisa traviesa en la que vi tanto un desafío, como un dulce reproche. A continuación, mientras yo emergía de mi sillón con una insuperable torpeza y me enredaba y desenredaba intentando recobrar el equilibrio pero también cierto aplomo, ella permaneció inmóvil, envolviéndome en una mirada de benevolencia divertida. Ni una palabra consiguió salir de mis labios y ella desapareció.
Estaba aún de pie ante la ventana, intentando distinguir entre los árboles el carruaje que se la llevaba, cuando una voz me arrancó de mis sueños.
– Disculpe que le haya hecho esperar.
Era Yamaleddín. En la mano izquierda sostenía un puro apagado y me tendió la derecha que, aunque regordeta, estrechó la mía con un apretón franco y vigoroso.
– Mi nombre es Benjamín Lesage y vengo de parte de Henri Rochefórt.
Le presenté mi carta de introducción pero la deslizó en su bolsillo sin mirarla, me dio un abrazo y un beso en la frente.
– Los amigos de Rochefort son mis amigos y les hablo con el corazón en la mano.
Tomándome por los hombros me llevó hacia una escalera de madera que llevaba al piso de arriba.
– Espero que mi amigo Henri siga bien. Supe que su regreso del exilio fue un verdadero triunfo. ¡Qué felicidad tuvo que sentir con todos esos parisienses coreando su nombre! Leí la reseña en L'Intransigeant. Me lo envía regularmente, pero yo lo recibo con retraso. Su lectura trae de nuevo a mis oídos los ruidos de París.
Yamaleddín hablaba trabajosamente un francés correcto y a veces yo le soplaba la palabra que parecía buscar. Cuando acertaba me daba las gracias, sí no, continuaba rebuscando en su memoria con una ligera contorsión de los labios y del mentón.
– En París viví en una habitación oscura, pero se abría sobre el vasto mundo. Era cien veces más pequeña que esta casa, pero yo me sentía a mis anchas. Estaba a miles de kilómetros de mi pueblo, pero trabajaba para el progreso de los míos más eficazmente que pueda hacerlo aquí o en Persia. Mi voz se oía desde Argel a Kabul; hoy sólo pueden oírme los que me honran con su visita. Por supuesto, siempre serán bienvenidos, y sobre todo si vienen de París.
– Yo no vivo en París. Mi madre es francesa y mi nombre suena a francés, pero soy americano y vivo en Maryland.
Eso pareció divertirle.
– Cuando me expulsaron de las Indias, en 1882, pasé por los Estados Unidos. Figúrese que casi me planteé pedir la nacionalidad americana. ¿Sonríe? ¡Muchos de mis correligionarios se escandalizarían! ¿El sayyid Yamaleddín, apóstol del renacimiento islámico, descendiente del Profeta, adoptar la nacionalidad de un país cristiano? Pues no me avergüenzo ni un ápice de ello; por otra parte se lo conté a mi amigo Wilfrid Blunt autorizándole a citarlo en sus memorias. Mi justificación es simple: no existe un sólo rincón en las tierras del Islam donde yo pueda vivir fuera del alcance de la tiranía. En Persia quise refugiarme en un santuario que tradicionalmente goza de una total inmunidad, pero los soldados del monarca entraron en él y me arrancaron de los cientos de visitantes que me escuchaban y, salvo alguna miserable excepción, nadie se movió ni se atrevió a protestar. ¡Ni un lugar de culto, ni una universidad, ni una cabaña donde poder protegerse de la arbitrariedad!
Acarició con mano febril un globo terráqueo de madera pintada colocado sobre una mesa baja, antes de añadir:
– En Turquía es peor. ¿No soy el invitado oficial de Abdel-Hamid sultán y califa? ¿No me envió carta tras carta reprochándome, como lo había hecho el shah, que pasara mi vida entre los infieles? Debería haberme contentado con responderle: ¡si no hubierais transformado nuestros hermosos países en prisiones, no necesitaríamos buscar refugio entre los europeos! Pero cedí y me dejé engañar. Vine a Constantinopla y ya ve usted el resultado. Despreciando las reglas de la hospitalidad, este medio loco me tiene prisionero. Últimamente le he hecho llegar un mensaje que decía: «¿Soy vuestro invitado? ¡Dadme permiso para partir! ¿Soy vuestro prisionero? ¡Ponedme cadenas en los pies y tiradme a un calabozo!» Pero no se ha dignado responderme. Si yo tuviera la nacionalidad americana, francesa, austro-húngara, por no decir la rusa o la inglesa, mi cónsul habría entrado sin llamar en el despacho del gran visir y habría obtenido mi libertad en media hora, Le digo que nosotros, los musulmanes de este siglo, somos unos huérfanos.
Estaba sin aliento e hizo un esfuerzo para añadir:
– Puede usted escribir todo lo que acabo de decir, salvo que he llamado medio loco al sultán Abdel-Hamid. No quiero perder toda posibilidad de alzar el vuelo de esta jaula algún día. Por otra parte sería una mentira, porque ese individuo está totalmente loco y es un peligroso criminal, enfermizamente receloso y completamente sometido a la influencia de su astrólogo de Alepo.
– No tema, no escribiré nada de todo esto. -Aproveché su petición para disipar un malentendido. -Debo decirle que no soy periodista. El señor Rochefort, que es primo de mi abuelo, me ha recomendado que viniera a verle, pero el objeto de mi visita no es escribir un artículo sobre Persia ni sobre usted.
Le revelé mi interés por el Manuscrito de Jayyám, mi deseo intenso de hojearlo un día, de estudiar detenidamente su contenido. Me escuchó con gran atención y una alegría evidente.
– Le agradezco mucho que me arrancara por unos instantes de mis graves preocupaciones. El tema que ha evocado me ha apasionado siempre. ¿Ha leído usted, en la introducción de Nicolás a las Ruba'iyyat la historia de los tres amigos, Nizam el-Molk, Hassan Sabbah y Omar Jayyám? Son unos personajes muy diferentes, pero cada uno representa un aspecto eterno del alma persa. A veces tengo la impresión de ser los tres a la vez. Como Nizam el-Molk aspiro a crear un gran Estado musulmán, aunque sea gobernado por un insoportable sultán turco. Como Hassan Sabbah siembro la subversión en todas las tierras del Islam y tengo discípulos que me seguirán hasta la muerte…