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Pronto abandona Merv. No por Alamut -¡ni una sola vez se le ocurre ir allí!- sino por su ciudad natal. «Ya es hora, se dijo, de que ponga fin a mi vagabundeo. Nisapur fue mi primera escala en la vida, ¿no está en el orden de las cosas que sea también la última?» Será ahí donde viva de ahora en adelante, rodeado de algunos parientes, una hermana más joven que él, un cuñado solícito, sobrinos y sobre todo una sobrina que tendrá lo mejor de su ternura otoñal. Rodeado también de sus libros. Ya no escribe, pero relee incansablemente las obras de sus maestros.

Un día que está sentado en su habitación, como de costumbre, con el «Libro de la Curación» de Avicena sobre sus rodillas abierto por el capítulo titulado «El Uno y el Múltiple», Omar siente que le envuelve un dolor sordo. Coloca entre las hojas, para marcar la página, el mondadientes de oro que tiene en la mano, cierra el libro y llama a los suyos para dictarles su testamento. Luego pronuncia una oración que se termina con estas palabras: «Dios mío, Tú sabes que he tratado de percibirte todo lo que he podido. ¡Perdóname si mi conocimiento de Ti ha sido mi único camino hacia Ti!»

Ya no abrió más los ojos. Era el 4 de diciembre de 1131 y Omar Jayyám tenía ochenta y cuatro años. Había nacido el 18 de junio de 1048 al amanecer. Que se conozca con semejante precisión la fecha de nacimiento de un personaje de esa época remota es totalmente excepcional. Pero Jayyám, en esa materia, manifestaba las preocupaciones de un astrólogo. Probablemente había interrogado a su madre para conocer su ascendente, Géminis, y para determinar el emplazamiento del Sol, de Mercurio y de Júpiter a la hora de su venida al mundo. De este modelo había trazado su carta astral, que se había ocupado de comunicar al cronista Beihaki.

Otro de sus contemporáneos, el escritor Nizami Aruzi, cuenta: «Conocí a Omar Jayyám veinte años antes de su muerte, en la ciudad de Ba1j. Se alojaba en casa de un notable en la calle de los Mercaderes de Esclavos y, dado su renombre, le seguía como su sombra para recoger cada una de sus palabras. Fue así como le oí decir: Mi tumba estará en un lugar donde cada primavera el viento del norte esparza flores. En ese momento sus palabras me parecieron absurdas. Sin embargo, yo sabía que un hombre como él no podía hablar injustifícadamente.»

El testimonio prosigue: «Pasé por Nisapur cuatro años después de la muerte de Jayyám. Como sentía hacia él la veneración que se debe a un maestro de la ciencia, acudí en peregrinación a su última morada. Un guía me condujo al cementerio. Torciendo a la izquierda después de la entrada, vi la tumba adosada a la tapia del jardín. Las ramas de los perales y melocotoneros se extendían sobre la sepultura y esparcían sus flores de tal manera que estaba oculta bajo una alfombra de pétalos.»

Gota de agua que cae y se pierde en el mar,

mota de polvo que se mezcla con la tierra,

¿Qué significa nuestro paso por este mundo?

Un vil insecto aparece y luego desaparece.

Omar Jayyám está equivocado, ya que su existencia, lejos de ser tan pasajera como él dice, no ha hecho sino comenzar. Al menos la de sus cuartetas. Ahora bien, ¿no sería para ellas para las que el poeta deseaba la inmortalidad que no osaba esperar para sí mismo?

Aquellos que en Alamut tenían el aterrador privilegio de acudir ante Hassan Sabbah no dejaban de advertir, en un nicho excavado en la pared y protegido por una fuerte reja, la silueta de un libro. Nadie sabía lo que era ni se atrevía a interrogar al Predicador supremo; se suponía que tenía sus razones para no depositarlo en la gran biblioteca donde sin embargo se encontraban obras que encerraban las más inefables verdades.

Cuando Hassan murió, con cerca de ochenta años, el lugarteniente que él había designado para sucederle no se atrevió a instalarse en el antro del maestro y aún menos a abrir la misteriosa reja. Mucho tiempo después de la desaparición del fundador, los habitantes de Alamut se quedaban aterrados sólo con ver las paredes que lo habían albergado y evitaban aventurarse por ese barrio, desde entonces deshabitado por miedo a encontrarse con su sombra. La vida de la Orden estaba aún sometida a las reglas que Hassan había dictado; la más severa ascesis era el sino permanente de los miembros de la comunidad. Ningún descarrío, ningún placer; y frente al mundo exterior, más violencia, más asesinatos que nunca, aunque sólo fuera para demostrar que la muerte del jefe no había debilitado en nada la resolución de sus adeptos.

¿Aceptaban éstos de buen grado esa severidad? Cada vez menos. Se oían algunas críticas, no tanto entre los ancianos que se habían instalado en Alamut en vida de Hassan; éstos vivían aún con el recuerdo de las persecuciones que tuvieron que sufrir en sus regiones de origen y temían que la menor relajación les hiciera más vulnerables. Sin embargo, esos hombres cada día eran menos numerosos; la fortaleza estaba ya habitada por sus hijos y nietos. Es cierto que a todos, desde la cuna, se les había prodigado el más riguroso adoctrinamiento que los obligaba a aprender y respetar las penosas directrices de Hassan como si fueran la palabra revelada. Pero la mayoría de ellos eran cada vez más refractarios; la vida recobraba sus derechos.

Algunos se atrevieron un día a preguntar por qué se les forzaba a pasar toda su juventud en esa especie de convento-cuartel donde se prohibía cualquier alegría. La represión se abatió sobre ellos con tanta dureza que desde entonces se abstuvieron de emitir la menor opinión discrepante. En público, se entiende, porque en el secreto de las casas comenzaron a organizarse reuniones. Los jóvenes conjurados estaban alentados por todas esas mujeres que habían visto partir a un hijo, un hermano o un marido para una misión secreta de la que no volvieron jamás.

Un hombre se convirtió en el portavoz de esa sorda, ahogada, reprimida aspiración; ningún otro habría podido permitírselo: era el nieto de aquel que Hassan había designado para sucederle; él mismo estaba llamado a convertirse, a la muerte de su padre, en el cuarto Gran Maestro de la Orden.

Tenía una apreciable ventaja sobre sus predecesores: nacido poco después de la muerte del fundador, no había tenido que vivir bajo el terror de este último. Observaba su casa con curiosidad, por supuesto con cierto recelo, pero sin esa morbosa fascinación que paralizaba a todos los demás.

Incluso una vez, a la edad de diecisiete años, había entrado en la estancia prohibida, la había recorrido, se había acercado al estanque mágico, había metido la mano en su agua helada y luego se había detenido ante el nicho donde estaba encerrado el manuscrito. Poco había faltado para que lo abriera, pero se habla arrepentido y, después de retroceder un paso, había abandonado la habitación andando hacia atrás. No quería ir más lejos en esa primera visita.

Cuando el heredero recorría pensativo las callejuelas de Alamut, la gente se arremolinaba a su paso, aunque sin acercársele mucho, pronunciando curiosas fórmulas de bendición. Se llamaba Hassan, como Sabbah, pero a su alrededor se susurraba ya otro nombre: «¡El Redentor! ¡El que se espera desde siempre!» Sólo existía un temor: que la vieja guardia de los Asesinos, que conocía sus sentimientos y que ya le había oído vituperar con imprudencia el rigor existente, hiciera lo imposible por impedirle acceder al poder. De hecho, su padre intentaba imponerle silencio, acusándole de ser un ateo y de traicionar las enseñanzas del Fundador. Se dice incluso que condenó a muerte a doscientos cincuenta partidarios suyos y expulsó a otros doscientos cincuenta obligándoles a cargar a la espalda, hasta el pie de la montaña, los cadáveres de sus amigos ejecutados. Pero por un resto de sentimiento paternal, el Gran Maestro no se atrevió a seguir la tradición infanticida de Hassan Sabbah.

Y cuando el padre murió, en 1162, el hijo rebelde le sucedió sin la menor dificultad. Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, estalló una verdadera alegría en las grises callejuelas de Alamut.

Pero ¿se trata realmente del Redentor esperado?, se interrogaban los adeptos. ¿Es de veras aquel que debe poner fin a nuestros sufrimientos? Él callaba. Seguía caminando con aire absorto por las calles de Alamut o permanecía durante largas horas en la biblioteca, bajo la mirada protectora del copista que estaba a cargo de ella, un hombre originario de Kirman.

Un día se le vio avanzar con paso decidido hacia la antigua residencia de Hassan Sabbah, empujar la puerta con un gesto brusco, ir hasta el nicho y tirar de la reja con las dos manos y con tanta fuerza que la arrancó del muro, esparciéndose por el suelo largos chorrillos de arena y guijarros. Sacó el manuscrito de Jayyám y lo desempolvó con unas cuantas palmadas bruscas antes de llevárselo bajo el brazo.

Dicen que entonces se encerró en su casa a leer, releer y meditar. Y esto hasta el séptimo día, que dio la orden de convocar a toda la gente de Alamut, hombres, mujeres y niños, para una reunión en el meydán , la única plaza donde cabían.

Era el 8 de agosto de 1164, el sol de Alamut pegaba con fuerza en las cabezas y los rostros, pero nadie pensaba en protegerse. Al oeste se levantaba un estrado de madera, adornado en cada esquina con cuatro inmensos estandartes: uno rojo, uno verde, uno amarillo y uno blanco, y hacia él se dirigían las miradas.

Y de pronto apareció. Totalmente vestido de un blanco resplandeciente, y tras él su mujer, joven y menuda, con el rostro descubierto, los ojos fijos en el suelo y las mejillas rojas de vergüenza. Esa visión pareció disipar las últimas dudas de la multitud y se oyeron atrevidos murmullos: «¡Es Él, es el Redentor!»

Con paso digno, subió los pocos peldaños de la tribuna y dirigió a sus fieles un amplio gesto de saludo destinado a hacer callar los cuchicheos, antes de pronunciar uno de los discursos más asombrosos que jamás haya resonado en nuestro planeta:

– ¡A todos los habitantes del mundo, genios, hombres y ángeles! -dijo-, El imán del Tiempo os ofrece su bendición y os perdona todos vuestros pecados, pasados y futuros. Os anuncia que la Ley sagrada es abolida, porque ha sonado la hora de la Resurrección. Dios os había impuesto la ley para que merecierais el paraíso. Lo habéis merecido. Desde hoy, el paraíso os pertenece. Por lo tanto, estáis liberados del yugo de la Ley. ¡Todo lo que estaba prohibido, está permitido, y todo lo que era obligatorio está prohibido! Las cinco oraciones cotidianas están prohibidas -continuó el Redentor-. Puesto que ya estamos en el paraíso, en permanente unión con el Creador, no necesitamos dirigirnos a Él a determinadas horas; aquellos que se, obstinaron en efectuar las cinco oraciones, manifestarían con ello su poca fe en la Resurrección. Rezar se ha convertido en un acto de incredulidad.

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