Igualmente Terken reanuda los contactos con Hassan Sabbah. «¿No te había prometido la cabeza de Nizam el-Molk? Ya te la he entregado. Hoy es Ispahán, la capital del Imperio, lo que te ofrezco. Sé que tus hombres son numerosos en esta ciudad. ¿Por qué viven en la sombra? Diles que se muestren; obtendrán oro y armas y podrán predicar a la luz del día.» De hecho, después de tantos años de persecución, aparecen cientos de ismaelíes y las conversiones se multiplican. En algunos barrios forman milicias armadas por cuenta de la sultana.
Sin embargo, la última añagaza de Terken es, probablemente, la más ingeniosa y la más audaz: unos emires de su círculo se presentan un día en el campamento enemigo anunciando a Barkyaruk que han decidido abandonar a la sultana, que sus tropas están dispuestas a rebelarse y que si aceptara acompañarles se introduciría con ellos por sorpresa en la ciudad y podían dar la señal de una sublevación; Terken y su hijo serían degollados y él podría establecerse firmemente en el trono. Estamos en 1094, el pretendiente sólo tiene trece años y la proposición le seduce. ¡Apoderarse en persona de la ciudad, cuando sus emires la asedian sin éxito desde hace más de un año! Apenas lo duda. La noche siguiente se desliza fuera de su campamento a espaldas de sus parientes y se presenta con los emisarios de Terken ante la puerta de Kaliab, que como por encanto se abre ante él. Ahí está, caminando con paso decidido, rodeado de una escolta exageradamente alegre para su gusto, lo que cree que es debido al éxito sin fallos de su hazaña. Cuando los hombres se ríen demasiado alto, él les ordena que se tranquilicen y ellos le responden reverentemente antes de soltar la carcajada.
Pero ¡ay! cuando se da cuenta de que su alegría es sospechosa, es demasiado tarde. Lo inmovilizan, lo atan de pies y manos, le tapan la boca y los ojos y lo conducen, en medio de un cortejo de burlas, hasta la puerta del harén. Despiertan al jefe de los eunucos, que corre a advertir a Terken de su llegada. Es ella la que tiene que decidir la suerte del rival de su hijo, si hay que estrangularle o contentarse con dejarle ciego. Apenas el eunuco se ha internado por el largo pasillo mal iluminado cuando, súbitamente, resuenan gritos, llamadas, sollozos que vienen del interior. Intrigados e inquietos, los oficiales que no han podido resistir la tentación de entrar en la zona prohibida se tropiezan con una anciana y habladora sirvienta: acaban de descubrir a Terken Jatún muerta en su lecho, con el instrumento del crimen a su lado, el grande y mullido almohadón que la ha asfixiado. Un eunuco de vigorosos brazos ha desaparecido; la sirvienta recuerda que había sido introducido en el harén unos años antes por recomendación de Nizam el-Molk.
I nsólito dilema para los partidarios de Terken: su sultana está muerta, pero su principal adversario está a su merced; su capital está sitiada, pero aquel mismo que los asedia es su prisionero. ¿Qué hacer con él? Es Yahán quien ha ocupado el lugar de Terken como guardiana del niño-sultán y ante ella llevan el debate para que lo resuelva. Hasta ese momento se había mostrado llena de recursos, pero la muerte de su señora ha sacudido la tierra bajo sus pies. ¿A quién dirigirse? ¿A quién consultar si no es a Omar?
Cuando éste llega la encuentra sentada en el diván de Terken, al pie de la cortina descorrida, con la cabeza baja y los cabellos sueltos descuidadamente sobre sus hombros. El sultán está a su lado, inmóvil, sentado en su almohadón, totalmente vestido de seda y con un turbante sobre su cabecita. Tiene la cara roja y llena de granos, los ojos medio cerrados y parece aburrido.
Omar se acerca a Yahán, le toma la mano con ternura y pasa lentamente su palma por su rostro. Susurra.
– Me acabo de enterar de lo de Terken Jatún. Has hecho bien en llamarme a tu lado.
Pero cuando le está acariciando los cabellos, Yahán lo rechaza.
– Si te he hecho venir no es para que me consueles, sino para consultarte sobre un asunto grave.
Omar retrocede un paso, cruza los brazos y escucha.
– A Barkyaruk lo atrajeron a una celada y está prisionero en este palacio. Los hombres están divididos con respecto a su suerte. Algunos exigen que se le mate, especialmente aquellos que le prepararon esa trampa; quieren estar seguros de que jamás tendrán que responder de sus actos ante él. Otros prefieren entenderse con él, instalarle en el trono y granjearse sus favores esperando que olvide su contratiempo. Y aún hay otros que proponen retenerlo como rehén para negociar con los sitiadores. ¿Qué camino nos aconsejas seguir?
– ¿Y me has arrancado de mis libros para preguntarme esto?
Yahán se levanta indignada.
– ¿El problema no te parece lo suficientemente importante? Mi vida depende de ello. El destino de miles de personas, el de esta ciudad, el del Imperio, pueden depender de esta decisión. ¡Y tú, Omar Jayyám, no quieres que se te moleste por tan poca cosa!
– ¡Pues no, no quiero que se me moleste por tan poca cosa!
Hace un movimiento hacia la puerta; cuando va a abrirla, vuelve hacia Yahán.
– Siempre se me consulta cuando ya se ha cometido el delito. ¿Qué quieres que les diga ahora a tus amigos? Si les aconsejo que liberen al adolescente, ¿cómo garantizarles que mañana no querrá cortarles el cuello? Si les aconsejo que lo retengan como rehén o que lo maten, me convierto en su cómplice. Déjame lejos de esas disputas, Yahán, y tú permanece también lejos de ellas.
La mira fijamente con compasión.
– Un retoño de sultán turco sustituye a otro retoño, un visir aparta a otro visir. Por Dios, Yahán ¿cómo puedes pasar los más hermosos años de tu vida en esta jaula de fieras? Déjales que se degüellen, que se maten y que mueran. ¿Será por eso el sol menos brillante y el vino menos suave?
– Baja la voz, Omar, estás asustando al niño, y en las habitaciones contiguas los oídos escuchan.
Omar se obstina:
– ¿No me has llamado para preguntarme mi opinión? Pues bien, voy a dártela sin rodeos: sal de esta sala, abandona este palacio, no mires hacia atrás, no digas adiós, ni siquiera recojas tus cosas y ven, dame la mano, volvamos a nuestra casa. Tú compondrás tus poemas, yo observaré mis estrellas. Cada noche vendrás a acurrucarte desnuda contra mí, el vino almizclado nos hará cantar, el mundo dejará de existir para nosotros, lo atravesaremos sin verlo, sin oírlo; su lodo y su sangre no se pegarán a nuestras suelas.
Yahán tiene los ojos arrasados en lágrimas.
– Si pudiera volver a esa edad de la inocencia, ¿crees que lo dudaría? Pero es demasiado tarde, he ido demasiado lejos. Si mañana los fieles de Nizam el-Molk se apoderaran de Ispahán, no me perdonarían; estoy en su lista de proscritos.
– Yo fui el mejor amigo de Nizam; te protegeré, no vendrán a mi casa para arrebatarme a mi mujer.
– Abre los ojos, Omar, no conoces a esos hombres, sólo piensan en vengarse. Ayer te reprochaban el haber salvado la vida a Hassan Sabbah; mañana te reprocharán el haber escondido a Yahán y te matarán al mismo tiempo que a mí.
– Pues bien, sea. Permaneceremos juntos en nuestra casa y si mi destino es morir contigo me resignaré.
Yahán se yergue.
– ¡Yo no me resigno! Estoy en este palacio rodeada de tropas que me son fieles, en una ciudad que desde ahora me pertenece; lucharé hasta el final y si muero será como una sultana.
– ¿Y cómo mueren las sultanas? ¡Envenenadas, asfixiadas, estranguladas! ¡O dando a luz! No es con la pompa como se escapa de la miseria humana.
Se observan en silencio durante largo rato. Yahán se acerca, roza los labios de Omar con un beso que quiere hacer ardiente y se abandona un instante entre sus brazos. Pero él se aparta, su despedida le resulta insoportable. Y suplica una última vez:
– Si aún atribuyes a nuestro amor el menor valor, ven conmigo, Yahán. La mesa está preparada en la terraza, un viento suave nos llega de los montes Amarillos, dentro de dos horas estaremos embriagados e iremos a acostarnos. Diré a los sirvientes que no nos despierten cuando Ispahán cambie de dueño.
E sa noche, el viento de Ispahán lleva un lozano perfume de albaricoque, pero ¡qué muertas están las calles! Jayyám busca refugio en su observatorio. Generalmente le basta entrar en él, dirigir su mirada hacia el cielo, sentir en los dedos los discos graduados de su astrolabio para que las preocupaciones del mundo se desvanezcan. Esta vez no. Las estrellas están silenciosas; no hay música, ni murmullos, confidencias. Omar no las acosa; deben de tener buenas razones para callarse. Se resigna a volver a su casa. Camina lentamente con una caña en la mano, golpeando con ella de vez en cuando alguna mata de hierba o una rama rebelde.
Ahora está tendido en su habitación con las luces apagadas; sus brazos estrechan desesperadamente a una Yahán imaginaria y tiene los ojos rojos por las lágrimas y el vino. A su izquierda, en el suelo, una garrafa, una copa de plata que coge de vez en cuando con mano cansada para beber largos tragos, pensativo y desengañado. Sus labios dialogan consigo mismo, con Yahán, con Nizam. Con Dios sobre todo. ¿Quién sino Él podría salvar aún ese universo que se descompone?
Sólo cuando llega el alba, Omar, agotado, con la mente nublada, se abandona al fin al sueño. ¿Cuántas horas ha dormido? Un retumbar de pasos le despierta; el sol ya alto se filtra por una rendija de la colgadura obligándole a protegerse los ojos. Entonces ve en el umbral de la puerta al hombre cuya ruidosa llegada le ha molestado. Es alto, con bigote, su mano acaricia con gesto maternal la guarnición de su espada. Lleva en la cabeza un turbante verde chillón y sobre los hombros la corta capa de terciopelo de los oficiales de la Nizamiyya.
– ¿Quién eres? -pregunta Jayyám bostezando--. ¿Y quién te ha dado derecho sobre mi sueño?
– ¿El señor no me ha visto nunca con Nizam el-Molk? Yo era su guardaespaldas, su sombra. Me llaman Vartan el Armenio.
Omar se acuerda ahora, lo que no le tranquiliza nada. Siente como una cuerda que le va apretando desde la garganta hasta las tripas. Pero si tiene miedo no quiere demostrarlo.