No cabe duda de que Nizam ha ganado, pero a fuerza de embaucar tanto al sultán como a la sultana ha envenenado irremediablemente sus relaciones con la corte. Aunque Malikxah, no lamenta haber conquistado con tan poco esfuerzo las más prestigiosas ciudades de Transoxiana, sufre en su amor propio haberse dejado engañar. Incluso se niega a organizar para la tropa el tradicional banquete de la victoria. «¡Es pura avaricia!», cuchichea con mala intención Nizam a quien quiera escucharle.
En cuanto a Hassan Sabbah, saca de su derrota una valiosa lección. Antes de intentar convertir a los príncipes, va a forjarse un temible instrumento de guerra que no se parecerá en nada a todo lo que la humanidad ha conocido hasta ese momento: la orden de los Asesinos.
A lamut. Una fortaleza sobre un peñasco a seis mil pies de altitud; un paisaje de montes pelados, lagos olvidados, precipicios cortados a pico, desfiladeros sin salida. El ejército más numeroso no podría acceder a ella más que en fila india. Las más potentes catapultas no podrían ni rozar sus murallas.
Entre las montañas reina el Xah-Rud, llamado el «río loco», que en primavera, con el deshielo de las nieves del Elburz, crece y se acelera, arrancando a su paso árboles y piedras. ¡Ay del que ose acercársele! ¡Ay de la tropa que se atreva a acampar a sus orillas!
Del río, de los lagos, sube cada noche una densa y algodonosa bruma que escala el farallón y se detiene a medio camino. Para los que allí viven, el castillo de Alamut se convierte entonces en una isla en medio de un océano de nubes. Visto desde abajo es una guarida de genios.
En dialecto local, Alamut significa «la lección del águila». Se cuenta que un príncipe que quería construir una fortaleza para controlar aquellas montañas soltó un ave rapaz amaestrada. Esta, después de haber dado vueltas en el cielo, fue a posarse sobre ese peñasco. El amo comprendió que ningún emplazamiento sería mejor.
Hassan Sabbah ha imitado al águila. Recorre Persia a la búsqueda de un lugar donde poder reunir a sus fieles, instruirlos y organizarlos. De su contratiempo en Samarcanda ha aprendido que sería ilusorio querer apoderarse de una gran ciudad, ya que el enfrentamiento con los selyuquíes sería inmediato e inevitablemente redundaría en provecho del Imperio. Por lo tanto, necesita otra cosa: un reducto montañoso, inexpugnable, un santuario desde donde desarrollar su actividad en todas las direcciones.
En el momento en que las banderas capturadas en Transoxiana se despliegan en las calles de Ispahán, Hassan se encuentra en los alrededores de Alamut. Ese lugar es para él una revelación. Desde que lo divisó a lo lejos, comprendió que era allí y en ningún otro sitio donde terminaría su vida errante, donde se alzaría su reino. Alamut es, en ese momento, un pueblo fortificado, uno, entre tantos otros, donde viven algunos soldados con sus familias, unos cuantos artesanos, algunos agricultores y un gobernador nombrado por Nizam el-Molk, un honrado castellano llamado Mahdi el Alauí, que sólo se preocupa de su agua para el riego y su cosecha de nuez, de uvas y de granadas. Los tumultos del imperio no le quitan el sueño.
Hassan comienza por enviar a algunos compañeros, nativos de la región, que se mezclan con la guarnición, predican y convierten. Algunos meses más tarde están en condiciones de anunciar al maestro que el terreno está preparado y que puede venir. Hassan se presenta disfrazado de derviche sufí, como de costumbre. Se pasea, inspecciona, comprueba. El gobernador recibe al hombre santo y le pregunta qué le agradaría.
– Necesito esta fortaleza -dice Hassan.
El gobernador sonríe y se dice que a ese derviche no le falta humor. Pero su invitado no sonríe.
– He venido a tomar posesión de la plaza. ¡Todos los hombres de la guarnición me son adictos!
Hay que reconocer que la conclusión de ese intercambio es tan inaudita como inverosímil. Los orientalistas que han consultado las crónicas de la época, particularmente los relatos consignados por los ismaelíes, tuvieron que leerlos y releerlos para asegurarse de que no eran víctimas de una falsificación.
Imaginemos de nuevo la escena. Estamos a finales del siglo XI, exactamente a 6 de septiembre de 1090. Hassan Sabbah, genial fundador de la orden de los Asesinos, está a punto de apoderarse de la fortaleza que será durante ciento sesenta y seis años la sede de la secta más temible de la historia. Está allí, sentado con las piernas cruzadas, frente al gobernador, a quien repite sin alzar la voz:
– He venido a tomar posesión de Alamut.
– Esta fortaleza me fue entregada en nombre del sultán -responde el otro-. ¡Pagué para conseguirla!
– ¿Cuánto?
– ¡Tres mil dinares de oro!
Hassan Sabbah toma un papel y escribe: «Sírvanse pagar la suma de tres mil dinares de oro a Mahdi el Alauí como pago de la fortaleza de Alamut. Dios nos basta. Es el mejor de los Protectores.» El gobernador estaba inquieto y no creía que la firma de un hombre vestido con un sayal pudiera avalar semejante suma, pero nada más llegar a la ciudad del Darngan pudo cobrar su oro sin ninguna demora.
C uando la noticia de la conquista de Alamut llega a Ispahán, apenas suscita alborotos. La ciudad se interesa mucho más por el conflicto que en ese momento estalla con violencia entre Nizam y el palacio. Terken Jatún no perdona al visir la operación que ha dirigido contra el feudo de su familia e insiste ante Malikxah para que se deshaga sin demora de su demasiado poderoso visir. Nada es más normal, dice, que el sultán, a la muerte de su padre, tuviera un tutor, ya que sólo tenía diecisiete años; hoy tiene treinta y cinco, es todo un hombre y no puede dejar indefinidamente la dirección de los asuntos en las manos de su ata . ¡Ya es hora de que se sepa quién es el verdadero señor del Imperio! El problema de Samarcanda, ¿no ha servido para probar que Nizam intentaba imponer su voluntad, que engañaba a su señor y le trataba como a un menor ante el mundo entero?
Si Malikxah duda aún de dar ese paso, un incidente va a empujarle a ello. Nizam ha nombrado gobernador de la ciudad de Merv a su propio nieto. Adolescente pretencioso, demasiado confiado en la omnipotencia de su abuelo, se ha permitido insultar en público a un anciano emir turco. Este, lloroso, va a quejarse a Malikxah que, fuera de sí, ordena inmediatamente que se escriba a Nizam una carta redactada en los siguientes términos: «Si eres mi adjunto, debes obedecerme y prohibir a tus parientes que ataquen a mis hombres; si te consideras mi igual, mi asociado en el poder, tomaré las decisiones pertinentes.»
Nizam da su respuesta al mensaje entregado por una delegación de altos dignatarios del Imperio: «Decid al sultán, si es que hasta ahora lo ignoraba, que desde luego soy su asociado y que sin mi persona no hubiera podido jamás forjar su poderío. ¿Ha olvidado que fui yo quien, a la muerte de su padre, se hizo cargo de sus asuntos, que fui yo quien alejó a los otros pretendientes y metió en cintura a todos los rebeldes? ¿Que gracias a mí se le obedece y respeta hasta los confines de la tierra? ¡Sí, id a decirle que la suerte de su gorro está unida a la de mi tintero!»
Los emisarios están estupefactos. ¿Cómo un hombre tan prudente como Nizam el-Molk puede dirigir al sultán unas palabras que van a causar su propia desgracia y, sin duda, su muerte? ¡Su arrogancia raya en la locura!
Sólo un hombre, ese día, sabe con precisión lo que explica semejante determinación, y es Jayyám. Desde hacía semanas Nizam se le quejaba de atroces dolores que le mantenían despierto por la noche y por el día le impedían concentrarse en su trabajo. Después de examinarlo minuciosamente, de palparlo e interrogarlo, Omar le diagnosticó un tumor flemonoso que no le permitiría vivir mucho tiempo.
Fue una noche muy penosa aquella en que Jayyám tuvo que declarar a su amigo la verdad sobre su estado.
– ¿Cuánto tiempo me queda de vida?
– Algunos meses.
– ¿Seguiré sufriendo?
– Podría prescribirte opio para aliviar el sufrimiento, pero estarías continuamente aturdido y ya no podrías trabajar.
– ¿No podría escribir?
– Ni mantener una larga conversación.
– Entonces prefiero sufrir.
Entre una réplica y otra se sucedían largos momentos de silencio. Y de sufrimiento dignamente contenido.
– ¿Tienes miedo al más allá, Jayyám?
– ¿Por qué tener miedo? Después de la muerte está la nada o la misericordia.
– ¿Y el mal que he podido hacer?
– Por grandes que hayan sido tus culpas, el perdón de Dios es aún mayor.
Nizam se había mostrado algo más tranquilo.
– También he hecho el bien. Construí mezquitas y escuelas y combatí la herejía.
Como Jayyám no lo contradecía, había proseguido:
– ¿Se acordarán de mí dentro de cien años, de mil años?
– ¿Cómo saberlo?
Nizam, después de mirarlo de hito en hito con desconfianza, había continuado:
– ¿No fuiste tú quién dijo un día: «La vida es como un incendio. Llamas que el que pasa olvida. Cenizas que el viento dispersa. Un hombre ha vivido»? ¿Crees que será ése el destino de Nizam el-Molk?
Jadeaba. Omar seguía callado.
– Tu amigo Hassan Sabbah recorre el país clamando que no soy más que un vil servidor de los turcos. ¿Crees que será eso lo que digan de mí el día de mañana? ¿Que se me considerará la vergüenza de los arios? ¿Olvidarán que fui el único que hizo frente a los sultanes durante treinta anos y que les impuso su voluntad? ¿Qué otra cosa podía hacer yo después de la victoria de sus ejércitos? Pero no dices nada.
Hablaba con aire ausente.
– Setenta y cuatro años, setenta y cuatro años que vuelven a pasar ante mis ojos. Tantas decepciones, tantos pesares, tantas cosas que hubiera querido vivir de otro modo.