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– Los tiempos han cambiado, Hassan. Los turcos poseen la fuerza y los persas han sido vencidos. Unos, como Nizam, buscan un compromiso con los vencedores; otros, como yo, se refugian en los libros.

– Y hay otros, además, que luchan. Hoy no son más que un puñado, mañana serán miles; un ejército numeroso, decidido, invencible. Yo soy el apóstol de la Nueva Predicación, recorreré el país sin descanso, usaré tanto la persuasión como la fuerza y con la ayuda del Altísimo derribaré el poder corrompido. Te lo digo a ti, Omar, que me salvaste un día la vida: el mundo asistirá pronto a unos acontecimientos cuyo sentido poca gente comprenderá. Tú comprenderás, sabrás lo que está pasando, sabrás quién sacude esta tierra y cómo va a terminar esa vorágine.

– No quiero poner en duda tus convicciones ni tu entusiasmo, pero recuerdo haberte visto, en la corte de Malikxah, disputar a Nizam el-Molk los favores del sultán turco.

– Desengáñate, no soy el innoble personaje que sugieres.

– Yo no sugiero nada, únicamente señalo algunas disonancias.

– Sólo se deben a tu desconocimiento de mi pasado. No puedo reprocharte que juzgues por las apariencias de las cosas, pero me mirarás de otro modo cuando te haya contado mi verdadera historia. Vengo de una familia chii tradicional. Siempre me enseñaron que los ismaelíes no eran más que herejes. Hasta el momento en que conocí a un misionero que después de discutir durante mucho tiempo conmigo hizo vacilar mi fe. Cuando, por miedo a rendirme, decidí no volver a dirigirle la palabra, caí enfermo, tan gravemente que creí que había llegado mi última hora. Vi en ello un signo, un signo del Altísimo, e hice la promesa, si sobrevivía, de convertirme a la fe de los ismaelíes. Me restablecí de la noche a la mañana. En mi familia nadie podía creer en una curación tan súbita. Por supuesto, cumplí mi palabra, presté juramento y al cabo de dos años se me confió una misión: acudir junto a Nizam el-Molk, insinuarme en su divan con el fin de proteger a nuestros hermanos ismaelíes en dificultades. Me marché, pues, de Rayy hacia Ispahán y en el camino me detuve en un caravasar de Qaxan. Una vez solo en mi pequeña habitación, me estaba preguntando de qué forma podría introducirme en el círculo del visir, cuando se abrió la puerta. ¿Quién entró? Jayyám, el gran Jayyám que el cielo me había enviado a ese lugar para facilitar mi misión.

Omar está estupefacto.

– ¡Y pensar que Nizam el-Molk me preguntó si eras ismaelí y yo le respondí que no lo creía!

– No mentiste, tú no lo sabías. Ahora lo sabes.

Se interrumpe.

– ¿No me habías ofrecido algo de comer?

Omar abre la puerta, llama a la sirvienta y le pide que traiga algunos platos. Y luego reanuda su interrogatorio:

– ¿Y hace siete años que estás vagando así, vestido de sufí?

– He vagado mucho. Cuando abandoné Ispahán fui perseguido por los agentes de Nizam, que querían matarme. Pude despistarlos en Qom donde unos amigos me ocultaron. Y luego reanudé el camino hasta Rayy, donde conocí a un ismaelí que me recomendó que fuera a Egipto, que acudiera a la escuela de los misioneros que él mismo había frecuentado. Di un rodeo por Azerbeiyán antes de volver a bajar a Damasco. Tenía intención de tomar la ruta del interior hacia El Cairo. Los turcos y los magrebíes luchaban alrededor de Jerusalén y tuve que volver sobre mis pasos y tomar la ruta de la costa por Beirut, Saida, Tiro y Acra, donde encontré sitio en un barco. A mi llegada a Alejandría, fui recibido como un emir de alto rango; un comité de acogida me esperaba presidido por Abu-Daud, jefe supremo de los misioneros.

La sirvienta acaba de entrar y deposita sobre la alfombra algunas escudillas. Hassan empieza una oración que interrumpe cuando ella se marcha.

– En El Cairo pasé dos años. En la escuela de misioneros éramos varias decenas, pero sólo un puñado de entre nosotros estaba destinado a actuar fuera del territorio fatimí.

Evita dar demasiados detalles. Sin embargo, se sabe por diversas fuentes que las clases se impartían en dos lugares diferentes: los ulemas explicaban los principios de la fe en la medersa de Al-Azhar y los medios para propagarlos se enseñaban en el recinto del palacio califal. Era el propio jefe de los misioneros, alto personaje de la corte fatimí, quien explicaba a los estudiantes los métodos de persuasión, el arte de desarrollar un argumento, de hablar a la razón tanto como al corazón. Y era igualmente él quien les hacía memorizar el código secreto que debían en sus comunicaciones. Al final de cada sesión, los estudiantes iban uno a uno a arrodillarse ante el jefe de los misioneros, que les pasaba por encima de la cabeza un documento que llevaba la firma del imán. Después de esto, tenía lugar otra sesión, más corta, destinada a las mujeres.

– En Egipto recibí toda la enseñanza que necesitaba.

– ¿No me dijiste un día que a los diecisiete años ya lo sabías todo? -se burla Jayyám.

– Hasta los diecisiete años acumulé conocimientos, luego aprendí a creer. En El Cairo aprendí a convertir.

– ¿Y qué les dices a aquellos que intentas convertir?

– Les digo que la fe no es nada sin un maestro para enseñarla. Cuando proclamamos: «No hay más dios que Dios», añadimos inmediatamente «Y Mahoma es su Mensajero». ¿Por qué? Porque no tendría ningún sentido afirmar que hay un solo Dios si no citamos la fuente, es decir, el nombre de aquel que nos ha enseñado esa verdad. Pero ese hombre, ese Mensajero, ese Profeta, ha muerto hace tiempo. ¿Cómo podemos saber que existió y que habló como nos lo han contado? Yo que, como tú, he leído a Plat6n y a Aristóteles, necesito pruebas.

– ¿Qué pruebas? ¿Hay realmente pruebas en esas materias?

– Para vosotros los sunníes no hay, efectivamente, ninguna prueba. Pensáis que Mahoma murió sin designar un heredero, que dejó abandonados a los musulmanes y que entonces se dejaron gobernar por el más fuerte o el más astuto. Eso es absurdo. Nosotros pensamos que el Mensajero de Dios nombró un sucesor, un depositario de sus secretos: el imán Alí, su yerno, su primo, casi su hermano. A su vez, Alí designó un sucesor. Así se ha perpetuado el linaje de los imanes legítimos y por medio de ellos se ha transmitido la prueba del mensaje de Mahoma y de la existencia del Dios único.

– Por todo lo que dices no veo en qué difieres de los otros chiíes.

– Entre mi fe y la de mis padres la diferencia es grande. Ellos me enseñaron que debíamos sufrir con paciencia el poder de nuestros enemigos esperando el regreso del imán oculto, que establecerá sobre la tierra el reino de la justicia y recompensará a los verdaderos creyentes. Mi propia convicción es que hay que actuar desde ahora mismo, preparar por todos los medios el advenimiento de nuestro imán en esta región. Yo soy el Precursor, aquel que allana la tierra con el fin de que esté preparada para recibir al imán del Tiempo. ¿Ignoras que el Profeta habló de mí?

– ¿De ti, Hassan hijo de Alí Sabbah, nativo de Qom?

– ¿Acaso no dijo: «Un hombre vendrá de Qom; exigirá a las gentes que sigan el camino recto y los hombres se reunirán en torno suyo como puntas de lanzas, el viento de las tempestades no los dispersará, no se cansarán de luchar, no flaquearán y en Dios se apoyarán?»

– No conozco esa cita. Sin embargo, he leído los libros de las tradiciones certificadas.

– Tú has leído los libros que tú quieres; los chiíes tienen otros libros.

– ¿Y se trata de ti?

– Pronto no lo dudarás más.

XVI

E l hombre de los ojos desorbitados ha reanudado su vida errante. Infatigable misionero, recorre el Oriente musulmán: Balj, Merv, Kaxgar, Samarcanda. Por todas partes predica, argumenta, convierte, organiza. No abandona una ciudad o un pueblo sin haber designado un representante que deja rodeado de un círculo de adeptos, chiíes cansados de esperar y de padecer, sunníes, persas o árabes hartos de la dominación de los turcos, jóvenes con deseos de rebelión, creyentes a la búsqueda de rigor. El ejército de Hassan aumenta cada día. Se les llama «batinis», la gente del secreto. Se les trata de herejes, de ateos. Los ulemas lanzan anatema tras anatema: «¡Ay del que se alíe con ellos, ay del que se siente a su mesa, ay del que se una a ellos por el matrimonio! Derramar su sangre es tan legítimo como regar el jardín.»

El tono sube, la violencia no permanece encerrada en la palabra durante mucho tiempo. En la ciudad de Savah el predicador de una mezquita denuncia a algunas personas que a las horas de la oración se reúnen apartadas de los otros musulmanes. Invita a la policía a actuar con rigor. Dieciocho herejes son detenidos. Algunos días más tarde el denunciante aparece apuñalado. Nizam el-Molk ordena un castigo ejemplar: un carpintero ismaelí es acusado del crimen, torturado y crucificado, y su cuerpo arrastrado por todas las callejuelas del bazar.

«Ese predicador fue la primera víctima de los ismaelíes, ese carpintero fue su primer mártir», estima un cronista, para añadir que obtuvieron su primer gran éxito cerca de la ciudad de Kain, al sur de Nisapur. Una caravana de la que formaban parte más de seiscientos mercaderes y peregrinos, así como un importante cargamento de antimonio, llegaba de Kirman. A media jornada de Kain, unos hombres armados y enmascarados les cerraron el camino. El anciano de la caravana pensó que se trataba de bandoleros y quiso negociar un rescate como solía hacerlo. Pero no se trataba de eso. Los viajeros fueron conducidos hacia un pueblo fortificado donde se les retuvo durante varios días, sermoneándoles e invitándoles a convertirse. Algunos aceptaron, a otros se les puso en libertad y finalmente exterminaron a la mayoría de ellos.

Sin embargo, ese secuestro de la caravana pronto parecería una peripecia de poca importancia en la gigantesca aunque solapada prueba de fuerza que se está desarrollando. Las matanzas y los contragolpes se suceden. No se salva ninguna ciudad, ninguna provincia, ninguna ruta; la «paz selyuquí» comienza a desmoronarse.

Es entonces cuando estalla la memorable crisis de Samarcanda. «El cadí Abu Taher está en el origen de los acontecimientos», afirma perentoriamente un cronista. No, las cosas no son tan sencillas.

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