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La primera parte de la fiesta es muy oficial, muy, comedida. Nizam se sienta a la derecha de Malikxah. Sabios y eruditos los rodean, se entablan discusiones sobre los temas más variados, desde comparar los méritos de las espadas indias o yemeníes hasta diversas lecturas de Aristóteles. El sultán se apasiona un momento por ese género de debates, luego se distrae, su mirada ya no se fija. El visir comprende que es hora de marcharse y los dignos invitados lo siguen. Al instante los músicos y bailarines los reemplazan, los cántaros de vino se balancean y la borrachera, tranquila o enloquecida, según el humor del príncipe, se prolonga hasta la mañana. Entre dos acordes de rabel o de laúd, o al son del pandero, los cantores improvisan sobre su tema favorito: Nizam el-Molk. Incapaz de prescindir de su poderoso visir, el sultán se venga con la risa. Basta ver con qué frenesí aplaude, para adivinar que un día llegará a pegar a su «padre».

Hassan sabe alimentar en el soberano cualquier signo de resentimiento contra su visir. ¿De qué se vanagloria? ¿De su prudencia, de su sabiduría? Hassan, hábilmente, hace alarde tanto de una como de otra. ¿De su capacidad para defender el trono y el Imperio? Hassan ha dado pruebas en poco tiempo de una competencia equivalente. ¿De su fidelidad? ¿Hay algo más sencillo que fingir lealtad? Nunca parece tan verdadera como en las bocas mentirosas.

Más que nada, Hassan sabe cultivar en Malikxali su proverbial avaricia. Le habla constantemente de los gastos del visir, le señala sus nuevos vestidos y los de sus parientes. Nizam ama el poder y la pompa; Hassan sólo ama el poder. En eso sabe ser un asceta de la dominación.

Cuando siente a Malikxah totalmente entregado, preparado para dar la estocada a su eminencia gris, Hassan crea el incidente. La escena tiene lugar en la sala del trono, un sábado. El sultán se ha despertado a mediodía con un molesto dolor de cabeza. Está de un humor insoportable y el hecho de enterarse de que se han distribuido sesenta mil dinares de oro entre los soldados de la guardia armenia del visir le exaspera. Nadie duda de que la información ha llegado por el conducto de Hassan y su organización. Nizam explica pacientemente que para prevenir cualquier veleidad de rebeldía hay que alimentar a las tropas, incluso engordarlas, que para dominar cualquier sublevación se verían obligados a gastar diez veces más. Pero a fuerza de tirar el oro a espuertas, replica Malikxah, terminaremos por no poder pagar la soldada y entonces empezarán las verdaderas rebeliones. Un buen gobierno ¿no debe guardar su oro para los momentos difíciles?

Uno de los doce hijos de Nizam, que asiste a la escena, cree oportuno intervenir:

– En los primeros tiempos del Islam, cuando acusaban al califa Omar de gastar todo el oro acumulado durante las conquistas, éste preguntó a sus detractores: «Ese oro ¿no es la bondad del Altísimo la que nos lo ha prodigado? Si pensáis que Dios es incapaz de prodigar más, no gastéis nada. En cuanto a mí, tengo fe en la infinita generosidad del Creador y no conservaré en mi cofre ni una sola moneda que pueda gastar para el bien de los musulmanes.»

Pero Malikxah no tiene intención de seguir ese ejemplo; abriga una idea de la que Hassan le ha convencido y ordena:

– Exijo que se me presente una relación detallada de todo lo que entra en mi tesoro y de la manera precisa de cómo se gasta. ¿Cuándo podré tenerla?

Nizam parece agobiado.

– Puedo proporcionar esa relación, pero necesitaré tiempo.

– ¿Cuánto tiempo, jawaye ?

No ha dicho ata , sino jawayé , apelativo muy respetuoso tan distante en ese contexto que se parece mucho a la desaprobación, preludio de la desgracia.

Desamparado, Nizam explica:

– Hay que enviar un emisario a cada provincia, efectuar largos cálculos. Por la gracia de Dios el Imperio es inmenso y será difícil acabar ese informe en menos de dos años.

Pero Hassan se acerca con aire solemne.

– Yo prometo a nuestro señor que si me proporciona los medios, si ordena que todos los papeles del divan me sean entregados, le presentaré un informe completo de aquí a cuarenta días.

El visir quiere responder, pero ya Malikxah se levanta. Se dirige a grandes zancadas hacia la salida y lanza:

– Muy bien, Hassan se instalará en el divan . Todo el secretariado estará a sus órdenes y nadie entrará sin mi autorización. Y dentro de cuarenta días decidiré.

XIV

I nmediatamente, todo el Imperio se sobresalta, la administración se paraliza, se informa de movimientos de tropas, se habla de guerra civil. Nizam, dicen, ha distribuido armas por ciertos barrios de Ispahán. En el bazar, se esconde la mercancía. Los portones de los principales zocos, principalmente los de los joyeros, se cierran al comienzo de la tarde. En los alrededores del divan la tensión es extrema. El gran visir ha tenido que dejar sus despachos a Hassan, pero su residencia linda con ellos, sólo un jardincillo la separa de lo que se ha convertido en el cuartel general de su rival. Ahora bien, ese jardín se ha transformado en un verdadero acantonamiento donde la guardia personal de Nizam patrulla con nerviosismo, armada hasta los dientes.

Ningún hombre se siente tan contrariado como Omar. Desearía intervenir para calmar los ánimos, encontrar un arreglo entre los dos adversarios. Pero aunque Nizam lo sigue recibiendo, no pierde ni una ocasión de reprocharle «el regalo envenenado» que le hizo. En cuanto a Hassan, vive constantemente encerrado con sus papeles, ocupado en preparar el informe que debe presentar al sultán. Sólo por la noche consiente en tenderse sobre la gran alfombra del divan , rodeado por un puñado de fieles.

Sin embargo, tres días antes de la fecha fatídica, Jayyám quiere intentar una última mediación. Acude ante Hassan e insiste en verle, pero le piden que vuelva una hora más tarde, ya que el sahibjabar está en una reunión con sus tesoreros. Omar decide, pues, dar un pequeño paseo. Acaba de cruzar el pórtico cuando un eunuco del sultán vestido totalmente de rojo se dirige a él:

– ¡Si jawayé Omar se digna seguirme, le esperan!

Después de que el hombre le condujera a través de un laberinto de túneles y escaleras, Jayyám llega a un jardín cuya existencia no sospechaba, donde se pavonean en libertad los pavos reales, los albaricoques florecen y corre una fuente cantarina. Detrás de la fuente hay una puerta baja con incrustaciones de nácar que el eunuco abre invitando a Omar a entrar.

Es una gran habitación con las paredes tapizadas de brocado, en cuyo extremo hay una especie de nicho abovedado protegido por una colgadura que se mueve indicando una presencia. En cuanto Jayyám entra, la puerta se cierra con un ruido amortiguado. Un minuto de espera aún, de perplejidad, y luego se oye una voz de mujer. Omar no la reconoce, aunque cree identificar algún dialecto turco. Pero la voz es baja, la elocución impetuosa, sólo algunas palabras emergen como las rocas de un torrente. El sentido del discurso se le escapa; desearía interrumpirlo, pedirle que hable en persa, en árabe, o si no más despacio, pero no resulta fácil dirigirse a una mujer a través de una colgadura y se resigna a esperar a que acabe. Súbitamente otra voz sucede a la anterior.

– Mi señora Terken Jatún, esposa del sultán, te agradece que hayas venido a esta cita.

Esta vez la lengua es persa y Jayyám reconocería la voz en un bazar a la hora del juicio. Va a gritar, pero su grito se convierte súbitamente en un murmullo alegre y lastimero:

– ¡Yahán! Ésta separa el borde de la colgadura, se levanta el velo y sonríe, pero con un gesto le impide acercarse.

– La sultana -dice-, está preocupada por la lucha que se ha entablado en el seno del divan . El malestar se propaga y se derramará sangre. El sultán mismo está muy afectado, se ha vuelto irritable, sus gritos de cólera resuenan en el harén. Esta situación no puede prolongarse. La sultana sabe que estás haciendo lo imposible por reconciliar a los dos protagonistas, desea que lo consigas, pero eso le parece lejano.

Jayyám asiente con un movimiento de cabeza resignado. Yahán prosigue:

– Terken Jatún estima que, al punto al que han llegado las cosas, sería preferible alejar a los dos adversarios y confiar el visirato a un hombre de bien, capaz de calmar los ánimos. A su esposo nuestro señor no le convienen, según ella, esos intrigantes que le rodean; sólo necesita un hombre prudente, desprovisto de bajas ambiciones, un hombre de buen juicio y excelente consejo. El sultán te tiene en alta estima y ella querría sugerirle que te nombre gran visir. Tu nombramiento aliviaría a toda la corte. Sin embargo, antes de exponer semejante sugestión quiere asegurarse de tu aprobación.

Omar tarda en comprender lo que se le pide, pero luego exclama:

– ¡Por Dios, Yahán! ¿Buscas mi perdición? ¿Me ves mandando los ejércitos del Imperio, decapitando a un emir, reprimiendo una rebelión de esclavos? ¡Déjame con mis estrellas!

– Escucha, Omar. Sé que no deseas dirigir los asuntos, tu cometido será, simplemente, estar ahí. ¡Otros tomarán las decisiones y las ejecutarán!

– Dicho de otro modo, tú serás el verdadero visir y tu señora el verdadero sultán. Es eso lo que buscas, ¿no?

– ¿Y en qué te molestaría? Tendrías los honores sin tener las preocupaciones. ¿Qué mejor cosa podrías desear?

Terken Jatún interviene para matizar las palabras. Yahán traduce:

– Mi señora dice: el hecho de que hombres como tú se aparten de la política es la causa de que estemos tan mal gobernados. Ella estima que tú tienes todas las cualidades necesarias para ser un excelente visir.

– Dile que las cualidades que se necesitan para gobernar no son las que se necesitan para acceder al poder. Para dirigir bien los asuntos hay que olvidarse de uno mismo, no interesarse más que por los demás, sobre todo por los más desgraciados; para llegar al poder hay que ser el más ambicioso de los hombres, no pensar más que en uno mismo, estar dispuesto a aplastar a los amigos más íntimos, ¡y yo no aplastaré a nadie!

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