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Digo «esta ciudad», pero no se trata, propiamente hablando, de una ciudad. Por otra parte, se cuenta aún la historia de un joven viajero de Rayy tan ansioso por ver las maravillas de Ispahán que el último día se separó de su caravana para galopar solo a rienda suelta. Al cabo de algunas horas se encontró al borde del Zayandé Rud, «el río que da la vida», siguió su curso y se encontró ante una muralla de tierra. El poblado le pareció de respetable tamaño, pero mucho más pequeño que su propia ciudad de Rayy. Al llegar a la puerta preguntó a unos guardias.

– Esto es la ciudad de Yay -le respondieron.

Ni siquiera se dignó entrar, la rodeó y prosiguió su ruta hacia el oeste. Su cabalgadura estaba agotada, pero él seguía fustigándola. Pronto se encontró jadeante a las puertas de otra ciudad, más imponente que la primera pero apenas más extensa que Rayy, e interrogó a un anciano que pasaba.

– Esto es Yahudiyé, la Ciudad judía.

– ¿Tantos judíos hay en este país?

– Hay algunos, pero la mayoría de los habitantes son musulmanes como tú y como yo. La llaman Yahudiyé porque dicen que el rey Nabucodonosor instaló aquí a los judíos que había deportado de Jerusalén; otros pretenden que la esposa judía de un sha de Persia había hecho venir a este lugar, antes de la época, a gente de su comunidad. ¡Sólo Dios sabe la verdad!

Nuestro joven viajero dio la vuelta, pues, resignado a proseguir su camino aunque su caballo se desplomara bajo sus piernas, cuando el anciano lo llamó:

– ¿A dónde piensas ir ahora, hijo?

– A Ispahán.

El anciano se echó a reír.

– ¿No te han dicho nunca que Ispahán no existe?

– ¿Córno? ¿No es la más grande, la más hermosa de las ciudades de Persia? ¿No era ya en tiempos remotos la altiva capital de Artabán, rey de los partos? ¿No han alabado sus maravillas en los libros?

– No sé lo que dicen los libros, pero yo nací aquí hace setenta años y sólo los extranjeros me hablan de la ciudad de Ispahán. Yo nunca la he visto.

No exageraba. El nombre de Ispahán designó durante largo tiempo, no a una ciudad, sino a un oasis donde se elevaban dos ciudades muy distintas, separadas una de otra por una hora de camino, Yay y Yahudiyé. Habría que esperar al siglo XVI para que esas ciudades y los pueblos de alrededor se fundieran en una verdadera ciudad. En tiempos de Jayyám no existía aún, pero se había construido una muralla de tres parasangas de largo, o sea, una docena de millas, destinada a proteger el conjunto del oasis.

Omar y Hassan han llegado por la noche, tarde. Han encontrado alojamiento en Yay, en un caravasar cercano a la puerta de Tirah. Allí se tienden y, sin tiempo para intercambiar ni una sola palabra, comienzan a roncar al unísono.

Al día siguiente Jayyám acude a visitar al gran visir. En la Plaza de los Cambistas, viajeros y mercaderes de todos los orígenes, andaluces, griegos o chinos se afanan en torno a los expertos en monedas que, dignamente provistos de su balanza reglamentaria, raspan un dinar de Kirman, de Nisapur o de Sevilla, olisquean un tanka de Delhi, sopesan un dirham de Bujara o tuercen el gesto ante un pobre nomisma de Constantinopla recientemente devaluado.

El pórtico del divan , sede del gobierno y residencia oficial de Nizam el-Molk, no está lejos. Los pifanos de la nawba están encargados de tocar sus trompetas tres veces al día en honor del gran visir. A pesar de esos signos de pompa, todo el mundo puede entrar y hasta las más humildes viudas están autorizadas a aventurarse en el divan, la enorme sala de audiencia, para acercarse al hombre fuerte del Imperio y exponerle lágrimas y quejas. Es ahí solamente donde guardias y chambelanes rodean a Nizam, interrogan a los visitantes y alejan a los importunos.

Omar se detiene en el marco de la puerta. Escruta el recinto, sus paredes desnudas, su alfombra de triple espesor. Con un gesto vacilante saluda a la asistencia, una multitud abigarrada pero en actitud recogida, que rodea al visir, quien en este momento conversa con un oficial turco. Con el rabillo del ojo Nizam descubre al recién llegado; le saluda amistosamente y le indica que se siente. Cinco minutos más tarde se acerca a él, lo besa en las dos mejillas y luego en la frente.

– Te esperaba, sabía que llegarías a tiempo, tengo muchas cosas que decirte.

Entonces lo lleva de la mano a una pequeña habitación contigua donde podrán aislarse. Se sientan uno al lado del otro sobre un enorme almohadón de piel.

– Algunas de mis palabras te van a sorprender, pero espero que después de todo no lamentes haber respondido a mí invitación.

– ¿Alguien ha lamentado jamás el haber cruzado la puerta de Nizam el-Molk?

– Ha sucedido -murmura el visir con una feroz sonrisa-. He elevado a hombres hasta las nubes y he hundido a otros. Cada día dispenso la vida y la muerte; Dios me juzgará según mis intenciones, es Él la fuente de todo poder. Él ha confiado la autoridad suprema al califa árabe, quien la ha cedido al sultán turco, que la ha colocado entre las manos del visir persa, tu servidor. De los otros exijo que respeten esta autoridad; a ti, jawayé Omar, te pido que respetes mi sueño. Sí, sobre esta inmensa comarca que me ha tocado en suerte, sueño con construir el Estado más poderoso, el más próspero, el más estable, el más civilizado del universo. Sueño con un Imperio donde cada provincia, cada ciudad sea administrada por un hombre justo temeroso de Dios, atento a las quejas del más débil de sus súbditos. Sueño con un Estado donde el lobo y el cordero beban juntos, con toda tranquilidad, el agua del mismo arroyo. Pero no me contento con sonar, construyo. Paséate mañana por los barrios de Ispahán, verás a regimientos de trabajadores que cavan y edifican, artesanos que se afanan. Por todas partes surgen hospicios, mezquitas, caravasares, ciudadelas, palacios del gobierno. Pronto cada ciudad importante tendrá una gran escuela que llevará mi nombre: «Medersa Nizamiyya.» La de Bagdad funciona ya; dibujé con mi propia mano el plano del lugar, establecí el programa de estudios, escogí los mejores maestros y concedí una beca a cada estudiante. Este Imperio, como puede ver, es una inmensa obra; se eleva, se desarrolla, prospera, es una época bendita la que el cielo nos concede vivir.

Entra un sirviente de cabellos claros. Se inclina sosteniendo sobre una bandeja de plata cincelada dos copas de jarabe de rosas helado. Omar toma una que despide vaho fresco; moja sus labios decidido a saborearla despacio. Nizam se toma la suya de un trago antes de proseguir:

– ¡Tu presencia en este lugar me agrada y me honra!

Jayyám quiere responder a este asalto de amabilidad. Nizam se lo impide con un gesto:

– No creas que intento halagarte. Soy lo bastante poderoso como para tener que ensalzar solamente al Creador. Pero ya ves, jawayé Omar, por muy extenso que sea un imperio, por muy poblado, por muy opulento que sea, siempre hay penuria de hombres. En apariencia ¡cuántas criaturas, cuántas plazas hormigueantes, cuántas densas multitudes! Y sin embargo, a veces, cuando contemplo mi ejército desplegado, una mezquita a la hora de la oración, un bazar o incluso mi divan , me pregunto: si yo exigiera de estos hombres prudencia, sabiduría, lealtad, integridad, ¿no vería por cada cualidad que enumero dispersarse la masa y luego disolverse y desaparecer? Me siento solo, jawayé Omar, desesperadamente solo. Mi divan está desierto, mi palacio también. Esta ciudad y este Imperio están desiertos. Tengo siempre la impresión de tener que aplaudir con una mano en la espalda. No me contentaría con hacer venir a hombres como tú desde Samarcanda; estaría dispuesto a ir yo mismo a pie hasta Samarcanda para traerlos.

Omar murmura un «¡No lo quiera Dios!» confuso, pero el visir no se detiene.

– Estos son mis sueños y mis preocupaciones. Podría hablarte de ellos durante días y noches, pero quisiera oírte. Tengo prisa por saber si este sueño te conmueve de alguna manera, si estás dispuesto a ocupar a mi lado el sitio que te corresponde.

– ¡Tus proyectos me exaltan y tu confianza me honra!

– ¿Qué exiges por colaborar conmigo? Dilo sin disimulos, como yo mismo te he hablado. Todo lo que desees lo obtendrás. No te muestres timorato, ¡no dejes pasar mi momento de loca prodigalidad!

Se ríe. Jayyám, consigue esbozar una pálida sonrisa en medio de su gran confusión.

– No deseo otra cosa que continuar mis modestos trabajos sin pasar necesidades. Tener lo suficiente para beber, comer, alojarme y vestirme. Mi codicia no va más allá.

– Para vivir te ofrezco una de las más hermosas casas de Ispahán. Yo mismo residí allí durante la construcción de este palacio. Será tuya con sus jardines, huertos, tapices, sirvientes y sirvientas. Para tus gastos te asigno una pensión de diez mil dinares sultaníes; mientras yo viva se te abonará al comienzo de cada año. ¿Es suficiente?

– Es más de lo que necesito, no sabría qué hacer con semejante suma.

Jayyám es sincero, pero Nizam se muestra irritado.

– ¡Cuando hayas comprado todos los libros, llenado todas las jarras de vino y cubierto de joyas a todas tus amantes, distribuirás limosnas entre los menesterosos, financiarás la caravana de La Meca y construirás una mezquita con tu nombre!

Al comprender que su indiferencia y la modestia de sus exigencias han disgustado a su anfitrión, Omar se envalentona:

– Siempre he querido construir un observatorio con un gran sextante de piedra, un astrolabio y diversos instrumentos. Desearía medir la duración exacta del año solar.

– ¡Concedido! Desde la semana próxima asignaré fondos a ese fin, elegirás el emplazamiento y tu observatorio se alzará dentro de pocos meses. Pero dime ¿no hay nada más que pudiera agradarte?

– Por Dios que ya no quiero nada más; tu generosidad me colma y me abruma.

– Entonces, quizá pueda yo a mi vez formular una petición.

– ¡Después de lo que acabas de concederme, me sentiré feliz de demostrarte una ínfima parte de mi inmensa gratitud!

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