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Por lo tanto, el Príncipe de los Creyentes se resignó a decir «sí» con la muerte en el alma. En cuanto recibió la respuesta, Togrul emprendió el camino a Bagdad y antes incluso de llegar a la ciudad envió a su visir como explorador, impaciente por saber qué disposiciones se habían previsto ya para la boda.

Al llegar al palacio califal el emisario tuvo que oír, en términos muy detallados, que el contrato de matrimonio podía firmarse, pero que la reunión de los dos esposos estaba fuera de toda discusión «visto que lo importante es el honor de la alianza y no el encuentro».

El visir estaba exasperado, pero se dominó:

– Como conozco a Togrul Beg -explicó-, puedo aseguraros, sin ningún riesgo de equivocarme, que la importancia que concede al encuentro no es en modo alguno secundaria.

De hecho, para insistir en la vehemencia de su deseo, el sultán no dudó en poner sus tropas en estado de alerta, en dividir y controlar Bagdad y en cercar el palacio del califa; este último hubo de rendirse y el «encuentro» tuvo lugar. La princesa se sentó sobre un lecho tapizado de oro, Togrul Beg entró en la habitación, besó el suelo ante ella «y luego la honró», confirman los cronistas, «sin que ella apartara el velo de su rostro, sin que le dijera nada, sin ocuparse de su presencia». Desde entonces él venía a verla todos los días con ricos presentes y todos los días la honraba, pero ella no le dejó ver su rostro ni una sola vez. A la salida, después de cada «encuentro», le esperaban numerosas personas, porque estaba de tan buen humor que concedía todas las peticiones y ofrecía innumerables regalos.

De este matrimonio entre la decadencia y la arrogancia no nació ningún hijo. Togrul murió seis meses después. Notoriamente estéril, había repudiado a sus dos primeras esposas acusándolas del mal que le aquejaba a él. Sin embargo, a lo largo de tantas mujeres, esposas o esclavas, tenía que haberse rendido ante la evidencia: si culpa había, era él el culpable. Había consultado a astrólogos y a curanderos chamanes que le prescribieron que en cada luna llena se tragara el prepucio de un niño recién circunciso. Sin resultado. No tuvo más remedio que resignarse, pero para evitar que esa dolencia redujera su prestigio ante los suyos se había forjado una sólida reputación de amante insaciable, arrastrando tras él para el más corto de los desplazamientos un harén exageradamente abastecido. Sus hazañas eran un tema obligado entre sus allegados y no era raro que sus oficiales, e incluso los visitantes extranjeros, le preguntaran por sus proezas, alabaran su energía nocturna y le pidieran recetas y elixires.

Sayyeda se quedó, pues, viuda. Vacío estaba su lecho de oro, pero no se le ocurrió quejarse por ello. Más grave parecía el vacío de poder; el Imperio acababa de nacer y aunque llevara el nombre del oscuro antepasado Selyuq, su verdadero fundador era Togrul. Su desaparición sin hijos ¿no hundiría en la anarquía al Oriente musulmán? Los hermanos, sobrinos y primos eran una legión. Los turcos no tenían en cuenta el derecho de primogenitura ni la regla de sucesión.

Muy pronto, sin embargo, un hombre consiguió imponerse: Alp Arslan, hijo de Xagri. En algunos meses consiguió tener ascendiente sobre los miembros del clan, exterminando a unos, comprando el vasallaje de otros. Pronto aparecería a los ojos de sus súbditos como un gran soberano, firme y justo. Pero un rumor alimentado por sus rivales iba a perseguirle: mientras que se atribuía al estéril Togrul una desbordante virilidad, Alp Arslan, padre de nueve hijos, tenía, azar de las costumbres y de los rumores, la imagen de un hombre a quien el sexo opuesto atraía poco. Sus enemigos le apodaban «el afeminado» y sus cortesanos evitaban que sus conversaciones se desviaran hacia un tema tan embarazoso. Y fue esa reputación, merecida o no, la que iba a causar su perdición, interrumpiendo prematuramente una carrera que se anunciaba fulgurante.

Eso, Yahán y Omar no lo saben aún. En el momento en que conversan en el pabellón del jardín de Abu Taher, Alp Arslan, a los treinta y ocho años, es el hombre más poderoso de la tierra. Su Imperio se extiende desde Kabul hasta el Mediterráneo, no comparte con nadie su poder, su ejército le es fiel y tiene por visir al hombre de Estado más hábil de su tiempo, Nizam el-Molk. Sobre todo, Alp Arslan acaba de lograr, en el pequeño pueblo de Malazgerd, en Anatolia, una clamorosa victoria sobre el Imperio Bizantino, cuyo ejército fue diezmado a la vez que era capturado el emperador. En todas las mezquitas los predicadores alaban sus hazañas y cuentan cómo, a la hora de la batalla, se revistió con su sudario blanco y se perfumó con las plantas aromáticas de los embalsamadores, cómo trenzó con su propia mano la cola de su caballo, cómo pudo sorprender en las inmediaciones de su campo a los exploradores rusos enviados por los bizantinos, cómo ordenó que les cortaran la nariz, pero también cómo devolvió la libertad al emperador prisionero.

Un gran momento para el Islam, sin duda, pero un motivo de grave preocupación para Samarcanda. Alp Arslan la ha ambicionado siempre e incluso en el pasado intentó apoderarse de ella. Únicamente su conflicto con los bizantinos le obligó a pactar una tregua, sellada por alianzas matrimoniales entre las dos dinastías: Malikxah, el hijo primogénito del sultán, obtuvo la mano de Terken Jatun, la hermana de Nasr, y el kan mismo se casó con la hija de Alp Arslan.

Pero nadie se engaña con esos arreglos. Desde que se enteró de la victoria de su suegro sobre los cristianos, el señor de Samarcanda teme lo peor para su ciudad. No se equivoca; los acontecimientos se precipitan.

Doscientos mil jinetes selyuquíes se disponen a cruzar «el río», aquel que en ese momento llaman el Yayhún, que los antiguos llamaban el Oxus y que se convertiría en el Amu-Daria. Se necesitarán veinte días para que el último soldado lo cruce por el bamboleante puente de barcas amarradas.

En Samarcanda, la sala del trono está casi siempre llena, aunque silenciosa como la casa de un difunto. El mismo kan parece apaciguado por la adversidad; ni cólera ni gritos, y eso a los cortesanos les abruma. Su soberbia les daba seguridad, aunque fueran sus víctimas. Su calma les preocupa, lo sienten resignado, lo juzgan vencido y piensan en su salvación. ¿Huir?, ¿traicionar ya?, ¿esperar aún?, ¿rezar?

Dos veces al día el kan se levanta, seguido en cortejo por sus allegados, e inspecciona un lienzo de muralla, aclamado por los soldados y el populacho. Durante una de esas rondas, unos jóvenes ciudadanos tratan de acercarse al monarca. Mantenidos a distancia por los guardias, gritan que están dispuestos a luchar junto a los soldados, a morir por defender la ciudad, al kan y la dinastía. En vez de alegrarse por su iniciativa, el soberano se irrita, interrumpe su visita y vuelve sobre sus pasos, ordenando a los soldados que los dispersen sin consideraciones.

De regreso al palacio, sermonea a sus oficiales:

– Cuando mi abuelo, Dios guarde en nosotros el recuerdo de su sabiduría, quiso apoderarse de la ciudad de Balj, los habitantes tomaron las armas en ausencia de su soberano y mataron a un gran número de nuestros soldados, obligando a nuestro ejército a retirarse. Mi abuelo escribió entonces una carta de reproche a Mahmud, el señor de Balj: «Estoy de acuerdo con que nuestras tropas se enfrenten, que Dios dé la victoria a quien Él quiera, pero ¿adónde iremos si el vulgo comienza a mezclarse en nuestras disputas?» Mahmud le dio la razón, castigó a sus súbditos, les prohibió llevar armas y les obligó a pagar en oro la destrucción causada por el combate. Lo que es válido para los habitantes de Balj lo es aún más para los de Samarcanda, de naturaleza indómita, y prefiero ir solo, sin armas, ante Alp Arslan, antes que deber mi salvación a los ciudadanos.

Los oficiales son de su misma opinión, prometen reprimir todo celo popular, renuevan su juramento de fidelidad y afirman que lucharán como fieras heridas. No son sólo palabras. Las tropas de Transoxiana no son menos valerosas que las de los selyuquíes. Alp Arslan sólo tiene la ventaja del número y de la edad. No la suya, se entiende, sino la de su dinastía. Pertenece a la segunda generación, animada aún por la ambición fundadora. Nasr es el quinto de su linaje, mucho más interesado por gozar de lo obtenido que por ampliarlo.

A lo largo de esos días de efervescencia, Jayyám quiere permanecer alejado de la ciudad. Desde luego no puede abstenerse de hacer de vez en cuando una breve aparición en la corte o en casa del cadí sin que parezca que los abandona en un momento de adversidad. Pero la mayoría de las veces permanece encerrado en su pabellón, ensimismado en sus trabajos o en su libro secreto, cuyas páginas emborrona con empeño, como si la guerra no existiera para él más que por la indiferente prudencia que le inspira.

Sólo Yahán le une a las realidades del drama ambiente. Cada noche le cuenta las noticias del frente y los rumores del palacio, que él escucha sin pasión manifiesta.

Sobre el terreno, el avance de Alp Arslan es lento. Torpeza de una tropa pletórica, dudosa disciplina, enfermedades, ciénagas. Resistencia también, a veces encarnizada. Un hombre en particular le hace la vida imposible al sultán; es el comandante de una fortaleza que no está lejos del río. El ejército podría rodearla y proseguir su camino, pero su retaguardia estaría poco segura, los hostigamientos aumentarían y en caso de dificultad la retirada se revelaría peligrosa. Por lo tanto, hay que acabar con ella; Alp Arslan dio la orden hace diez días y los asaltos se multiplican.

Desde Samarcanda se sigue de cerca la batalla. Cada tres días llega una paloma soltada por los defensores. El mensaje no es nunca una llamada de socorro, no describe el agotamiento de los víveres y de los hombres, sólo habla de las pérdidas del adversario, de los rumores de epidemias extendidas entre los asaltantes. De la noche a la mañana el comandante de la plaza, un tal Yussef, originario de Jwarizín, se convierte en el héroe de Transoxiana.

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