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– Ustedes deben de ser los guardias que han venido de Madrid, ¿no? -preguntó, apenas nos sentamos en una terraza cercana.

Sopesé su mirada. Su desparpajo. Su empeño por mostrarse enterado y perspicaz, como si hacer hincapié en aquellos detalles, guardias, de Madrid, probara su conocimiento del terreno. Ojalá exhibiera la misma soltura cuando le preguntara por lo que me interesaba para la investigación. Aunque me permitía dudarlo.

– Mi compañera y yo, nada más -me presté a explicarle, aunque no tenía por qué-. Los demás son de aquí.

– Ya me sorprende, si no le incomoda que lo diga, que hagan todo este despliegue por uno de nosotros.

Vaya, Augusto era un irónico, y le gustaba pisar fuerte.

– No le sorprenda. Aquí tratamos de hacer cumplir las leyes.

– Bueno, no todas, ni siempre igual para todos.

– Lo siento, señor Losada, no soy la persona indicada para servir de conducto a sus quejas -dije-. Le sugiero que se dirija a su embajada, o a los servicios sociales, o al Defensor del Pueblo. Si no le importa, me gustaría pedirle información para tratar de resolver la muerte de su primo. Que es lo que a mí me trae aquí.

– No era mi primo, en realidad.

– ¿Ah, no?

– Y, no. Somos del mismo barrio, en Guayaquil. Nos conocíamos de allá, y cuando yo me vine y me hice un huequito, pues lo llamé y le dije que por acá había oportunidades. Y se vino él también.

– Aunque no tiene que ver con la investigación propiamente dicha, nos gustaría localizar a su familia, para informarles.

– Bueno, ¿a cuál de ellas?

– ¿Cómo dice?

– Perdone, sargento. Es que Wilmer tenía una mujer en Madrid y otra en Guayaquil, no sé si sabía…

– Algo había oído. Me es igual, a la que sea. A las dos.

– Yo sólo sé que hablaba más con la de Guayaquil. Con la de Madrid sólo de mes en mes, por el chico. Pero no sé el teléfono. Yo que usted iba al locutorio. Allí seguro que saca algo.

Buena lección que me daba, Augusto, de lo que se suponía que era mi trabajo. Y bien que le satisfacía lucir su agudeza. No negaré que me fastidiaba un poco que me retase a ser ingenioso, después del día de mierda que llevaba a mis ya maduras espaldas.

– Chamorro, apúntatelo, el locutorio -dije, secamente.

Virginia tomó nota en su cuaderno, impasible. Miré a Augusto Losada bien dentro de los ojos, antes de atacarle:

– Bien, señor Losada, me permitirá que empiece a lo bravo. ¿Alguna idea de por qué alguien podía querer acabar con su amigo?

– En particular, ninguna, sargento.

– Así que nada en particular -repetí-. ¿Y en general? Para empezar nos vale cualquier cosa, no sea usted escrupuloso.

Por primera vez, Augusto necesitó un momento para pensar.

– Pues verá usted -dijo al fin-. A Wilmer, y me pesa decirlo porque era compadre y compatriota, no le faltaba maña para hacerse enemigos. Era gallito, no creo que sirva de nada escondérselo.

– ¿Gallito? ¿Qué quiere decir con eso?

– Pues nada, gallito, peleador. Para tratar con los hombres y sobre todo para tratar con las hembras. ¿Sabe que no le vino nada mal apartarse de Guayaquil? ¿Y sabe por qué?

– Ilústrenos, se lo ruego.

– Pues porque andaba en tratos con una mujer casada y el cornudo acabó enterándose. Si tarda un poco más en salir, lo mismo se ahorra usted toda esta faena, lo habrían enterrado allá.

La información tenía su valor, si es que Augusto no era un fabulador nato que disfrutaba ejercitándose ante la policía, posibilidad que no me cabía descartar y mucho menos contrastar, al menos en relación con las historias de allende el océano.

– Y por aquí, ¿pudo volver a las andadas? -intervino Chamorro.

– Bueno, con casadas, no que yo sepa -contestó Augusto-. Pero desde que vino ha tenido unas pocas mujeres, ya lo creo. Es algo que estaba en su naturaleza, no podía evitarlo. Y ellas entraban.

– ¿Tampoco podría darnos razón de conflictos que hubiera podido crearse por otros motivos? -pregunté.

Augusto se rascó la cabeza. Había ido perdiendo la sorna del principio. Antes de responder, carraspeó un poco.

– Verá, sargento, desde hacía unos meses yo lo trataba muy poco. Apenas tomaba con él de vez en cuando. Wilmer no era mala persona, pero seguía un poco en la onda de allá, y yo estoy en adaptarme a esto, porque a Ecuador no vuelvo ni muertito. Tengo dos hijos que me gustaría que fueran españoles, el mayor me juega al fútbol que ni se imagina. Igual me acaba en el Real Madrid. Vamos, a lo que iba, que Wilmer ya no era para mí el compadre que había sido en Guayaquil. El tiempo aleja a la gente.

– Ya veo.

– Entiéndame, no es que no lo sienta. He jugado de chico con ese hombre que está frío ahí dentro. Pero Wilmer y yo hace tiempo que andábamos por distintos caminos. Lo que sé de él, lo sé de oídas. Y quién se fía de todo lo que dice la gente.

– Sí, quién se fía -suscribí, sintiéndome de pronto exhausto.

4. El roce diario

Nos alojamos en un hotel nuevo, de dos estrellas según la placa que había a la puerta, pero con unas habitaciones descomunales llenas de mármol y madera con griferías de lujo en el baño. Se veía que el dueño había invertido allí algunos ahorrillos no declarados a Hacienda. Tampoco se lo afeé esa noche, porque me vino bien la enorme y suntuosa cama en la que dejé caer mis huesos. Dormí como una piedra y desperté espiritual y físicamente renovado, hasta tal punto que mientras esperaba a Chamorro y a los otros tomando un café en la cafetería del hotel, entre viajantes ajados por los años y la vida trashumante, me dije que tampoco resistía tan mal para llevar vivo cuarenta años y un día.

Chamorro vino en seguida. De hecho, eran contadas las ocasiones en que la esperaba yo. No se le veía muy buena cara.

– ¿Qué te pasa, Virginia? No estarás afectada por el trabajo que tenemos entre manos, ¿no? Sólo era un indio pichabrava.

– Muy gracioso -refunfuñó.

– No, en serio, ¿estás bien?

– No. Pero no hace falta evacuarme. Aguantaré.

– Oye, ¿quieres que te lleve a un médico?

– Coño, Rubén, que no me pasa nada anormal. Me ha bajado la regla. Que hay que decírtelo todo.

– Perdona -reculé, sabiendo lo que valía ese coño en sus labios.

El alférez y los dos miembros de su equipo llegaron media hora más tarde. Pero no habían desperdiciado en absoluto el tiempo desde que nos habíamos separado la tarde anterior.

– Aquí está la lista de los modelos que pueden montar esos neumáticos -la guardia Robles me tendió un folio impreso-. No son demasiados, esta vez ha habido bastante suerte.

– Sí, cuando son de un ancho mediano ya llegan a salimos listas de hasta cien modelos -anotó el sargento Lucas.

Allí no había muchos más de veinte. Un detalle prometedor.

– Las huellas dactilares son buenas -añadió el alférez-. En alguna podemos tener cuarenta puntos significativos. Suficientes para una identificación dactiloscópica fiable al cien por cien. La única mala noticia es que restos biológicos susceptibles de darnos ADN no hemos levantado ni uno. Y peinamos bien la zona. Lástima.

– Qué se le va a hacer -dije-. Habrá que resolver a la antigua. Los de antes no tenían pruebas de ADN y se las apañaban.

Pero sabía hasta qué punto podía suponer un atajo gratificante disponer de un pelillo, una pizca de piel o unas gotas de fluido corporal. Y la perspectiva de carecer de esa ayuda sólo significaba una cosa: más trabajo. Debatí con el alférez el plan del día. Propuse empezar por el domicilio de la víctima. Pavor me daba abrir la caja de Pandora del interrogatorio vecinal. Hablar con los vecinos de alguien es una diligencia de resultados impredecibles, y no pocas veces desorientadores. Tan pronto pueden decirte que Barrabás era un chico dulce que subía la compra a las vecinas y les cedía el paso en el ascensor como que Blancanieves maltrataba sistemáticamente a los enanitos. Y lo peor no es que te despisten, sino que a menudo lo hacen convencidos de colaborar. Pero no podíamos omitirlo, y como iba a ser laborioso, decidimos abordarlo lo primero y con todo el equipo. Nos pusimos en marcha.

El edificio en el que había vivido Wilmer Washington tenía pinta de haber sido construido en los últimos diez años, y quien lo había proyectado no derrochaba talento arquitectónico. Con cuatro plantas y su forma de paralelepípedo soso, no tenía nada que ver con la fisonomía tradicional del pueblo. Pero eso no debía de importarle demasiado a quien lo levantó, ni parecía tampoco afectar a quienes lo habitaban. En el mismo portal nos cruzamos con un vecino que salía. Mientras los otros subían a recorrer los pisos, Chamorro y yo nos quedamos un momento con él.

– Guardia Civil -le mostré la placa-. ¿Puede dedicarnos unos minutos, por favor?

El hombre, de unos cuarenta y cinco años, abdomen generoso y espaldas anchas, nos observó con unos espantados ojos azules. No era la primera vez que asistía al apuro de un ciudadano al ver mi placa. Como no es mi función ir asustando, traté de calmarle:

– Hacemos comprobaciones rutinarias. ¿Vive usted aquí?

– Sí -dijo, rehaciéndose un poco.

– ¿Su nombre, por favor?

– Castro, Francisco Castro.

Chamorro apuntó en su libreta, mientras él la miraba de reojo.

– ¿Conocía al fallecido?

– Bueno, de aquí, de cruzármelo en la escalera.

– ¿Y qué idea tenía de él?

– ¿Idea? Pues no sé. Una persona normal. Bueno, como son ellos.

– ¿Ellos?

– Sí, ya me entiende, éstos, los sudamericanos.

– ¿Y cómo son? -preguntó Chamorro.

– Usted sabe. Un poco relajados en casi todo. Un poco ruidosos a veces. Y un poco vagos para las cosas comunes, mi mujer está ya harta de decirles a sus mujeres que la escalera se limpia entre todos, que todos la usamos, pero como quien oye llover.

– Entonces, diría usted que crean problemas de convivencia…

Francisco Castro pareció reflexionar.

– No, problemas, tampoco. Aquí no somos racistas ni nada de eso. Que tienen que venir, que hacen falta sus brazos para el campo y para las fábricas, pues qué se le va a hacer. Por lo menos éstos no son como los otros, que ni siquiera los entiendes y se pueden estar cagando en tu madre sin que te enteres. Pero el roce diario tiene sus cosas, y hay que estar aquí para saberlo.

– Ya -dije-. Y qué me dice de este hombre, Wilmer Estrada, ¿tenía alguna actividad extraña, venía gente rara a verle, o vio usted algo que en algún momento resultara sospechoso?

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