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– Treinta y tres, ni una menos -ratificó Novales-. Yo también alucinaba, pero lo hemos comprobado. Alguna tiene representación testimonial, por ejemplo hay un mozambiqueño, un sirio y un indonesio, pero otras andan bien surtidas. Y la primera de todas, mira tú qué mala suerte hemos tenido, son los ecuatorianos.

– No es mala suerte, sino cuestión de probabilidades -anotó el sargento Lucas, que parecía uno de esos individuos que no sólo analizan todo, sino que no pueden dejar de compartir con los demás el resultado de sus análisis, por banal que resulte.

– También es verdad -admitió Novales, sin ofenderse-. Bueno, pues de eso, ecuatorianos, tenemos entre quinientos y seiscientos. Un buen día apareció por aquí uno, encontró trabajo, llamó a sus primos, éstos a los suyos, y zas, en tres años, parte del paisaje. Hasta tienen ya apodo, puesto por los gitanos, quién si no.

– ¿Qué apodo? -pregunté.

– Los payoponis, los llaman. Como son bajitos y no son calés…

Sólo Chamorro y yo nos reímos. Los demás debían de saberlo.

– Pues eso -siguió Novales-, unos seiscientos payoponis. No trabajan mal, no son conflictivos, hablan español, sus hijos se integran bastante bien. Siempre hay a quien le molestan, claro, pero en general no hay demasiado rechazo hacia ellos en el pueblo. Así que el móvil xenófobo me parece bastante dudoso. Otra cosa te diría si fuera un marroquí, o un ucraniano, o un rumano, que son los otros tres grupos importantes. Entre ésos tenemos a unos pocos mangantes, unos pocos chulos y unos pocos hijos de puta sin paliativos, que a alguno ya le hemos tenido que traer alguna vez por aquí. A los moros sí hay gente que los odia, y que incluso los maltrata de alguna manera. Con los ucranianos y los rumanos, aunque el rechazo existe también, se tiene más miramiento. Yo creo que el personal tiende a pensar que los moros son simplemente choris, pero que los otros, los del este, muy bien pueden ser mafiosos y asesinos. Aunque de momento no hayan matado a nadie ni protagonizado agresiones excesivamente graves.

– Bueno, no vamos a juzgar a la gente de este pueblo demasiado severamente -dije-. A fin de cuentas vienen a ajustarse bastante a lo que registra el inconsciente colectivo en el resto del país.

– Entiéndeme, Vila, lo que te digo es hurgando un poco en lo que la gente se guarda en la cabeza. No hemos tenido grandes problemas. A lo mejor algún moro al que no le han servido en un bar, chavales del instituto que se pelean, broncas entre la peña cuando bebe, que igual te puede pasar con inmigrantes que con gente del pueblo de al lado, o los ucranianos que andan con rollos de prostitutas y que amenazan a alguien o se dan de hostias. De alguno de ellos hemos pasado informe a la comandancia para que lo miren y tampoco han sacado gran cosa en claro.

– Hace unos meses -explicó el alférez- anduvimos investigando en los puticlubs de por aquí. Las chicas juraban hacerlo por su santa voluntad, y hasta se las habían arreglado para que tuvieran permiso de residencia y seguridad social. Todas como camareras. No me preguntes cómo se lo hacen, que yo todavía estoy intentando legalizar a la peruana que me cuida al abuelo desde hace dos años, pero así es el asunto. Y el jefe de los ucranianos de por aquí, un tal Andréi, pues qué quieres que te diga, estoy convencido de que es más malo que hecho de la piel de Satanás, pero nos haría falta toda la unidad central para demostrarlo. Te atiende exquisitamente, habla español como si hubiera nacido aquí y no para de ofrecerse para ayudarnos a localizar a los elementos de su comunidad que no traen buenas intenciones, o como él dice, hacer lo que pueda para separar a las manzanas podridas. Hasta ahora hemos venido declinando el ofrecimiento porque el comandante sospecha, me temo que con buen criterio, que lo que quiere el cabrón es utilizarnos para deshacerse de sus competidores. Pero supongo que en diez años le pondrán una calle, lo harán hijo adoptivo o incluso le acabarán dando la Cruz de Isabel la Católica.

Me tomé nota, aunque la música, como todas las que había estado escuchando, me resultaba más que conocida. Un país cada vez más complicado, y cada vez menos medios para hacerle frente, lo que en sí resultaba un sarcasmo y muy bien podía conducir a los resultados más grotescos. Como que la enfermera peruana del abuelo que mencionaba Vega estuviera ilegal y las putas y los matones del capo ucraniano con los papeles en regla. Pero eso era lo que había, y yo no podía exigir que fuese de otra forma.

– Vale, éste es el plano general -concluí-. Pero bajando un poco al detalle, ¿qué sabemos de Wilmer Washington?

Novales suspiró.

– Pues, de entrada, como decía Sófocles, sólo sabemos que no sabemos nada -bromeó Novales.

– Sócrates, no Sófocles -corrigió Lucas.

– Bueno, el que sea, que tampoco se me dio nunca la filosofía -se excusó Novales, con buen humor-. No lo teníamos fichado por nada. Con los inmigrantes nos cuesta más. Pregúntame por cualquier español y te ligo en seguida de qué pie cojea, si cojea de alguno, o en unas horas ato cabos, veo de quién es hijo o primo y te lo sitúo. Pero con los forasteros la cosa se complica. Se relacionan entre ellos, no tienen situaciones familiares normales ni arraigo antiguo en el pueblo, y todo se nos pone mucho más cuesta arriba. Lo único que puedo contarte es lo que hemos averiguado desde esta mañana, una vez que nos encontramos con el paquete.

– Pues venga, recapitulemos -sugerí.

Novales se restregó los ojos. Tampoco debía de andar muy fino. El aviso les había llegado a las tres de la mañana. Una pareja en busca de intimidad se había tropezado con el pobre Wilmer en medio de una huerta, a cien metros escasos de la carretera. Según el forense, el hallazgo había tenido lugar apenas un par de horas después del homicidio. Una casualidad infrecuente, casi anormal, si cupiera hablar de normalidad en el crimen. En cualquier caso, calculé, el sargento llevaba veinte horas en pie. Tenía razones suficientes para encontrase fatigado. Hizo un esfuerzo:

– Bien, he aquí el resumen. Nuestro hombre trabajaba en una fábrica de muebles, desde hace aproximadamente un año y medio. Contrato, papeles, no se le tenía por mal operario. Incluso se ocupaba de enseñar a los nuevos. Más no hemos podido averiguar por ahí. En cuanto a sus circunstancias familiares, no las tengo muy claras. Vivía con una mujer desde hace un par de meses, pero al parecer tenía otra en Ecuador y otra en Madrid. A ambas les hizo hijos, aunque sobre el número sus compatriotas que le conocían no se me ponen de acuerdo. Unos dicen que cinco en total, otros que tres, quién sabe. El caso es que el hombre debía de ser un donjuán mediano, tampoco es muy raro entre esta gente. La que podemos considerar como viuda disponible, es decir la que tenemos a mano, es la chica con la que vivía, también ecuatoriana, veinticinco años, Cintia algo, ahora no recuerdo. Está hecha un manojo de nervios y no ha podido decirnos dónde localizar a las otras, ni a su familia. El único pariente que vive aquí es un primo lejano, el que le trajo, pero tampoco parece capaz de aportarnos mucho. Qué más… Sí, nuestro hombre vivía en un bloque barato de la zona nueva del pueblo. Mezcla de inmigrantes y gente española de pocos recursos. No nos han contado gran cosa esta mañana. Y me gustaría ser más generoso con vosotros, compañeros, pero eso es todo lo que os puedo ofrecer por ahora.

Asentí en silencio.

– Bueno, suficiente para empezar. Dale a Chamorro ias direcciones de su casa y la empresa. Y ahora, al tanatorio.

3. Era gallito

No me gusta ir a los tanatorios. De hecho, incluso tiendo a pensar que debería evitarlo, y sólo me decido a hacerlo cuando tengo la sensación de que no hay otro remedio, porque así me lo exige el deber. Con ello no quiero decir que participe de la enfermiza alergia a la muerte que aqueja a la mayoría de mis conciudadanos, y que los lleva a no ocuparse del asunto más que cuando arrea cerca (y siempre teniendo a mano un buen arsenal de lugares comunes, frases hechas y miradas huidizas para que el cáliz pase cuanto antes). No, en ese sentido yo soy muy diferente. No en vano convivo siempre con ellos, con los muertos, y en cierta medida es a través de ellos como me he habituado a entender o, según se tercie, dejar de entender el mundo. Lo que me dificulta ir a los tanatorios es la sensación de que cuando lo hago, con mi placa y en el desempeño de mi oficio, mi presencia resulta un atentado a la intimidad a la que tienen derecho los supervivientes, una intromisión grosera e inoportuna. Noto el mensaje que con mi interrogatorio recibe la viuda, o los huérfanos: «Vale, os lo han matado, pero lo que importa, lo que tiene que seguir adelante, es nuestra maquinaria, que en el fondo no concede ningún valor a vuestras lágrimas, sino a nuestras leyes, a nuestros procedimientos, a nuestra tarea que tenemos que dejar hecha para poder irnos a casa y olvidar, que a fin de cuentas a nosotros hoy no se nos ha muerto nadie».

En la sala de velatorios que correspondía a Wilmer Washington, como horas antes ante el depósito de cadáveres, se congregaba una buena porción de la colonia ecuatoriana del pueblo. La sala en sí estaba atestada, y de su interior venía un incesante murmullo de sollozos. A la puerta, en los corredores, en la terraza, en el exterior del inmueble, se habían formado un montón de corrillos. Con la llegada de la oscuridad, su actitud se había vuelto más tranquila, aunque de vez en cuando alguno se exaltaba y lanzaba un juramento, mientras sus compatriotas trataban de aplacarlo. Sobra decir que no fue fácil abrirse paso entre ellos, aunque llevaba conmigo a tres guardias. La gente terminaba por apartarse, pero no sin mostrar su recelo. Entrar en la sala se reveló imposible. Decidí dirigirme a una mujer que estaba en la puerta.

– Disculpe, señora. ¿Sabe si está ahí dentro la mujer del difunto?

– ¿Cómo dice usted?

– La mujer. La que vivía con él.

– Y, pues no sabría decirle si ahorita…

– ¿Y su primo?

– ¿Su qué?

– El primo del fallecido…

– No, señor, no sé tampoco.

La misma conversación, con escasas variaciones, la repetí con otra media docena de personas. Todos andaban revoloteando por allí, pero nadie podía orientarnos. Al final, Chamorro y yo nos adentramos en la sala. A grandes males, grandes remedios.

Allí encontramos a Cintia, que estaba deshecha y se mostró bastante asustada cuando la interpelamos. Luego comprendimos por qué, cuando supimos que se encontraba en España en situación irregular. Esa noche, por no abusar de su estado, nos limitamos a emplazarla para el día siguiente y a pedirle que nos facilitase el contacto con el primo. Nos proporcionó un número de teléfono móvil. Lo marcamos y respondió. La señal debió de dar un rodeo por unas cuantas antenas de telecomunicaciones, pero el primo, Augusto Walter Losada, resultó estar a menos de quince metros de nosotros. Fuimos a su encuentro. Augusto era un hombre de estatura mediana, bien vestido y con cierto aplomo. No en vano era uno de los que llevaban más tiempo en el país.

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