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En fin, Vili pensó que si Sócrates había sufrido, como una disciplina, las mortificaciones domésticas de su esposa Jantipa, él también podría lograr sobrellevar con entereza la cotidiana crueldad de Valentina.

Ah, cómo comprendía al hijo de Sofronisco, el escultor, y de la comadrona Fainerete, al viejo Sócrates, que probablemente fue tan gordo como él mismo, y quizá muchísimo más feo, que luchó a golpe de mayéutica y de ironía con una caterva de trastornados que concluyeron que lo mejor para el filósofo septuagenario era que se tomase un cóctel de cicuta, por si su mujer no lo tenía ya lo bastante envenenado.

Valentina pasó por su lado dando zancadas, con sus zuecos de campesina y su falda de flores, dejando un penetrante rastro a perfume de Arman¡ que le golpeó la nariz igual que un latigazo. Se sirvió un vaso de vodka Absolut Citrón y lo apuró de un trago. Había leído no se sabía dónde -seguro que en un libro de Kant no-, que las modelos bebían vodka, y había sacado la descabellada conclusión de que el vodka no engordaba. Lo bebía a todas horas desde entonces, y Vili no sabía si eso era todo lo bueno que debía ser para ella, incluso aunque la endemoniada bebida no engordara.

– ¿Qué piensas? -señaló a Vili con el vaso que acababa de vaciar.

– La verdad es que he pensado mucho y he llegado a un punto en que… ya no sé qué pensar -dijo él, calándose las gafas y volviendo al cuestionario de la revista.

– Seguro que estás mirando mis revistas y pensando que sólo leo basura. ¡Ja! Como si lo viera. Es como si viera a tus pequeñas y sucias neuronas cuchicheando unas con otras sobre mí.

– Valentina, no empieces.

– ¿Que no empiece? ¿Qué se supone que he empezado?

– No se puede, no se puede y no se puede…

– ¿Qué no se puede?

– Vivir así. Cada día lo mismo. Un pugilato entre tú y yo. Una guerra sin sentido. ¿No es preferible que nos llevemos bien? ¿No saldríamos ganando los dos? Aunque cada uno haga su vida al margen del otro. Sabes que yo te quiero, Valentina. Siempre lo has sabido, ¿por qué me haces esto?

– ¿Sabes, Vili? Cuando te conocí, hace ya más tiempo del que me gustaría, me pareciste un hombre inteligente y misterioso. ¿Sabes cuál fue mi error?

– No, no lo sé.

– Que me acosté contigo. Chúpale la polla a un hombre y destruirás todo su encanto en un periquete. La admiración es la base del respeto, pero el trato carnal acaba pronto con cualquier tipo de admiración que una pueda sentir por un macho humano.

– Te pedí que fueras mi mujer, y entonces la idea te gustó.

– Sí, entonces. Ahora, ser tu mujer no me hace ninguna gracia, ¿lo sabías?

– Empiezo a sospecharlo. Pero creo que yo no soy el problema, Valentina, el problema está dentro de ti, hay algo dentro de ti que te está emponzoñando, que sólo puede estar en tu interior, porque yo creo…

La mujer se dio media vuelta y se acercó a las enormes ventanas, por las que entraba la luz rojiza de los neones de la calle matizada por la negrura con que la lluvia impregnaba el aire.

– ¡Ja y ja! ¡Tú crees! ¡Tienes un Credo y todo!

– Lo que quiero decir es… -Vili suspiró hinchando el pecho de aire, con calma. No trataba de hacerse la víctima, pero tenía la odiosa sospecha de que lo era, la verdad.

– ¡Ja y ja y ja! -lo interrumpió Valentina, volviéndose hacia él-. Escucha lo que te digo. Tengamos en cuenta que yo soy una mujer, ¿vale? Mis cromosomas son XX. Y ahora no olvidemos que tú eres un hombre, ¿de acuerdo? Por eso tus cromosomas son XY Ésos son los cromosomas de los machos, querido. Pero tengamos también en cuenta que el cromosoma Y, el cromosoma masculino, es prácticamente un residuo genético que sólo contiene algunas órdenes para fabricar los testículos. Tus testículos, por ejemplo, además de todo ese montón de testículos que andan rodando por ahí, abarrotando el mundo y embruteciéndolo un poco más cada día, como si no fuese lo bastante complicado por sí solo. De este modo… -Valentina tomó aire, un poco exhausta y desgañitada-, estando así las cosas, ¿por qué iba yo a querer oír nada de lo que tú tengas que decir?

Vili se puso de pie. Esta vez fue él quien se acercó a la ventana, y lo hizo con cara de desaliento, como ya empezaba a ser habitual en él.

– Ésta es la respuesta de los defensores de Esparta al comandante del ejército romano: «Si eres un dios, no harás daño a quienes jamás te lo han hecho. Si eres un hombre, avanza, porque te toparás con hombres de tu misma talla».

– ¿Cómo has dicho? -dijo Valentina, con una mano apoyada sobre la cadera, y una cínica sonrisa congelada en los labios pintados de púrpura.

– Nada, sólo citaba a Plutarco. Querida Valentina, estoy tratando de hacerte comprender que, si te empeñas en seguir luchando contra mí, que no soy tu enemigo, al final tendré que defenderme. -Vili se frotó lentamente los ojos; estaba cansado y le dolía la cabeza.

Ella se encaminó a la puerta que daba a la cocina.

– ¡No empieces con tus numeritos de hombre preocupado a punto de tener un infarto por culpa de la arpía de su mujer, que ya te conozco!… -le dijo, mirándolo fríamente-. Y, para que lo sepas, de aquí en adelante me he propuesto no volver a hacer el amor contigo hasta que…

– ¿Queeé? -esta vez la cara de Vili mostró una auténtica irritación-. ¡Pero si hace más de un año que tú y yo no hacemos el amor!

– ¿Ah, sí? -Valentina se dispuso a entrar en la lujosa cocina del apartamento-. Pues entonces ya tienes una idea de lo que te espera de ahora en adelante… -dijo, y cerró con un portazo.

LA SAGRADA FAMILIA DISFUNCIONAL

Increparon a un espartano porque,

aunque era cojo, iba a una batalla,

y él respondió que su propósito era pelear,

no huir.

VALERIO MÁXIMO,

Dichos y hechos memorables

Hacía más de una semana que llovía sin parar sobre Madrid. Sus habitantes no habían vuelto a ver el azul del cielo desde que, días atrás, unos tenebrosos nubarrones cargados de agua censuraron la vista del sol de la mañana y las pocas estrellas de la noche que el alumbrado público permitía otear. El color gris no le sentaba mal a la ciudad, pero la lluvia caía con violencia y prestaba una ayuda inestimable a la formación de atascos, tan obstinados como tremendos, y al mal humor de los ciudadanos, que veían aún más entorpecida su vida diaria en la gran ciudad.

Pese a ello, los discípulos de Vili se las arreglaban para llegar a tiempo a sus citas de la Academia.

Elena Urbina era un ama de casa fatigada, que se dejaba caer por allí cuando podía, pero no tan a menudo como hubiera deseado. Aunque era un poco más joven que Valentina, ofrecía un aspecto mucho más desarreglado y envejecido que el de la mujer del filósofo.

– ¿Y entonces…? -Vili le ofreció una mirada afectuosa, mientras hacía una rápida comparación entre las dos mujeres, en la que Elena salía ganando.

– No sé qué es el Bien con exactitud… -respondió Elena, resollando-. Me suena a palabras mayores.

Era evidente que estaba demasiado gorda, y no era muy agraciada físicamente, pero sacaba horas de su escaso tiempo libre para ayudar en una organización de lucha contra el sida.

Valentina, por el contrario, no militaba en la lucha antisida, si acaso -pensó un taciturno Vili-, si acaso en la lucha anti-arrugas.

– La verdad, maestro -Elena era una de las asistentes a la Academia que llamaba «maestro» a Vili-, a veces no estoy muy segura de que exista el Bien. Veo demasiado dolor a mi alrededor. Enfermedad, soledad y muerte. Por no hablar de mi marido…

Se oyeron unas risas a coro del resto de los concurrentes.

– Bueno, no me malinterpretéis. -La mujer puso un gesto candoroso, era evidente que le encantaba sentirse cómplice del auditorio-. Mi marido no es una mala persona. Jamás me ha maltratado ni nada de eso. ¡Y que no se le ocurra! Pero, no, hablando en serio, la verdad es que él sería incapaz de molestar a una ladilla, aunque la tuviera instalada entre las piernas, de inquilina de renta antigua. Es sólo que me da mucho trabajo porque es un inútil. Cuando me casé con él tuve que enseñarle las cosas más elementales como, por ejemplo, que antes de ponerse una chaqueta tenía que quitarle la percha.

Elena disfrutó a sus anchas de la risotada colectiva. Se permitió incluso dar unos pasos, con dificultad, alrededor de la gente que la rodeaba con sus asientos dispuestos en semicírculo alrededor del entarimado (el local de la Academia, antes de que lo alquilara Vili, había formado parte de las instalaciones de una escuela que impartía clases de apoyo de matemáticas a niños de primaria). Vili solía sentarse en un sillón sobre la palestra, aunque ahora estaba apoyado contra el respaldar de la silla donde siempre se sentaba Jacobo, el ciego (detestaba que le llamaran «invidente»).

– Es sólo que, a veces -continuó Elena con su perorata-, si la comida no está en la mesa cuando llega su hora de almorzar, se da golpes sobre el pecho con las manos ahuecadas. Los golpes suenan «tocotoc, tocotoc». Hace exactamente igual que los orangutanes. Lo sé porque lo vi un día en un documental sobre animales de la tele. Pero… -sonrió a Vili y dejó caer teatralmente las manos a los lados de sus anchas caderas de matrona-, pero tengo entendido que eso no demuestra agresividad en los gorilas, que lo hacen sólo para descargar su tensión, no porque sientan agresividad. Y si esto es así para los gorilas…

Estalló una carcajada general que resonó por la Academia a la vez que un trueno, afuera, anunciaba la luz galvánica y culebreante del relámpago.

Elena esperó a que cesara el ruido, de las risas de sus compañeros y de la tormenta eléctrica.

– Si es así para los gorilas… ¿por qué no iba a serlo también para mi marido?

Cuando Elena volvió por fin a su sitio, un poco arrebolada y con una sonrisilla de satisfacción en sus delgados labios, todos tardaron un buen rato en volver a retomar la cuestión que los venía ocupando en las últimas sesiones: «¿Qué es la felicidad?, y… ¿puede alcanzarse a través del Bien?». Todavía no habían llegado a ninguna conclusión, aunque raramente lo hacían, de modo que nadie estaba preocupado.

David Molina, un joven padre vestido con descuidada elegancia y ademanes de modelo de pasarela, tomó la palabra.

– Sé de lo que habla Elena -confesó en voz alta, mientras se palpaba el bolsillo exterior de su americana, de donde sacó un pañuelito rojo finamente bordado que se pasó por la mejilla con suavidad-. Lo sé sin necesidad de que ella me lo cuente, porque yo tengo la suerte, por desgracia, de tener en casa un marido como el suyo.

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