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«Venga -susurró Pedro sobre su boca, una vez tendidos sobre la vieja y mullida cama parisina-, no te preocupes, si no vas a sentir nada…»

Ella arrugó el ceño y titubeó. «¿Cómo? ¿Qué?… Yo esperaba…»

La cara pecosa de Pedro, de rufián libertino casi adolescente, enrojeció de vergüenza. «Quiero decir que… no te va a doler», se disculpó torpemente.

Por supuesto, le dolió. Fue un dolor persistente y corredizo que se abrió paso hasta sus riñones y se concentró igual que un nudo en su vientre. Parecía que alguna vieja herida dentro de ella estuviese cauterizando bajo una llamita de fuego sofocante.

A pesar de todo, aprendió a enseñar, poco a poco, a Pedro. A servirse de su torpeza, de su prisa, de sus dedos extraviados y patosos de muchacho. Lo instruyó en las ciencias exactas del mimo, en la dramaturgia de la penetración, en la filosofía del cuidado.

Pedro nunca fue un maestro en tales artes, pero a Luz le bastó lo que obtuvo de él para sentirse satisfecha y amada durante muchos, muchos años.

Tuvieron dos hijos preciosos, muy parecidos a Pedro. Ana, que había cumplido veinte años, y Pedro, de dieciocho.

Hacía veintidós años que Luz se había casado ilusionada, que abandonó sus estudios de Filología para compartir su vida con un atractivo ferretero. Hacía veintidós años que ella creía que el mundo era encantador bajo un cielo de estrellas cálidas, inmóviles en las noches tranquilas, como su perfecto orden doméstico.

Y un día -no sabría decir con todo rigor cuándo- descubrió que sus sueños se habían marchitado y que su cielo, antaño indestructible y redondo, empezaba a resquebrajarse sobre su cabeza.

Sus hijos habían crecido. Su marido había engordado y se volvía un poco más silencioso cada día. Sus ilusiones se habían secado al mismo ritmo que su piel.

«¿Qué esperabas? -solía decirle ahora Vili-, todo se deteriora, tiende al desorden y se corrompe, sólo tienes que darle tiempo. La belleza, la juventud, la pureza, el agua y el vino… Incluso nuestra atmósfera es un sistema caótico. Murray y Holman, que son dos excelentes astrofísicos, aseguran que hasta los planetas más alejados del Sol están parcialmente gobernados por fuerzas caóticas debidas a sutiles interacciones entre sus órbitas. Júpiter, Saturno y Urano giran y bailan estremecidos al ritmo que les marca el Señor Caos. Cualquier sistema formado por tres cuerpos ya es por definición caótico, y eso incluye a la familia. Querida Luz, si Newton hubiera sospechado algo así hubiese muerto temblando de horror. Y si a él le sorprendería, no veo por qué a ti no iba a parecerte espantosa la idea. Eso es así, de acuerdo. ¿Y qué? ¿Qué pretendes con tu abatimiento y tu agonía gratuitas? No le añadas fuego al fuego para aumentar la locura. Ésta es la vida. Esto es lo que hay. Cenizas y confusión. Pero también prodigios y grandeza. Napoleón sabía que vivimos y morimos entre maravillas. Tú también deberías saberlo, deberías saber que del barro nacen flores, y de tu tristeza puedes obtener fuerza en lugar de depresión. Somos carne mortal, pero lo mortal es para los mortales, como decía Píndaro. Aprovecha tu mortalidad, apura tu tiempo hasta las heces. Somos ciegos que pretenden comprender el arco iris, pero, Luz, ¿qué más da?, ¿qué más da?, ¿es que no notas cómo bulle la vida a tu alrededor?»

Luz apreciaba la sabiduría de Vili, solía oírlo y observarlo hechizada por completo.

– Vili, deberías escribir un libro en el que contaras todas estas cosas -lo animaba.

– Oh -respondía Vili-. No creas que no lo he pensado. Incluso he tomado notas y he esbozado un proyecto. Pero no estoy seguro de que sea conveniente hacerlo. Todo lo que yo podría decir al respecto ya ha sido dicho antes, y de la mejor manera posible.

– Pues repítelo otra vez, como haces en voz alta en la Academia. A veces, hay que repetir las cosas hasta que la gente las comprende -insistía Luz-, hasta que las comprendemos.

Había encontrado en la Academia de Vili, si no la perdida felicidad del día de su boda, sí al menos un gran consuelo en una etapa de su vida en la que sus hijos ya no eran sus hijos, sino simplemente unas personas que compartían su casa y su mesa, pero no la necesitaban para nada -es más, podría decirse que muchas veces les estorbaba-, su marido era un tipo barrigón y aburrido al que el hierro de su negocio había tatuado una suerte de herrumbre verdosa alrededor de las uñas de las manos -que hacía ridículamente juego con sus ojos-, y ella sentía que había perdido su vida, una vida que no podría recuperar jamás.

Comenzó a tomar tranquilizantes. Primero cogió una caja de Tranxilium de casa de sus padres -su madre era ya mayor, y el médico le controlaba la tensión con medicamentos que la sedaban suavemente-; empezó a tomarse alguna pastilla de vez en cuando, en realidad sólo cuando la angustia era verdaderamente insoportable, y no pudo, o no supo, admitir que era una adicta hasta pasados tres largos, tristes, estúpidos, estériles años de sopor narcótico y lastimosa autocompasión.

CUANDO SE APAGA LA LUZ

Vosotras, jóvenes a quienes no coartan ni

las leyes ni el pudor, ni las prerrogativas,

acordaos desde ahora de la senectud

que vendrá, y así no pasaréis ningún

momento en balde. Holgaos mientras

devoráis los años juveniles, pues el tiempo

corre como el agua deleznable.

OVIDIO, El arte de amar

«Somos insensatos, tartufeamos, enloquecemos, fracasamos constantemente y, a veces, la vida nos parece peligrosa e indigna, pero llevamos dentro un velado deseo de supervivencia a toda costa, la turbia fascinación por el gran festín de vivir que nos aguarda a cada minuto con sus venablos afilados y su oscuro enigma embrujador. Deseamos liberarnos de la carne, de estos pobres despojos que envuelven nuestro esqueleto, y de los espacios vacíos que aloja nuestro espíritu… pero, ¿a dónde iríamos desprovistos de todo eso?, ¿qué sería de nosotros sin nuestras carencias, sin nuestras miserias desatadas y hambrientas como una jauría? ¿Tendríamos un Shakespeare, una MIR, un Miguel Ángel, conoceríamos con exactitud la apasionante vida de las bacterias? Amigos míos, hay que aprender a mirar hacia la claridad rojiza del horizonte lleno de reflejos, y urdir cada día nuestra historia más allá de toda razón o conveniencia, porque somos paja que puede encender grandes fuegos», había dicho Vili una tarde de primeros de septiembre.

Luz recordaba sus palabras -quizás no con toda exactitud-, mientras caminaba por Atocha. Cerca del museo Reina Sofía distinguió una figura familiar entre la aglomeración de gente que iba y venía apresuradamente, tratando de cruzar los semáforos, o coger los autobuses de cercanías, o abrirse paso entre el resto de las personas que confluían a aquellas horas por el centro de la ciudad.

Para una mujer, pensó Luz, siempre había algo de conmovedor en un hombre que aprieta contra su pecho a un niño pequeño. Daba sensación de seguridad mirar a un hombre así. Una sentía una sorprendente excitación ante esa imagen, y se sobrecogía sin querer a causa de un insólito y antiguo poder femenino: de la fuerza que -ya lo había olvidado- suponía ser y sentirse mujer.

Luz imaginó las dotes para el placer del joven padre, las manos de Ulises dejadas caer, enervadas y laxas, a los lados de la cama, por la noche, cuando estuviese dormido. La cuna a su lado, por si el chico se despertaba de madrugada con sed, o alguna pesadilla infantil de ésas en las que grandes manchas negras y siniestras amenazan con aplastar los cuerpecitos indefensos de los niños.

Se ruborizó al reconocer sus pensamientos, pero aun así avivó el paso hasta que se colocó al lado de Ulises, que llevaba en brazos a su hijo, y le tocó el hombro con timidez, aunque también con decisión.

Ulises se volvió sobresaltado y, como si estuviese defendiéndose de un ataque por sorpresa, agarró al vuelo la temblorosa mano de Luz y estuvo a punto de retorcérsela.

– ¡Aug! -se quejó ella.

Ulises la soltó al momento y trató de disculparse.

– ¡Oh, Dios mío, cuánto lo siento! ¿Te he hecho daño?

Luz mintió asegurando que no era nada.

Telémaco la señaló con su manita pegajosa, donde se deshacía una piruleta tan roja como pestilente. Nadie sabia a ciencia cierta qué demonios mezclaban con el caramelo los fabricantes de chucherías para lograr que oliera a fresa -y de una manera tan sobrenatural-, algo que no se parecía ni remotamente a una fresa.

– ¿Es mala, papi? ¿Bösse ? -preguntó el chiquillo apuntando a la mujer, que se acariciaba la articulación entumecida.

– No, no es mala, es buena, es amiga de papá. Se llama, se llama… Esto… Es una buena amiga de papi. -Ulises la miró con una media sonrisa de disculpa. Probablemente apenas si había reparado antes en ella, y ni siquiera la recordaba de verla en la Academia.

– Luz. Me llamo Luz. De la Academia de Vili… -dijo ella, con la mueca embarazada de alguien que acaba de darse cuenta de lo inoportuna que resulta su visita a la hora de comer en casa ajena.

– Claro, ya lo sé, Luz -replicó Ulises, aunque no había estado muy seguro hasta ese momento.

Pensó que la mujer que tenía delante debía de ser de las que acudían a oír a Vili, pero solían hablar poco. Quizá por eso no se había fijado en ella antes, pese a que su cara le sonaba.

Lo cierto era que la señora no estaba mal. Una especie de Natalie Wood un poco ajada, aunque en algún remoto lugar de aquellos ojos -tan tímidos y azorados y azules- él podía ver brillar la chispa. Esa pavesa a punto de apagarse, pero aún con el brío de un hierro al rojo vivo, en potencia. Probablemente sólo necesitaba que le soplasen un poco para avivar la llama.

Se preguntó si estaría casada. Dedujo que sí por su anillo, pero sobre todo, después de que él dejara al niño en el suelo y le cogiera la muñeca con una mano, frotándosela con suavidad entre sus dedos, sobre todo por la expresión de su cara.

– Hola -la saludó el niño. Tenía la encantadora apariencia de su padre cuando reía. Pícara y delicada, pero si conociera algún espeluznante secreto que ella ocultaba, y estuviera pensando en contárselo a todo el mundo.

EL ARTE DE AMAR DE ULISES

Para ser felices debemos deshacernos de

nuestros prejuicios, ser virtuosos, gozar

de buena salud, tener inclinaciones y pasiones

y ser propensos a la ilusión, pues debemos

la mayor parte de nuestros placeres

a la ilusión y… ¡ay de los que la pierdan!

MADAME DU CHÂTELET,

Discurso sobre la felicidad

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