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Avanza a trompicones por las aceras. Obras de remodelación. Policías recelosos y resignados (de algo hay que vivir, pero… ¡no te fastidia!). Gente apresurada. Gente inmóvil como estatuas de ojos enfermos, sacrificiales. Personas que esperan algo y ni siquiera saben qué, y dan vueltas sobre sí mismas hasta sentirse mareadas. Gente que vende cosas, juguetes baratos, jerseys de lycra baratos, drogas baratas. Gente que pide limosna, que se apoya a bebés más pequeños que el suyo sobre las caderas y les enseñan sin pudor a los viandantes los ojitos tristes y luctuosos de los niños, al tiempo que abren una mano sucia y murmuran con el singular acento de los intrusos.

Qué mal está todo dispuesto para que una mujer pasee a su hijo en el centro de una gran ciudad.

Debería haber cogido esa mochila que le regaló alguien, y meterlo dentro. Llevarlo pegado a su pecho como un canguro. Iría más deprisa. Pero ya es tarde para volver a subir de nuevo hasta su casa, cambiar los trastos, sacar al bebé (tendría que comprobar, ya puesta, si está mojado), y cargar con el bolso, ese enorme bolso donde lleva todo lo que se necesita para atenderlo. Vendas incluidas. Una botella de agua mineral. Mercromina. Esparadrapo. Maquillaje. Dos revistas. Nooo. Muy pesado, el bolso. En la parte de abajo del cochecito está mejor que colgando de sus hombros.

Cuando se dirige andando hacia algún lugar, Penélope se conduce igual que lo hace por la vida. Piensa que el camino más corto entre dos puntos es la línea en zigzag: esquivando los obstáculos que, de haber tomado una línea recta, se hubiera topado de frente. Por eso cruza de acera cada pocos pasos, y finalmente tarda una eternidad en llegar hasta Sol y subir por la calle del Carmen, hasta una cafetería cercana a El Corte Inglés de Callao donde la espera su amiga.

Al menos, no hace demasiado calor, aunque ella está sudando. Nota la humedad del labio superior, y que la blusa de seda negra se le pega en algunas zonas de la espalda. Telémaco está dormido.

Tal vez sea ésa la mejor idea que ella puede hacerse de la felicidad: ver dormido a su hijo. A salvo. Sosegado. Respirando perfectamente.

Penélope está preocupada, pero no quiere que Marta lo perciba. La preocupación y la culpa desprenden cierto olor mohoso, y hacen que la gente se escabulla corriendo del lado de quienes sueltan esa pestilencia. Bastante tienen con la propia.

Está preocupada porque hace meses que sabe que Ulises no siempre se dedica a pintar sus propios cuadros. Por eso andaba sin cesar secreteando, cerrando con llave la puerta de su estudio, teniendo importantes reuniones, haciendo viajes sospechosos.

Poco después de nacer su hijo, ingresó una enorme cantidad de dinero en el banco. De los cuadros vendidos en su última exposición, le dijo a Penélope. Pero no podía ser. No al precio que se cotiza Ulises.

Por último, ella se enteró de todo.

Facturas inverosímiles, amistades peligrosas, notas, papeles, llamadas, recibos sin sentido, bocetos muy familiares, demasiado dudosos para ser simples ejercicios pictóricos, mentiras tontas, dinero fácil. Todo estaba ahí, y todo cuadraba.

A veces, pensó entonces Penélope, es mejor no saber. No saber nada. Ella empieza a dudar de que saber sirva para algo. Si es para vivir tan poco, ¿de qué sirve saber tanto?, decía sor Juana Inés de la Cruz.

Ulises, Ulises…

Él confesó entre excusas y grotescas promesas de cambio y esperanza. Penélope lloró, y hubo nuevos gritos. Escándalo. El gran aquelarre doméstico. El drama filtrándose por su cristalino y empañando la luz hasta dejarla ciega.

Qué inclinación tan vulgar al melodrama tenían Ulises y ella. Y lo peor es que ese maldito talento crecía por momentos.

– ¡Marta! -dice Penélope, y entra como puede a la agradable penumbra del bar, empujando el carro.

Está atardeciendo. Marta parece una hermosa gata, indiferente y llena de rizos negros. Está fumando sentada en una mesa cerca de la ventana, y bebe algo que parece agua con limón, pero que seguramente no lo es.

– ¡Preciosa! -Apaga el cigarrillo en el cenicero de la mesa de al lado, sin reparar en la mirada de odio con que la obsequia el señor que está sentado en ella bebiendo su vermut de grifo, y abraza a Penélope-. Madre mía, cualquiera diría que acabas de tener un hijo. No tienes tripa ni nada. No tienes aspecto de estar pensando en suicidarte. Y tu pecho… Y tu… date la vuelta. Oh, Dios mío, ¿no habrás estado dándote algunas sesiones de mesoterapia? Si es así, por favor, háblame de los efectos benéficos de la mesoterapia. Pienso apuntarme en cuanto salga de este antro.

– Me alegra tanto verte. Estás guapísima.

– ¿Te das cuenta de lo verdaderamente chabacano que se ha vuelto Madrid? -señala a la ventana, a la gente que pasa por la calle-. En cuanto una pisa Barajas, se siente una ordinaria con puntos negros en las mejillas y la nariz goteante. Con esos taxistas gritones que dan un rodeo hasta su casa para entrar un momento y darle un guantazo a la parienta antes de dejarte en la dirección que les has indicado. Con esos policías de tráfico, absolutamente ruines, obligándote a pasar las ruedas de tu Lotus por encima del fango de las obras… Por cierto, ¿por qué siempre están de obras? ¿Me he perdido algo? ¿Algún terremoto, algo? Yo creía que aquí no había terremotos. -Marta separa una de las sillas y deja que Penélope se siente, vuelve a acercársela a la mesa suavemente cuando lo hace. Las auténticas damas son los únicos caballeros que quedan hoy en día, piensa Penélope mientras toma asiento y le da las gracias a Marta-. Enséñame a tu retoño inmediatamente.

– No digas eso de los taxistas y de los policías. Madrid no sería Madrid sin sus policías y sus taxistas -se siente obligada a decir Penélope.

– Bueno, pues me da igual.

Penélope quita la capota del cochecito. Telémaco tiene el aspecto de un monigote saludable y perfecto. Está dormido y suspira de forma apacible, silenciosa.

– Para comérselo. -Marta le toca con ternura una de las manitas, cerrada en forma de puño, como si el niño estuviera agarrando firmemente el hilo de la vida-. Qué cielo de crío. Qué envidia me das.

– No creas. Por las noches no puedo pegar ojo.

– ¿Y por qué no contratas una niñera? Ninguna mujer que no pueda pagarse una niñera debería tener hijos. Tendrían que prohibirlo por ley, ¿no te parece? Pero tú sí puedes, tu padre es rico, no como el mío, que se quedó en médico de cabecera.

– Es rico, pero no vive como un rico, y no espera de mí que viva como una rica a su costa. -Penélope le hace una seña al camarero-. Vili es más que nada un filósofo.

– Desde luego… Ah, joder. Un tipo raro, ya lo creo.

– ¿Y qué, cómo te va?

– Bueno, Peny, encanto, no quiero parecer presumida, es de mal gusto, pero no me podría ir mejor. -Marta sonríe coquetamente-. Tengo todo lo que puedo pedirle a la vida. Un trabajo ideal, libertad de movimientos, acción, viajes, amigos interesantes, bonos del Tesoro… Y un novio italiano que es disléxico y millonario.

– ¿De verdad? Cuánto me alegro.

Penélope se toca sin querer la nariz. Se la nota… ¿goteante? De pronto su blusa de seda negra se le antoja basta y poco apropiada incluso para tomar café a media tarde en un bar de Callao. Marta lleva un vestido de Gucci morado y unas botas de piel de serpiente. Si Penélope fuera un hombre, en este instante se sentiría intimidado por ella. Fascinado y acobardado. Y no pensaría en otra cosa que no fuera en cómo conquistarla.

Se dice que quizás se está perdiendo algo de la vida, tal vez está dejando escapar algo mientras discute con Ulises, compra pañales desechables y se hace la cera en casa.

Tamborilea con los dedos en su cintura.

Está nerviosa. Preocupada.

Se mete las manos en el bolsillo izquierdo de los vaqueros. Saca un papelito y lo ojea discretamente. Es una lista. Sobres. Listerine. Zumo de naranja. Ultralevura. Manzanilla. Compresas. Hace con ella una bolita y la tira al suelo, procurando que Marta no la vea. ¿Tendrá puntos negros en las mejillas? Está todavía algo sudorosa. Se pasa una servilleta de papel por la cara a sabiendas de que arruinará su maquillaje.

Vivir es un acto suicida.

– ¿Y no has vuelto a intentarlo, Peny? Disculpa… -Marta se vuelve hacia el camarero, que espera el pedido-. ¿Qué quieres beber?

– Aaah, pues agua. Agua. Con gas. Vichy, por favor.

– A mí póngame otro de lo mismo -ordena Marta.

– Sí, señora. -El camarero también se siente subyugado por Marta, igual que Penélope. Sale disparado hacia la barra, y le lanza desde allí miradas subrepticias y abochornadas.

– Dios mío -musita Marta, hace una mueca de repulsión-. ¿Te has fijado en el barman? Cristo bendito, ¿es que ese tío no ve la tele? ¿No se fija en la publicidad? ¿No se ha enterado todavía de que el olor corporal se puede prevenir? Yo creía que la compra de desodorantes estaba al alcance de cualquiera.

– Bueno -lo disculpa Penélope-, aquí dentro, y trabajando sin parar…

– Trabajar es lo que hacemos todos, preciosa, no te confundas. Menos mi novio, que es rico como tu padre, pero él sí que vive una existencia regalada. Tiene de filósofo lo que yo de lama, por mucho que sea una fan rendida del Dala¡, ya me entiendes.

– Pues.

– Su único defecto es la dislexia, ya te digo. Nunca acierta a pronunciar mi nombre. Me llama Tamara, y Tita, y todo lo que se le ocurre al pobre capullo. Y luego, si te metes con él en la cama, no le menciones lo del sesenta y nueve porque te puede romper una cadera. Sencillamente, los números flotan por su cabeza igual que en un bombo de esos del bingo, y a él le da lo mismo sesenta y nueve que nueve con sesenta. Es para dislocarse. Y pregúntale que cuántos años tiene: en vez de decirte que treinta y nueve, que son los que acaba de cumplir, te dirá que noventa y tres, y se quedará tan fresco. Hummm… -Marta cierra los ojos, risueña-. Pero nadie es perfecto, y yo siempre he querido tener un novio que no se vea obligado a trabajar para vivir ni a vivir para trabajar. Ahora está en la India, ¿te lo puedes creer? Él en la India y yo en Madrid, metida en un bareto donde la gente suda. Menos mal que estoy contigo, preciosa…

– ¿Quieres que nos vayamos de aquí?

– Nooo… Si este sitio es perfecto desde que tú has llegado.

– Marta, Martita.

– De verdad. Eres la persona con más talento para el diseño que he conocido jamás, incluidos Tom Ford y yo misma, que no tengo ninguno, por cierto, pero que tampoco lo necesito porque hago otras cosas en este mundillo. Deberías ir a ver a una persona que conozco -y pronuncia silabeando el nombre del que algún día será el jefe de Penélope-. He oído rumores. Sé de buena tinta que está buscando a alguien. Sangre nueva, porque él vive ya de transfusiones diarias. Creo que le gustarías, de verdad. Ve a verlo de mi parte, he hecho un par de cositas por él que todavía recordará, estoy segura. Creo que tus diseños acabarán en el Costume Institute del Museo Metropolitano de Nueva York, y en el armario de Ivana Tramp. Incluso en el de la novia del camarero sudado que nos ha servido. Tienes habilidad para poner elitismo hasta en la ropa de las cocineras. Eres capaz de vestir a las cocineras como si fueran señoras, y a las señoras como si fuesen auténticas cocineras, y eso es lo que hay que hacer en este negocio, lo que hacen los grandes de verdad. Yo, que no soy envidiosa, puedo decírtelo. ¿No has intentado trabajar?

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