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– Sí, podía haberle tocado al del bar de la esquina. Pero me tocó a mí. Y en cualquier caso no tengo hambre. -Vili se pone la servilleta sobre el regazo. Juguetea con el tenedor.

Roberta sirve la ensalada.

Telémaco está excitado, se rebulle en su asiento. No suele comer con los mayores. En realidad no tiene hambre, tiene sueño, pero probará un poquito de todo lo que haya, sólo por ver de qué va.

– No empieces a comer hasta que no empecemos todos -le dice Ulises, sentado a su lado. Al otro, a la derecha del niño, está Penélope.

– ¿Po qué? -quiere saber Telémaco.

– Es de mala educación.

– ¿Queseso?

– Que no te portas bien si lo haces.

Ulises se lo repite en alemán, en ese alemán suizo que apenas entienden los alemanes y mucho menos un niño, imagina Penélope.

– Aaah… -asiente comprensivamente Telémaco, y sigue comiendo, muy serio.

– Déjalo -interviene Vili-. No empieces a fastidiarlo tan pronto. No es excesivamente importante que coma antes o después que nosotros. Esta mesa no es una orquesta, no tenemos por qué estar tan coordinados. Que haga lo que le dé la gana, ahora que puede. ¿Verdad, campeón?

– Sí dice el niño.

– Qué nieto más bueno tengo. No podría haber encontrado otro que me gustara más ni buscándolo por ahí. Ni dentro de la tele -dice Vili.

Telémaco asiente de nuevo varias veces, muy contento.

Penélope empieza también a masticar. Ve de reojo a Ulises, le parece que hay una sombra que atraviesa en ese momento sus ojos. Con la lechuga y la manzana dentro de su boca, deshaciendo sus jugos y mezclándolos entre su saliva, tiene una extraña sensación. La de que todos ellos, todos sin excepción, son inocentes. Le parece algo tan sencillo y extraordinario que no se explica cómo no se ha dado cuenta antes.

Observa a su hijo, que apenas utiliza los cubiertos para comer, aunque se las arregla bastante bien con los dedos, y se pregunta si su vida le corresponde. Si realmente es la apropiada.

¿Por qué son tan infelices? ¿Por qué, por qué?

Valentina está muy pálida.

¿Habrá empezado a morirse ya? ¿Podrá aguantarse hasta que todos acaben de comer? Es verdad, la muerte no es igual que las ganas de orinar. Aunque cualquiera sabe.

– ¿No es un poco tarde para el crío? -pregunta Vili.

– Ya lo creo -Ulises habla con la boca llena, seguramente no ha podido contenerse.

– En Madrid se trasnocha. No es tan grave -dice Valentina.

– Sí, -Penélope acaba su bocado. La ensalada es suculenta. Una ensalada hecha con las manos de una mujer agonizante. Aliñada por sus manos, revuelta con sus dedos temblorosos y acabados. Está deliciosa, la ensalada-. En esta ciudad la gente se acuesta tarde y se levanta temprano.

– Es verdad -dice Vili, y se limita a mover la ensalada con el cuchillo, sin probar ni un trocito de algo-. Pero yo tengo la sensación de que los que se acuestan tarde no son los mismos que se levantan temprano.

Vili se frota con los dedos las cuencas de los ojos. Debería decirle que su madre se está muriendo, medita Penélope. Debería decírselo esta misma noche. Pero, ¿está bien no respetar la voluntad de una mujer desahuciada? ¿Es correcto? ¿Recibirá algún tipo de castigo si no lo hace? Un meteorito justiciero. Una pequeña plaga de langostas dentro de su cocina. Un viento pavoroso que le robe el alma a su niño.

Ese tipo de cosas que siempre vienen de otro mundo.

No es supersticiosa, como Jana, pero no quiere ni pensarlo.

El centro de proceso del cerebro está localizado en la corteza prefontal lateral, que existe en ambos hemisferios y está situada encima de los globos oculares. Los mismos que se está masajeando con encono Vili en estos momentos. (Se restriega los ojos, las cejas, dale que te dale.) En esa zona se organiza y coordina la información, y se traslada a otras partes del cerebro según sea necesario. Penélope lo ha leído, pero no recuerda dónde. Únicamente se acuerda de que le pareció curioso pensar que el centro de proceso del cerebro podía casi rozarse -¿tal vez perturbarse?- con un sencillo movimiento de pestañas.

– Papi… -Penélope siempre llama papi a Vili, nunca papá, y ahora se pregunta por qué-. ¿Qué te pasa?

– Me duele la cabeza, pero no es nada. Me tomaré un paracetamol. ¿Puedes llamar a Roberta?

Como si lo hubiera oído, aparece la mujer en el umbral de la puerta del salón.

– ¿Quiere traerle un paracetamol a mi padre? -le pide Penélope, y mira con ojos tristes, suplicantes, los tristes ojos suplicantes de la asistenta.

– Ahora mismo -se da media vuelta y vuelve a salir por donde ha entrado.

– Gracias, Roberta.

– Madrid es así. -Ulises parece animado por la comida y por el vino, se llena el vaso y da un trago apreciativo. ¿Cuánto hace que no comían todos juntos?-. En nuestro barrio… -mira rencorosamente a Penélope durante un segundo. Sólo un segundo, luego vuelve a animarse-. Quiero decir el barrio de Telémaco y mío…

El niño sonríe a su padre cuando oye su nombre. Empieza a aburrirse de la comida, y también se frota los ojos. Está cansado. Pone los brazos sobre la mesa, y acerca la cabeza al mantel.

– Mami… -dice, y cierra los ojos-. Mami.

Penélope le acaricia el pelo y le coge la mano tendida hacia ella, desmadejada.

– Mi niño bonito.

– … Pues tenemos un restaurante chino cerca de casa que a mí me encanta. Sirven a domicilio. Los puedo llamar a la una de la madrugada, y ellos siempre están dispuestos a llevarme algo. Enseguida descongelan unas gambas peruanas, o unos filetes de gato, lo que sea. Y me lo traen a casa. Y con una sonrisa de purita alegría -dice Ulises-. Por eso me gusta Madrid. Y no me importa que la gente trasnoche. Por mí, la gente puede hacer lo que quiera.

– No era eso lo que decías hace un rato -dice Penélope.

– ¿Qué decía hace un rato?

– Decías que Atocha se llena de chorizos y drogadictos. Que no te gusta salir con el niño por la noche.

– Y es verdad. ¿Qué tiene eso que ver con lo que estoy diciendo?

Roberta entra con un vaso de agua y una pastilla en un plato.

– Aquí tiene. -Lo deja delante de Vili, y le retira la comida. Apenas ha probado bocado.

– ¡Gracias! -dice Vili.

– No hace falta que le grites -dice Valentina-. No es sorda.

– ¿Ah, no?

– No. -La mujer pone una media sonrisa y se va llevándose algunos cubiertos y vasos usados.

– Pues yo estaba convencido… No sé por qué, pero…

– No es bueno estar convencido de nada -dice Valentina, y levanta su vaso en dirección a Vili, brindando.

El hombre se mete la pastilla en la boca, y apura el agua.

– Ya no bebes tanto -se dirige a Valentina, señalándola con el vaso vacío-. Hace días que no empinas el codo. El vodka de la casa no ha bajado de nivel como el río Nilo en la última semana. ¿Te pasa algo?

– No tengo muchas ganas de beber.

– ¿Ni de fumar, ni de fastidiarme?

– Déjalo, Vili.

– Llevas razón, perdóname. Me duele la cabeza.

– Yo tengo un amigo que sólo bebe en los bares -dice Ulises-. Pero es como las moscas, y bebe mucho en los bares. Aunque no beba en casa. Y, estooo… Telémaco se ha quedado frito. Sabía que no iba a llegar a los postres -le dice a Penélope.

– Deberíamos acostarlo. -Penélope lo coge por la cabeza y lo atrae hacia ella, lo saca de la silla y lo sube en sus rodillas. Lo acuna, le huele el pelo. ¿Se lo lavará Ulises a menudo? ¿Lo hará bien? ¿Lo aclarará con suficiente agua tibia?

– Pobrecito. Llévalo a tu dormitorio -sugiere Valentina.

– Sí, eso haré.

EL TEMOR

A Penélope le gustaría saber qué es en realidad el matrimonio.

Ah, sí, ya sabe que se trata, en primer lugar, de un trámite burocrático que, tras ser llevado a cabo por dos personas, les facilita procesos administrativos de rutina, por no hablar de cierta consideración social, incluso respeto, entre familiares, vecinos, amigos y funcionarios del estado. Pero el casamiento no parece que sea mucho más que una evolución práctica del derecho administrativo, que ha acabado por implicar en ella -en el mundo moderno- a los lazos afectivos, dada nuestra incurable afición por las ceremonias disparatadas, por todo tipo de ceremonias, y por adornar todo tipo de ceremonias con todo tipo de sentimientos inducidos y forzados por las propias ceremonias.

(Fútbol.

Comuniones.

Bodas.

Desfiles.

Cumpleaños.

Graduaciones.

Entierros.

Investiduras de gobierno.

Entrevistas televisivas.

Atentados terroristas.

Los Óscars.

La guerra.)

El matrimonio no es más que un instrumento ideado para facilitar la transmisión de la propiedad privada, que termina por sellarse en el juzgado o en la iglesia, delante de algún tipo aburrido, acompañado por una secretaria mal vestida para la ocasión, o por un párroco que piensa en comer y beber en el banquete de bodas, más que en servir a Dios en sentido estricto. ¿Qué servicio se le puede hacer al Divino introduciendo un orden tan poco imaginativo en el concierto de los apareamientos carnales y la consiguiente parentela? Es más útil el rendimiento obtenido por la Agencia Tributaria a través del juez de familia.

O eso se teme Penélope.

Porque, se mire por donde se mire, si algo no otorga el matrimonio a los contrayentes es un certificado de sentimientos.

De modo que falla en lo esencial. Nada de «garantía de por vida».

Ninguna cláusula sellada que indique rotundamente: «Esta emoción que sientes ahora mismo nunca se estropeará porque ha sido fabricada en Japón, en una industria automatizada al 100% con tecnología de vanguardia».

Nada, nada de eso.

Los afectos nacen, crecen, envejecen y mueren también. Están vivos, igual que quien los siente. Hoy no experimentamos lo que ayer, ni mañana lo que hoy, porque ni ayer, ni hoy ni mañana nosotros somos los mismos. Y, además, raramente sabemos quiénes somos.

Nunca soy quien creo ser, y eso varía incesantemente, decía Vili que decía Gide.

A veces, Penélope tiene miedo. Al fracaso, a la enfermedad, a la pobreza, a despertar odio y violencia en los otros. Miedo porque ya se ha perdido para siempre aquella adolescente que fue, la niña que ella fue, la joven que fuera. Le gustaban aquellas tres mujercitas. Anaranjadas y sonrientes, apurando con voracidad la vida. Absurdamente ignorantes, y quizás felices.

Ahora, Penélope es otra Penélope. ¿Debe tenerles miedo también a las penélopes que, de aquí en adelante, ella será?

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