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– Tu coño es una maravilla -dice Talía, y se acerca más, para observarlo mejor.

– La verdad es que sí -dice Valentina. En las últimas reuniones que han tenido no ha estado demasiado habladora y, esta tarde, menos que nunca. Así que, en cuanto abre la boca, todas las demás la miran medio embobadas, expectantes-. Sí, la verdad…

– Es sólo un coño. Pero es lo que tengo. Me gusta. Y yo también a él -dice Aglae, y se sienta.

Cuando lo hace, parece que el aire se espesa con partículas de tiempo. Penélope quiere que vuelva a ponerse de pie y a pasearse a lo largo y ancho de la estancia. Si esa mujer estuviera otra vez de pie, se podría respirar mejor, piensa con una nostalgia ensimismada.

– Es horrible -exclama Eufrosina, de repente.

– ¿Quéee?

– No, no me refiero a tu coño, que es precioso, y está sin operar, no como el mío -continúa; por primera vez en toda la tarde parece un poco atribulada-, quiero decir que es horrible saber que una tiene cincuenta y seis años. Quiero decir que es terrible. ¡Cuando pienso en todas las cosas que no podré hacer ya…! Descubrir el amor, perder la virginidad, o morir joven. Quiero decir que es terrible saber que una tiene la edad que tiene y que, por mucho que se empeñe y tome leche enriquecida con calcio a diario, sus piernas ya no van a crecer más.

– Ni tu coño tampoco, así que deja de cortártelo una y otra vez. No es una estrella de mar… -le dice Talía, y saca un cigarrillo. Penélope le pide otro y los encienden a la vez-. Tenle un poco de respeto. Te ha dado tres hijos y mucho placer. Ni te plantees lo de la liposucción.

– Ah, yo qué sé.

– Y sé optimista. Puede que seas gorda, fea y menopáusica, pero ¿qué importancia tiene todo eso comparado con el hecho de que, uno de estos días, te tienes que morir?

– Enséñanoslo -le pide de repente Aglae a Eufrosina-. El coño.

– Ay, bueno. Yo…

– Bájate las bragas y enséñanoslo. Queremos ver lo que ese cafre te ha hecho. Podemos denunciarlo. Podemos hablar mal de él en la tele. Podemos montar un escándalo.

– Verdaderamente… -Penélope le da una larga calada a su cigarrillo, el humo le entra en los ojos y se restriega para aliviar el escozor-. Desde que una vez fui a ver cine uzbeko, yo…

– Haremos de tu coño una estrella internacional. Sacaremos su foto en Internet para que sirva de aviso a millones de menopáusicas del mundo tan desquiciadas y tan ricas como tú.

– O podéis ir a que os hagan lo mismo que a mí, no me ha quedado tan mal… -dice Eufrosina, pero inmediatamente se arrepiente y se calla.

De todas formas, ninguna de las demás mujeres le hace caso.

– Venga, a ver.

– No, que no.

– Vamos, no seas miedica. Si puedes enseñárselo a ese cantamañanas, ¿por qué no a nosotras?

– No es lo mismo.

– Esto es mucho mejor. Nosotras no te vamos a hurgar dentro de él.

– No vamos a cortar ni a coser. No vamos a hacerte nada.

– Sólo tienes que bajarte las bragas. Puedes cerrar los ojos si no quieres ver cómo miramos.

Penélope piensa en ablaciones. Piensa en patios de colegio. Se toca un granito que le ha salido cerca del labio superior.

Vamos, cagueta, bájate las puñeteras bragas de una vez antes de que nos pille el director, piensa sintiendo una alegría retorcida, y acaricia su muslo derecho con una mano ansiosa. Queremos ver lo que tienes ahí abajo. ¿Cómo hicieron para vendarte, para detener la hemorragia? ¿Te pusieron una sonda y no tuviste que ir a mear mientras estabas convaleciente? ¿Qué sentiste la primera vez que te masturbaste después de la operación? ¿Sientes lo mismo que antes? ¿Sientes algo? ¿Puedes sentir?

Penélope piensa en ablaciones y en cirugía estética mínimamente invasiva, o reconstructiva, o destructiva, o vaya usted a saber qué. Piensa en ablaciones y Tercer Mundo. Piensa en Cirugía Estética y Primer Mundo.

En cuerpos jóvenes. En sexo salvaje. En bebés.

Echa de menos a su niño. Su niñito pequeño y suave.

Recuerda el cuerpo de Ulises en las madrugadas de los buenos tiempos. Y aquella sustancia que parecía quedarse adherida a su piel después de hacer con él el amor, y que en realidad no existía, pero que era leve, y fragante, dejaba sobre ella una maraña de dulzura.

Ulises, el muy hijo de perra.

Penélope tiene ganas de gritar. No sabe por qué piensa en todas esas cosas a la vez. No se llevan bien entre ellas dentro de su cabeza.

Tiene ganas de que Eufrosina se baje las bragas de una vez.

– Vamos, hazlo, no te cortes -le dice, baja la voz hasta el susurro-. Si no pasa nada…

– Está bien. -Eufrosina se pone de pie-. Os lo enseñaré.

Suspiran aliviadas y se preparan a observarla con detalle.

– 0s lo enseñaré si vosotras también me enseñáis el vuestro -añade con un mohín de triunfo.

– El mío lo tenéis todas más que visto desde principios de los años sesenta -se queja Aglae.

– No me refiero a ti, sino a las demás.

– Yo no tengo inconveniente -dice Talía. Se sube la falda y se baja las bragas.

Talía es viuda, pero lleva puesto un tanga negro que, sospecha Penélope, pertenece a esa clase de lencería que sólo puede ser adquirida por correspondencia, o en un sex shop . Ajá, se dice a sí misma, ajá; casi todas las mujeres queremos casarnos, pero desde luego absolutamente todas deseamos enviudar alguna vez. Talía ha conseguido realizar ese sueño perverso. Qué arpía más deliciosa. Ha enterrado a su marido, que murió de muerte natural (todas las muertes lo son, bien pensado, ¿o es que hay alguna antinatural?, ¿no es natural morirse tarde o temprano, sea de lo que sea?), y ahora compra tangas que parecen filamentos de linóleo ideados expresamente para torturar la raja del culo de quien los lleva puestos. Y tiene el pubis afeitado… de arriba hasta abajo. Pelado como una naranja. Por completo.

– No me lo puedo creer -exclama Aglae.

– No está mal. Rompedor -dice Valentina.

– Vaya, vaya, cariño… Ji ji ji… -Eufrosina le guiña un ojo.

Penélope tose como una niñita constipada.

– La verdad, la verdad, yo creo… -comienza a balbucir, aunque no consigue explicar nada. Tampoco tenía pensado hacerlo.

Eufrosina le dice que ánimo, que ahora le toca a ella. Penélope duda un momento pero… qué diablos. No cree que el suyo esté peor que los de ellas.

Se desnuda como si estuviera haciendo un estriptís para un grupo de ejecutivos japoneses en visita turística. Valentina y sus amigas la vitorean hasta que acaba y ya está desnuda. Se lo ha quitado todo. El sostén de aumento, la braguita de seda lila que tiene puesto un salvaeslip arrugado y algo húmedo, los pantys y el vestido. No siente frío, ni vergüenza. De hecho, le parece que debería hacer esto más a menudo.

– Oh, pero si es pelirrojo -dice Aglae-. Claro, ya casi no me acordaba de que eras pelirrojita de pequeña, como ahora te tiñes el pelo de rubio, se me había olvidado. Valentina las mira sonriendo.

– Estamos locas -dice-. Como cabras.

– Sí, somos unas viejas cabras cachondas y pervertidas.

– Pero no nos va mal así.

– Podía irnos peor.

– Pues sí.

– Vamos, Valentina -anima Eufrosina-. Es tu turno, a la palestra. Hoy nos estamos despendolando bien.

– No, yo no. -Valentina se encoge sobre sí misma, se rodea el pecho con sus brazos, como abrazándose, se rebulle en el sofá.

– Pero si te lo hemos visto ya, aunque sea hace tiempo. ¿No recuerdas la universidad? ¿Y cuando nació Peny y tú…?

– He dicho que no, y es que no.

– ¿Por qué? -chilla Eufrosina-. O todas, o nada. Además, si ahora tienes un tipazo. Has adelgazado un montón en los últimos tiempos, no como yo. Estás muy bien, estás delgada y…

– Tengo cáncer. A menudo sangro -dice Valentina-. Cáncer de útero.

– Pues… ¿Ah, sí? Pues te sienta muy bien, te sienta… -Eufrosina traga saliva, titubea-. ¿Me disculpas? Creo que acabo de ver a alguien…

Aglae se levanta y coge sus bragas, las estira con cuidado. Se acerca hasta Eufrosina y la obliga a sentarse de nuevo.

– Cierra el pico, Eufrosina. Por favor dice-. No digas más sandeces, ¿quieres, cielo?

Penélope está sentada muy quieta, desnuda por completo, abandonada encima del canapé. Su piel es la de una fruta estival, tiene diminutas pecas marrones sobre los hombros y marcas rojizas allí donde más apretaba la ropa interior que se ha quitado. La mirada, de un vivo color azul como la de su madre, está ausente. Tiene las manos apoyadas sobre el vientre (la piel ahí está intacta, el embarazo no le dejó ninguna huella, tiene un vientre redondeado y terso, una beldad dispuesta para el goce); tiene las manos colocadas púdicamente la una sobre la otra. No lleva joyas. El pelo rubio, desordenado y largo, tapándole a medias los pechos, cubriéndole una parte de las areolas sonrosadas de sus senos, tan tiernas que parecen dos sombras carnosas hechas de melocotón. Podría pasar por la virgen de una tabla flamenca, una virgen niña, mucho más joven de lo que es. Se asemeja a una dulce muchachita retratada antes de perder para siempre la inocencia. Las piernas, separadas con descuido, dejando ver el origen del mundo. Esa hondura de vello rojizo -estrecha, rebosante de soledad-, tiene por dentro la textura de la manteca y sabor azucarado algunas noches. Penélope ha dejado los pies sobre la alfombra, descalzos, uno un poco torcido en una postura incómoda que ella no se preocupa de cambiar. La boca ha quedado entreabierta y sus dientes relucen dentro de ella como trocitos de papel inmaculados que contrastan su blancura con el rubor de los labios.

LA ANGUSTIA

Madre e hija van sentadas dentro del coche, en los asientos traseros. Penélope ha hecho varias llamadas («Dios mío -ha gimoteado Jana al oírla-, tu madre con cáncer y yo con el corazón roto. ¿Quién nos va a curar a todas nosotras, Penélope?, ¿quién?»), y luego ha pedido que vaya a recogerlas el chofer de la empresa. Ruedan discretamente por las calles de un Madrid lluvioso y amortecido. Sus cuerpos no se tocan, cada una contempla las aceras encharcadas a través del cristal empañado de su ventanilla.

Es curiosa esta sensación, piensa Penélope. Pensar que tu madre va a morir dentro de poco, quizás ahora, aquí mismo, a tu lado.

Respira hondo, se acaricia la muñeca izquierda, luego acerca a su nariz el trozo de piel bajo el que le late el pulso. Le gusta tocarse cuando está inquieta o preocupada. Pasarse la mano entre los muslos desnudos, por los hombros, la cintura, los brazos. Y olerse. Sabe que es una forma de autoconsuelo infantil, pero eso la tranquiliza. Cuando era niña y tenía algún disgusto, corría a echarse sobre su cama. Hocicaba, hurgaba entre las sábanas, se revolcaba en ellas, husmeaba su olor, se reconocía y encontraba alivio. Todo muy animal, se dice, y no puede evitar sonreír fugazmente, tristemente.

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