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QUINCE AÑOS NO TIENE MI AMOR

Le dijo Catón aun viejo maligno:

«Hombre, ya que la vejez trae

consigo tantas cosas desagradables,

no le añadas tú la afrenta de la perversidad».

PLUTARCO, Vida de Marco Catón

El Madrid del Sur es muy distinto del Norte de la ciudad. Una vez rebasada la calle Santa María de la Cabeza, pasado el sucio Manzanares -un río minusválido, siempre necesitado de la discriminación positiva, y los amargos beneficios que reporta la incapacidad, para lucir un poco de agua, de esplendor prestado gracias a la caridad o a la lástima de los gestores municipales-, cuando la Plaza Elíptica se pierde en el espejo retrovisor del autobús, el paisaje se va transformando progresivamente en más y más industrial y polvoriento de la misma manera que, cuando se dejan atrás la Plaza de Castilla y Alcobendas, la sierra madrileña va floreciendo y deleitando la vista con su vegetación mediterránea de matorrales y pinos.

El vehículo enfiló la nacional 401 e hizo un alto delante del Tanatorio del Sur. La gente que se bajaba allí nunca parecía sentirse dichosa por haber llegado hasta ese punto.

Cinco paradas después de aquélla, Ulises y Telémaco también bajaron con alguna dificultad del autobús, y se plantaron sobre el barro que rebosaba de los encharcados parterres que bordeaban la acera frente al asilo. Un edificio de ladrillo rojo y ventanas de aluminio se levantaba a pocos metros de la parada. Podía haber pasado por un colegio público o la biblioteca del barrio de no ser por el cartel de pomposas letras de metal dorado que anunciaban: «Residencia de Personas Mayores El Retiro».

Araceli los estaba esperando sentada pulcramente en el silloncito jaspeado de colores pastel de su habitación, junto a la ventana que daba a la calle. La calefacción estaba puesta en toda la residencia, y la temperatura excedía seguramente los veintidós grados, no obstante la anciana se había abrigado con una gruesa chaqueta azul de paño.

Le tendió los brazos a Telémaco, sin levantarse de su butaca.

– ¡Mi niño! -dijo con una voz acogedora y algo trémula, y los ojos se le humedecieron un poco más todavía, hasta convertirse en dos ciruelas alquitranadas llenas de lo que semejaba cierta forma obsesiva de vida latente.

Telémaco bajó de los brazos de su padre y se acercó corriendo hasta ella, pegó su cara contra las viejas piernas y llenó de babas cristalinas la falda negra de su bisabuela.

– ¡Güela, agüela!, qué tal… -sonó su chapurreo, ahogado entre risas de contento.

– ¡Qué grande que está mi niño! ¡Ha crecido por lo menos un metro esta semana! -exclamó la mujer, llena de orgullo y alborotando el pelo rubio y sedoso del chiquillo.

Ulises le dio un beso en la mejilla y le preguntó cómo estaba.

– Bien, bien, hijo, siéntate -le indicó una mecedora de loneta, próxima a la cama-. Acércala aquí, a mi lado.

Ante las muestras de entusiasmo del pequeño, Ulises comentó que Telémaco adoraba a su bisabuela.

– Me quiere mucho porque sabe que yo lo quiero mucho a él, ¿a que sí, precioso? Telémaco y yo nos parecemos bastante, todo hay que decirlo. -La anciana señora puso un beso temblón en la mejilla carmesí del niño-. Es lo que yo digo. Los viejos somos como los bebés, seres inútiles y molestos que necesitan de los demás. Por eso, o nos mostramos agradables con los que nos rodean dándoles cariño, o nadie sería capaz de aguantamos y nos abandonarían en masa en las gasolineras de las autopistas.

Como habían dejado abierta la puerta de la habitación, podían oír con claridad los murmullos de las conversaciones que tenían lugar en el pasillo, y en algunos de los dormitorios vecinos. Discusiones sobre los efectos secundarios -que solían cebarse con la vista y el intestino grueso- de algunas medicinas malignas pero absolutamente necesarias si, a cierta edad, se desea poder abrir los ojos de nuevo cada mañana; sobre la consulta de un médico del hospital universitario -del que bastantes ancianos sospechaban que era un serial-killer con cierta propensión morbosa hacia los vejestorios-, y repasos al calendario para concretar con exactitud en qué días se producirían las ansiadas visitas familiares y acomodar a ellas sus actividades diarias. «No podré ir a la clase de Internet del jueves, viene a verme mi nieto el de Zamora», o bien: «¿A quién le va a apetecer salir en un día como hoy para venir hasta aquí a ver cómo se mueren poco a poco unos mamarrachos como nosotros?».

De repente una figura llenó el dintel de la entrada. Un hombre de unos setenta años y barriga abombada, tocado con un alegre sombrero tirolés y un chaleco de fondo rojo con rombos beige.

– Buenos días nos dé Dios, a la señora Araceli y a la compañía -dijo, luciendo una ancha sonrisa que dejaba totalmente al descubierto su soberbia dentadura postiza recién estrenada.

– Buenos días -correspondió Telémaco de buen humor.

– Ah, hola, Anselmo -la mujer le lanzó un vistazo incisivo, pero rápido-. ¿No iba hoy a la masajista?

– A eso voy, sí, pero he pensado en saludarla antes.

– Bueno, pues ya me ha saludado. Adiós, Anselmo. Que le sienten bien los masajes.

– Vale, vale, veo que está usted ocupada. Luego la veré, a la hora de la merienda.

Cuando el señor se perdió de vista, pasillo adelante, Araceli puso una mueca de disgusto.

– Están convirtiendo los asilos de este país en Sodoma y Gomorra -susurró con un dulce rumor tan desquiciado como turbio.

– ¿Queeé? -Ulises parpadeó asombrado, y luego examinó fijamente a la abuela.

– Sí, los dementes que dirigen estos sitios… -explicó la anciana mientras acariciaba al niño- tienen sexólogos que no paran de incitamos a la promiscuidad.

Ulises la miró divertido.

– Como lo oyes, hijo… -Suspiró y señaló hacia la puerta, con precaución-. Claro que lo hacen porque les consta que nosotras no podemos quedarnos embarazadas, que si no… La cosa es que no paran de machacamos con eso de tener una vida sexual sana, el amor libre y un montón de simplezas pasadas de moda. Les gusta pensar que nos tienen entretenidos con un poco de sexo, muchos ansiolíticos y otro poco de televisión. Pero yo creo que, a mi edad, una vida sexual sana no es una vida sexual agitada, sino una vida sexual sin sexo. Una vida en paz, quiero decir. ¡Libre de infecciones urinarias, por favor!

– Encontrar una pareja tampoco está tan mal, Araceli -se atrevió a proponer tímidamente Ulises-. Un poco de amor siempre significa un poco de compañía.

– Y yo no digo que esté mal -admitió ella, frunciendo los ajados labios, repasados con brillo de color rosáceo-, pero tienes que admitir que es realmente difícil encontrar un buen hombre a mi edad. Sobre todo porque la mayoría de los que me convienen están muertos.

– ¿Y Anselmo?

– ¿Anselmo? ¡Ja! Tiene diez años menos que yo, y es quince centímetros más bajito. Además, ya lo has visto, ya has podido ver el pedazo de barriga que tiene. Lleva un letrero en la frente que dice: «Moriré de un atracón».

– Pues parece interesado por ti.

– Sí, pero yo por él, no -negó la anciana con vigor-. Ya lo has visto, ¿no? Se viste como un payaso loco y habla como Ronald Reagan. No me interesa lo más mínimo, ¿sabes, hijo?

– Bueno, bueno.

– Y, encima, padece de halitosis, cosa que no me sorprende nada teniendo en cuenta lo que come. Cambia de dentadura postiza cada año, pero no remedia el asunto. Yo me pregunto, ¿cómo le puede oler tan mal la boca a alguien hoy día? ¿O será el culo…?

Telémaco se puso a estornudar con violencia de repente, los ojos le lagrimearon e hizo varios pucheros de miedo, pero sobre todo de desconcierto.

Nada más verlo, Araceli trató de ponerse de pie y Ulises la ayudó a completar con éxito la maniobra.

– Febreeze Fabric Refresher, de Procter amp; Gamble -dijo la abuelita, indignada.

– ¿Cómo dices?

– Digo que vamos a salir de aquí. El niño está estornudando, y eso es por el Febreeze.

– ¿El qué?

– Un spray que usan para perfumar las cortinas y la ropa de las camas. -Lo agarró del antebrazo y masculló en tono confidencial-: Ya sabes que, a nuestra edad, a mucha gente no le basta con los pañales desechables. De modo que lo perfuman todo. Lo perfuman y lo perfuman con el dichoso Febreeze. El fabricante debe de haber untado al director de este antro, porque si no, no se explica. Pero yo he leído en Internet que es un producto peligroso. Lleva no sé qué tipo de veneno. Los perros caen como moscas borrachas después de olerlo. Los hámsters la palman al momento. Y los gatos, para qué contar. Saquemos al niño de aquí, el pobre es demasiado bajito para sobrevivir a este campo de exterminio. Sólo tiene la estatura de un animalito doméstico.

Ulises cargó a su hijo en brazos y los tres salieron lentamente del dormitorio de Araceli, cerrando la puerta a sus espaldas.

CADA COSA EN SU LUGAR

La felicidad no es cosa fácil:

es difícil encontrarla dentro

de nosotros mismos e imposible

encontrarla en otra parte.

CHAMFORT, Obras

Cierta vez, una mujer de su edad que conoció en Italia por motivos profesionales le resumió su vida en pocas palabras. Según ella, a los cinco años le dijo a uno de sus amiguitos, en la guardería: «Si me regalas tu Geyperman, te dejo que me des un beso». A los diez años le soltó a un compañero de clase: «Si me haces los deberes de Sociales esta semana, te dejo ir conmigo a los lavabos. Yo me bajaré las bragas y tú podrás ver lo que tengo debajo», aunque, por cierto, en aquel entonces esa mujer no tenía nada ahí que fuera digno de verse. A los dieciséis años le propuso a un chico de su pandilla: «Si me das una vuelta en tu moto por todo el barrio, te dejo que me toques el pecho izquierdo durante tres minutos». A los veintidós años acorraló a un joven profesor de la facultad de Económicas -que babeaba detrás de ella desde el primer año de la carrera, pero que la suspendía una y otra vez- e hizo con él un trato: «Si me apruebas la asignatura, te hago un pequeño favor manual en los lavabos. Pero con un guante puesto, ¿eh?». A los veinticinco, cuando hacía poco que se había casado con su primer marido (la mujer ya iba por el tercero), le sugirió a su cándido y aburrido esposo: «Si me compras ese sofá chester, esta noche te hago un francés». Y mientras hablaba con Penélope, a punto de cumplir los treinta y cinco, sonreía con añoranza y se preguntaba a sí misma en voz alta: «Oye, monada, ¿no serás tú un poco puta?».

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